jueves, 14 de febrero de 2008

Racismo y tolerancia




Amiga,

Todo inmigrante, más tarde o más temprano se encuentra de frente con uno de los aspectos más aterradores de la diferencia: el racismo. Mientras uno está tranquilito en su casa y no anda por ahí haciendo evidente su diferencia frente al mundo de los blancos, todo parece de lo más civilizado y decente. Nadie te molesta, tu origen y tus antecedentes étnicos parecen no importarle a nadie. Pero en el instante en que comienzas a interactuar con los seres humanos comunes y corrientes que te rodean, te das cuenta de que las reacciones que produce tu modo de hablar, tu tono de piel, lo oscuro y ensortijado de tu pelo pueden ir desde el asombro, pasando por la curiosidad, hasta la más franca animadversión (qué palabra tan fea!). Hay quien prefiere considerar que estar pendiente e incluso notar este tipo de reacciones es de entrada una forma de racismo, de parte del que es segregado! Yo prefiero pensar que -si la percepción es realidad- el racismo va a estar presente siempre que el color de la piel o el acento marquen de manera definitiva las relaciones entre las personas.

Esto no tiene en realidad que ver con mi propia experiencia aquí en Escocia. Hay que reconocer que los escoceses son de lo más decentes y tienen un largo entrenamiento en lo que podríamos llamar la aceptación de la diversidad. Pero siempre me acuerdo de una vez que nos insultó un borracho en plena calle porque estábamos hablando en español. Lyo y yo estábamos caminando por Cambridge, una ciudad universitaria en la que lo menos que puedes imaginar es que te vas a encontrar con un loco racista. Veníamos despacio por la acera y seguramente hablábamos sobre alguna cosa que nos llamaba la atención de la calle en la que estábamos. Nos paramos en algún momento frente a la vitrina de una tienda y supongo que al detenernos le cerramos el paso, sin darnos cuenta, a alguien que venía muy apurado detrás de nosotros. En todo caso, no sabemos de dónde salió el ser que de pronto comenzó a gritarnos que nos fuéramos a nuestro país de mierda –disculpa que use la expresión que puso de moda el presidente de la tierruca, pero me atengo a los hechos- que qué hacíamos ahí molestando a la gente y hablando nuestro incomprensible idioma... el insulto duró varios minutos que para mí fueron eternos. La mitad de lo que el hombre dijo no lo entendí, pero su odio, su furia inmensa, sus gestos agresivos decían mucho más que sus palabras. Todo sucedió en pleno día y en medio de la calle de una de las ciudades más educadas de Inglaterra. Nadie intervino. El hombre se cansó de insultarnos y nadie dijo nada, nadie se paró a preguntar siquiera qué pasaba. Lyo se molestó muchísimo, respondió como pudo a los insultos, a pleno grito, y estuvo a punto de entrarle a golpes al hombre. La verdad es que yo hubiera hecho lo mismo si hubiera tenido el tamaño y la fuerza necesarios. Pero hice lo que la sensatez me dictaba y me llevé a Lyo a un lugar aparte para evitar que el asunto llegara a mayores. He contado esta historia varias veces y cuando la cuento la gente me mira como si estuviera inventándola. La historia termina conmigo sentada en una plaza llorando a mares.

Es difícil explicar lo que se siente cuando alguien te insulta en público por el hecho de ser diferente o hablar otro idioma. Es mucho más difícil de explicar cuando se supone que estás en una sociedad civilizada que se jacta de haber superado los odios y de educar a su gente en los principios elementales de la democracia, la igualdad, la hermandad y la fraternidad. Pero hoy, leyendo la prensa como lo hago todas las mañanas mientras desayuno, me encontré con una de esas evidencias que le encogen a uno el corazón y le instalan en la boca del estómago un frío que no se te quita por días. Es una historia larga pero voy a tratar de resumirla lo mejor que pueda:

En abril de 1993, en una zona del sureste de Londres, un joven de origen jamaiquino llamado Stephen Lawrence fue atacado por un grupo de cinco chicos blancos que vivían en su mismo vecindario. Lo acosaron, golpearon y apuñalaron. Lo dejaron morir desangrado en plena calle. Su único crimen había sido tener la piel negra. Los sospechosos de cometer el crimen fueron interrogados, detenidos brevemente, enjuiciados y luego dejados libres por falta de pruebas. Tiempo después se abrió una averiguación que determinó que la policía no se había ocupado del caso con la diligencia habitual debido al racismo que campeaba dentro de los mismos cuerpos policiales. Para hacerte el cuento corto, los culpables siguen libres y la investigación sigue abierta.

Mientras tanto, se creó una fundación en honor al muchacho asesinado y con el dinero que recaudaron sus amigos y familiares se contruyó un hermoso edificio que lleva su nombre y donde se ayuda a jóvenes de pocos recursos a estudiar diseño, urbanismo y arquitectura, que era la carrera que Stephen hubiera querido estudiar. Ese edificio fue diseñado por un famoso arquitecto y tiene unos inmensos ventanales -que se ven en la foto de Peter Macdiarmid/Getty que acompaña esta nota y que tomé del periódico The Guardian- por donde entra la luz y desde donde se puede mirar hacia afuera: un símbolo de la transparencia, la comunicación, el vínculo que debería existir entre los seres humanos sin importar el color de su piel.

Pues ayer, por tercera vez desde que existe este centro en el que se le rinde homenaje a un joven cuya muerte no ha sido aclarada catorce años después, los hermosos ventanales fueron destruidos con ladrillos y piedras. A pesar de las más de veinte cámaras de vigilancia y la cerca de metal que se han visto obligados a colocar para proteger el lugar, los ladrillos y las piedras persisten en destruir una obra dedicada a la construcción de mejores sueños para un futuro menos oscuro.

Ante un hecho como éste uno no puede sino reconocer el modo como conviven en este país el odio racial y el sincero deseo de acabar con la discriminación. Por un lado, el edificio es un símbolo de reconciliación que sin duda dice mucho a favor de una sociedad que insiste en mostrar de manera concreta las bondades de la convivencia. Por otro, el cuchillo y los puñetazos que mataron a Stephen Lawrence, los ladrillos y las piedras que insisten en destruir su legado, nos hablan de un terror atávico a todo lo diferente. Un terror que parece estar inscrito en el subconsciente de una sociedad construida sobre la explotación y que ha considerado, por siglos, el color de su piel como un signo inequívoco de superioridad.

En todo caso, mientras sucedan cosas como éstas, los que venimos de otros países e intentamos hacernos un lugar aquí sabemos que en cualquier momento, sin necesidad de ninguna provocación de nuestra parte, por sólo existir y ocupar un espacio bajo este lado del cielo, podemos ser insultados, atacados, golpeados y -en el más terrible de los casos- asesinados por nuestros propios vecinos. Y ese es un sentimiento devastador.

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