viernes, 27 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Final)



Amiga,

No tengo fotos del tercer y último día que pasamos con Alonzo en París, porque me olvidé de bajarlas de la cámara a la compu. Así que, sólo por no perder la costumbre, te ilustro esta nota con una foto “en picada” de la Torre Eiffel, vista desde un costado del segundo piso.

El tercer día era domingo y decidimos tomárnosla con calmita. Teníamos un solo plan, subir a la basílica del Sacré Coeur y luego caminar a Montmartre, a la Place du Tertre y almorzar por allá. Hicimos en metro el largo el viaje desde el hotel donde estábamos a la estación más cercana al funicular que sube a la basílica. Al bajar en la estación, el mar de turistas era mucho más tupido de lo que habíamos encontrado en los otros lugares... o tal vez las callecitas ahí son más pequeñas. Hay, en realidad, sólo una vía por la que todo el mundo sube y es, por supuesto, una callecita llena de tiendas. Por suerte, aunque compró un par de cosas, Alonzo estaba más interesado esta vez en los jugadores callejeros que invitan a los turistas a apostar, con tres cartas o tres fichas sobre una mesa, retándolos a que adivinen cuál es la carta elegida o la ficha marcada. Supongo que ese juego tiene un nombre, pero no tengo idea de cuál es. Lo que sí es seguro es que se trata de un juego caza-bobos y aunque todo el mundo lo sabe la gente igual se para a ver... y Alonzo no fue una excepción.

Delante de los tipos que llamaban a la gente a apostar Alonzo nos decía a los gritos que ese juego era una trampa y que los tipos eran unos bandidos. Pero igual insistía en pararse a mirar y yo empecé a preocuparme de que eventualmente se le ocurriera ponerse a apostar, sólo para desenmascarar a los tramposos. Intentamos caminar adelante, para obligarlo a pasar de largo y olvidarse de las apuestas, pero no era fácil. Se quedaba parado frente a cada mesa de apuestas por un largo rato y cuando adivinaba la trampa comentaba a todo leco en qué consistía. Después de un rato terminamos literalmente empujándolo para mostrarle la basílica que, vista desde abajo es un espectáculo realmente impresionante.

Cuando la vio se emocionó y logramos que se olvidara de las cartas y las apuestas. Pero, por supuesto, se negó en redondo a subir las escaleras que los turistas suben entusiasmados, porque es para todos como una especie de bautismo parisino. Como ya sabíamos que se iba a negar veníamos dispuestos a subir con él por el funicular y a hacer la cola respectiva. La cola se tardó más de lo habitual, porque sólo estaba funcionando uno de los vagones del funicular. Al llegar arriba tomamos las obligatorias fotos. Alonzo se sentó en las escaleras finales y quedó de lo más contento con la imagen, porque se ve como cualquiera de los turistas que subieron realmente a pulso cada escalón y llegaron arriba cansadísimos.

Después de las fotos y al ver la cantidad de gente que entraba a la basílica, Alonzo se animó también a entrar y aceptó que se trataba de un lugar que valía la pena ver. Mientras yo prendía una vela a la virgen él siguió de largo con el río de gente y tuvimos que correr para alcanzarlo. Cuando le conté que estaba prendiendo una vela se burló de mí, porque conoce mi recalcitrante incredulidad, pero me defendí diciéndole que era una costumbre pagana: ofrecer fuego a la madre tierra. No me creyó, por supuesto. Al salir descansamos un rato en los escalones, junto con cientos de visitantes que miraban el cielo encapotado, preguntándose dónde iban a meterse si llovía. En efecto, un rato después llovió un poco y escampamos debajo de los árboles de una plaza cercana. Alonzo estuvo preguntándose desde que llegamos por qué la mayoría de los árboles de París son maples (no sé cómo se llaman en español). También aquí hay maples y debajo de ellos nos refugiamos por un rato, especulando por las razones de la preferencia botánica: tal vez son árboles más resistentes a las inclemencias del tiempo, tal vez hacen poco daño a las aceras y calles porque tienen raíces profundas, tal vez viven muchísimo tiempo...

Cuando dejó de llover nos acercamos a la Place du Tertre. Era el día del padre y queríamos regalarle a mi papá un retrato o una caricatura de las que pintan en el momento los retratistas que se instalan ahí a ganarse la vida con sus pinceles, lápices, carboncillos y papeles de distintos tipos. Yo me había hecho en ese mismo lugar mi retrato, tocada con una boína francesa que en el momento me pareció de lo más chic y ahora me da más bien vergüenza. Fue hace casi diez años y la mujer asiática que me había dibujado en tiza sobre papel negro me dijo, divertida, que no iba a poner en el retrato la arruga que tengo en el entrecejo para que me viera más joven. ¡Qué diría ahora!

