martes, 26 de febrero de 2008

Las tierras altas



Amiga,

El fin de semana estuvimos en las tierras altas, las famosas highlands. Vimos entre la niebla el pico más alto de las islas británicas, el Ben Nevis, y visitamos los lagos del norte, entre los que está el Lago Ness. Sí, el mismo donde aparece el monstruo.

Viajar en medio de un clima adverso es lo más lejano al placer turístico que puedas imaginarte. Sin embargo, uno termina reconociendo que ofrece el atractivo de mostrarte el lugar tal cual es, al menos cuando se trata de las tierras altas de Escocia. ¿De qué otro modo puedes conocer un lugar en el que llueve trescientos días al año si no es bajo la lluvia? Pues casi enteramente bajo la lluvia y el frío de febrero transcurrió nuestro viaje. Pero voy a tratar de no hablar del clima y concentrarme en los detalles que me parecieron más interesantes.

Lo primero que a uno le llama la atención cuando recorre el interior de este país –y me refiero a toda Gran Bretaña, porque he tenido esa misma sensación en otras partes- es que hay dos tipos de carreteras: las autopistas, que son como casi todas las autopistas del mundo pero tal vez más angostas y con menos servicios; y las carreteras regulares, que son casi caminos en los que parece imposible que quepan al mismo tiempo un camión que viene y un carro que va. Eso si no contamos los caminitos, realmente angostos, por los que sólo parece caber un carro a la vez. La segunda cosa que llama la atención, y eso vale más para Escocia que para cualquier otra parte de las islas británicas, es la enorme cantidad de agua que uno puede ver a lo largo de cualquier vía. No sólo porque suele llover a cántaros la gran mayoría de las veces, sino porque por todo el camino es posible ver ríos, quebradas, riachuelos, cascadas, caños, caídas de agua de distintos altos y grosores, y por supuesto lagos. Lagos de todos los tamaños y colores. Lagos pequeñitos que parecen artificiales y seguramente lo son, lagos largos como serpientes, lagos gordos y gruesos, lagos amarillos, grises o azules, lagos negros. Tal vez por eso la tradición oral ha construido y preservado tantas historias relacionadas con el agua, con las criaturas del agua, como la historia del monstruo del Lago Ness.

Pero en este viaje, en el que no tuvimos la suerte de ver al monstruo, hubo otras dos cosas que me llamaron la atención: la manera como la gente recibe al visitante y el modo como en estos lugares han logrado hacer de sus monumentos históricos una industria lucrativa. Hay dos extremos de comportamiento entre la gente que te atiende en los lugares en los que inevitablemente tienes que comer, dormir o simplemente visitar. Un comportamiento más bien estandar es la eficiencia sin ningún compromiso. Así nos recibió la dueña del Bed and Breakfast en el que nos quedamos en Fort William. Nos abrió la puerta, nos preguntó a nombre de quién estaba la reservación, nos hizo pasar a la habitación que estaba en el piso de arriba y miraba al lago, nos explicó qué llave abría qué puerta, nos informó que el desayuno era a las ocho y media de la mañana en punto y desapareció de nuestra vista hasta el día siguiente. En el desayuno su atención fue exactamente igual, estrictamente formal y eficiente. El otro comportamiento es el de la gente que trata de ser amable, a veces mucho más amable de lo necesario. Pero esta vez no tuvimos la suerte o la desgracia de encontrarnos con uno de esos seres que necesitan hacerte creer que estás entre viejos amigos. Sólo un amago en una chica que nos despidió con más euforia de lo necesario en el Castillo de Urquhart.

Creo que lo más interesante del viaje fue precisamente este castillo –que, como puedes ver en la foto, está justo en la orilla del Lago Ness. Tuvimos la suerte de poder visitarlo en el único par de horas de todo el fin de semana en el que no llovió, así que no sólo tomamos fotos nítidas y brillantes sino que pudimos estar un tiempo bastante largo a la intemperie. En este castillo las visitas están organizadas con el fin de lograr un máximo de impacto en el visitante y en su bolsillo. No puedes ingresar sin pagar la entrada: un poco más de seis libras por adulto. Una vez que estás en el centro de visitas se te invita amablemente a ver un video en el que se cuenta la historia del castillo como si la audiencia estuviera compuesta de puros señores británicos que estudiaron mucho y conocen muy bien la historia de sus islas. El video no explica quién es quién, ni cuándo ni cómo, a pesar de algunas fechas lanzadas aquí y allá para consuelo de los que exigimos cierta precisión. Creo que esto es así porque la historia en realidad es bastante complicada y porque nadie sabe con certeza ni cómo era el castillo ni qué hicieron los que vivieron en él, hasta el día en que sus últimos habitantes lo destruyeron para que nadie más pudiera usarlo.

Pero el video es también algo superficial porque está construido para producir un verdadero impacto sólo al final. Una vez que la historia llega al punto crucial en el que el castillo está envuelto en llamas y suponemos que a punto de desaparecer, la pantalla se eleva y una cortina se abre para dar paso a un gran ventanal desde donde podemos ver las ruinas del extraordinario castillo, en vivo y directo, justo enfrente de nosotros. Si eso no es buen marketing no sé que más puede ser! En ese momento, aunque estuviera cayendo un inmenso palo de agua, igual nos parecería que valió la pena pagar las seis libras.

Como todos los lugares históricos que han sido convertidos en empresas turísticas, éste tiene su tiendita de objetos relacionados con el monumento en cuestión. Tratándose de un monumento ubicado en este lado del mundo, también hay en la tienda toda la parafernalia de objetos relacionados con lo que cualquier turista piensa que es “típicamente escocés”: tartanes, gaitas en miniatura, música tocada con esos instrumentos infernales, botellas de whisky, vasos de whisky, galletas de whisky, tortas de whisky, objetos diversos con signos gaélicos y libros que cuentan la historia del lugar. Nada fuera de lo habitual, pero sin duda una tentación para el comprador compulsivo de recuerditos.

La visita al castillo en sí es una experiencia de descubrimiento y adivinanza. El visitante debe imaginar qué había en cada estancia y cómo funcionaría cada zona del castillo a partir de unas muy escasas pistas: cada tanto hay un discreto cartelito que indica qué había en ese lugar y un dibujo en relieve del personaje más importante de ese particular punto del castillo, con sus ropas de época. Por ejemplo, el lugar en el que dormiría la dama del castillo tiene un dibujo de la susodicha vestida con todo el ropaje de gala de cierta época que vagamente identificamos como la alta edad media; el lugar donde se guardaban los caballos tiene un dibujo del personaje que estaría encargado de los establos con sus respectivos aperos y así... de resto, piedras, trozos de paredes, fracciones de torres y torretas, agujeros donde alguna vez hubo ventanas y una vista al lago realmente espectacular!

Cuando termina la visita, dejas el castillo de Urquhart pensando que ha valido la pena e incluso dispuesto a volver en cualquier otro momento. Qué buen negocio sería hacer algo parecido en los tres o cuatro castillos que tenemos en Venezuela y que se conservan incluso mucho mejor que éste.

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