martes, 8 de enero de 2008

Sobre Atwood y escribir

Amiga,

Aunque el propósito declarado de estas notas es contarte cómo es vivir de este lado del mundo, la verdad es que la meta no declarada es contarte lo que estoy haciendo, como hemos hecho siempre en las cartas que nos hemos escrito durante tanto tiempo. Y, como sabes, parte importante de lo que hago es leer. Estoy leyendo, entre otras cosas, un libro de Margaret Atwood, The Blind Assassin. ¿Te acuerdas que te recomendé leerla la última vez que conversamos? Pues estoy siguiendo mi propio consejo. Anoche conseguí un párrafo que inmediatamente pensé traducirte para este blog:

¿Por qué será que necesitamos tan desesperadamente hacer memoria de nosotros mismos? Incluso cuando todavía estamos vivos. Deseamos reafirmar nuestra existencia, como los perros que orinan en los hidrantes. Desplegamos nuestras enmarcadas fotografías, nuestros apergaminados diplomas, nuestros trofeos de plata; grabamos con monogramas nuestra lencería, marcamos los árboles con nuestros nombres, los inscribimos en las paredes de los baños. Todo forma parte del mismo impulso. ¿Qué esperamos? ¿aplauso, envidia, respeto? ¿o simplemente atención, de cualquier tipo que podamos obtener? En el mejor de los casos queremos un testigo. No podemos soportar la idea de que nuestras propias voces caigan finalmente en el silencio, como un radio que se apaga.

El impulso de escribir está siempre acompañado por el impulso de preguntarse por qué escribimos. Las respuestas más simples a esa pregunta son las que nos permiten seguir escribiendo, así que sin más vueltas voy a aceptar la respuesta de Margaret Atwood: escribo porque necesito dejar mi marca en el hidrante más cercano, o en el poste de la esquina, para ponerlo en palabras más familiares. En todo caso, creo que también escribo para dejarme a mí misma un testimonio de lo que he sido. En estos días en que estoy removiendo viejos papeles, viejos cuadernos y libros, estoy de algún modo reencontrándome con la persona que fui y que ha quedado ya tan lejos que a veces incluso me cuesta reconocerla.

He llenado decenas de cuadernos con notas, ideas, fichas de libros, citas traducidas o no, apuntes de clases dadas o recibidas. Algunos de esos cuadernos se han perdido para siempre, los dejé botados en algún lado en las más de veinte mudanzas que me he impuesto en la vida. Pero algunos han sobrevivido y hoy he estado leyéndolos, mientras intento ordenar esta casa para que se parezca más al lugar en el que quiero vivir. En uno de esos cuadernos –con fecha de 1989- encontré este mini cuento que te copio aquí para que veas cómo escribir es también un modo de dejar testimonio de lo que hemos sido:

Todos los abuelos. Los tíos y los primos. Todos los que porque te aman y los amas amarran tu alma a una quietud estúpida que se parece tanto a la invalidez, a la idiotez, a la incapacidad de hacer y sentir. Todos arrasados. Para que quede solamente un lugar penumbroso, una silla, una mesa, papeles y palabras y papeles en los que crees que vas a encontrar otra vez un equilibrio. Te sueñas en la más cerrada soledad cuando te descuidas y el odio se te sale de las jaulas. Cuando no te descuidas sonríes, caminas con cierto apuro, sientes que todo importa, besas, y el único rastro que queda es el gesto rápido –tan rápido que no parece cruel– con el que matas los insectos.

(Qué tentación la de corregir lo ya escrito!! Hay al menos tres correcciones que tuve la urgencia de hacer, pero te juro que he copiado exactamente lo que está en mi cuaderno. Hace años que he querido escribir una colección de cuentos brevísimos, todos ellos llenos de pequeñas desgracias. Tengo al menos unos diez regados en distintos papeles. Creo que copié algunos en mi compu hace tiempo... ese es otro de los proyectos que debo retomar.)

Pero a veces la gracia de escribir no está en dar a conocer lo que uno escribe, sino en saber que puedes hacerlo. Y redescubrirlo años después, cuando crees que nunca más vas a poder escribir una línea decente.

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