Alonzo se distrajo mirando cada uno de los pintores y no parecía muy interesado en un retrato, hasta que vio a un tipo haciendo una caricatura de una manera muy ágil y divertida. Eso sí lo animó y esperamos nuestro turno comentando la agilidad del dibujante. Todo el que pasaba se detenía a ver al hombre dibujando. Hablaba un poco de cada idioma, además de francés, lo oímos hacer comentarios a los clientes potenciales en italiano, inglés, alemán y español, al menos. Cuando le tocó el turno a Alonzo, se acomodó muy circunspecto en la silla frente al dibujante y él le dijo que sonriera. Mi papá le dijo que no, que él era así, serio. Yo le confirmé al dibujante que era verdad, que él no se reía nunca y que si quería hacerle una caricatura tal como él era tenía que hacerla sin sonrisa. El hombre se lo tomó a chiste y se dispuso a hacer su dibujo sin inmutarse por la excentricidad. La verdad es que la caricatura quedó de lo más divertida y, aunque Alonzo al principio no parecía muy convencido, al final aceptó que una caricatura no es un retrato y que uno no debe salir “bien” en ellas. Es una lástima que no le haya tomado una foto, porque sería la ilustración perfecta para esta nota.

Después de la caricatura buscamos dónde comer. Lyonell quería que comiéramos crepes en un lugar interesante que había descubierto en una esquina, donde había música en vivo. Pero nos acordamos de lo que para Alonzo es COMIDA y elegimos mejor un lugar donde servían grandes platos con entradas y postres. Lo que llaman aquí una fórmula. Yo me salí con la mía y pedí una sopa de cebollas, para recordar que eso fue exactamente lo que comí cuando por primera vez estuve en Montmartre. Mi papá pidió una carne que no le gustó mucho porque estaba dura, aunque se la comió completa. Lyo estaba encantado con su pato en salsa de hongos. Nos tomamos nuestro tiempo comiendo, porque esa era la idea del día, no tener apuro alguno. Nos distrajimos viendo a la gente pasar, haciendo comentarios sobre los carros, los atuendos, los perros, las motos... todas las cosas curiosas que uno ve cuando hay tanta gente junta de tantos lugares diferentes.

La siguiente tarea era acercarnos al Moulin Rouge. Elegimos una vía lateral, consultando varias veces el mapa porque en esa zona hay un laberinto de calles y uno nunca está seguro de ir por el camino correcto. Después de mucho pararnos en las esquinas de cada callecita llegamos a la avenida donde está el Molino Rojo. Bajo las instrucciones precisas de Alonzo, tuve que cruzar la calle para tomar un par de fotos en las que cupiera el enorme molino. Consultamos los precios porque mi papá realmente tenía ganas de ver el espectáculo. Pero la entrada más barata, con dos bebidas, sin cena, costaba setenta euros. ¡Demasiado para nosotros!

Era suficientemente temprano como para que nos animáramos a pasar por el Barrio Latino antes de regresar al hotel y Alonzo aceptó, aunque no sabía muy bien si valía la pena. Pero todas las dudas se le disiparon cuando vio las vitrinas de los restaurantes. En el Barrio Latino el espectáculo es la comida y eso es lo que Alonzo aprecia más que cualquier otra cosa. Lástima que no se nos ocurrió almorzar ahí... hubiera sido el mejor modo de cerrar la visita a París, pero después del almuerzo que habíamos comido nadie tenía hambre y nos contentamos con sentarnos a tomar un café en una esquina. Por supuesto, mi papá no se podía ir sin llevarse evidencia de aquellas vitrinas llenas de carnes, mariscos, pescados y vegetales.

Así que mientras él y Lyo se sentaban cómodamente a tomarse un café yo hice de nuevo todo el recorrido por las callecitas del Barrio Latino para recolectar las imágenes que Alonzo me había encargado. En una de las vitrinas un mesonero me dijo que tenía que pagar un euro si quería tomar una foto. Hice el gesto de registrarme los bolsillos para que entendiera que no tenía dinero y luego me fui. Cuando me iba me dijo que podía tomar la foto for free. Pero yo preferí otras vitrinas, hay tantas que no hay ninguna razón para empeñarse en tomar justamente la que tiene al lado a un mesonero desocupado que se divierte molestando a los turistas.

Esa noche había otro juego de la Eurocopa y tratamos de regresar a tiempo para ver el partido. Habíamos visto dos juegos antes, en los bares cercanos al hotel, sorprendidos por el poco interés que los franceses parecían tener en el campeonato. Después nos explicaron que cuando están perdiendo los franceses prefieren hacer como la zorra de la fábula. Esa noche jugaban Suiza contra Portugal y Turquía contra la República Checa, si teníamos suerte tal vez podíamos ver al menos uno de los juegos cerca del hotel. Pero al final mi papá estaba cansado y cuando llegamos se fue directo a dormir. Al día siguiente nos tocaba levantarnos temprano porque nos esperaba un viaje de tres horas en tren a Besançon...

(Continuará)

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