jueves, 24 de julio de 2008

Jardines de Luxemburgo

Amiga,

Te debo una nota sobre los jardines de Luxemburgo. Lo más parecido a una rutina que he podido establecer aquí es caminar las tres cuadras que me separan de la entrada Sur de los Jardines y sumergirme en otro mundo, en pleno centro de la ciudad. Lo primero que hay que saber sobre los Jardines es que se dividen en tres zonas no muy bien delimitadas pero claramente establecidas: la zona de los turistas, las diversas regiones de los visitantes asiduos y el lugar de refugio y exhibición de los locales. Faltaría tal vez un cuarto espacio, que es el de los que trotan en el borde o en el interior de los jardines, pero esa zona es más etérea y difícil de definir, porque está en permanente movimiento.

Cuando entras por primera vez sólo eres un turista. El espacio se te abre al llegar y sólo buscas alcanzar rápidamente el centro, con sus galerías altas enmarcando la fuente central y al fondo el Palacio de Luxemburgo. Cuando llegas ahí, con los zapatos empolvados por la arena fina que cubre todos los espacios abiertos de esta ciudad, no entiendes muy bien el funcionamiento del asunto y la verdad es que, como sólo eres un turista, no te interesa sino tomar fotos. Y esa es la foto perfecta.



Si vas con un guía, como vienen en grandes bandadas los turistas japoneses o españoles, te contarán que los jardines fueron construidos para adornar la casa que se hizo construir María de Médicis cuando, harta de la pompa y las intrigas del palacio real, decidió cambiar de vecindario y comprarse un pedazo de campo en lo que eran las afueras de la ciudad. Pero el Palacio ha pasado por demasiadas manos y son muchas las historias que van desde el siglo XVII hasta hoy para que la saturada mente del turista pueda retener todos los detalles, salvo que hoy en día ahí se reúne el Senado de la República. Lo que el turista sí retiene es el ruido del agua, el color de las flores, la frescura de los árboles y, tal vez, sobre todo, la generosa disponibilidad de bancos y sillas que se esparcen en todas las zonas del jardín. Si eres un turista y vas de paso, tal vez sólo retengas que te tomaste un agua o un café bajo los árboles o al sol, que viste unos niños jugando en la fuente con barquitos de vela, que había una luz espléndida y que mucha, pero mucha gente estaba instalada en ese enorme parque, sin importar la hora del día, haciendo nada o casi nada.



Si vas una segunda vez, e incluso una tercera, te sientes menos turista y empiezas a ver lo que no habías visto antes. Entre otras cosas, notas que hay una fauna local que utiliza los jardines como lugar de refugio y exhibición. Te asombras con el rincón donde crían a las abejas, con los ponis en los que se montan con alegría los niños, y notas a los viejos entretenidos en largas partidas bolas criollas (o como se llame ese juego aquí) o a las jovencitas delgadísimas jugando tenis y los solitarios practicantes de tai chi. Y, como si no lo hubieras visto antes, te sorprende la cantidad de gente que se instala a comer, a leer, a dormir la siesta o a mirar para allá... y, finalmente, te das cuenta de las sillas. Las sillas del jardín son tan famosas que incluso hay un dibujo de ellas en el aeropuerto Charles de Gaulle con un mensaje de bienvenida. Son un símbolo del dejar-hacer-dejar-pasar que se supone es el emblema de la vida parisina.



Si tienes tiempo para observarlas con detenimiento, te darás cuenta de que las sillas del jardín son de tres tipos: las hay rectas y simples, las hay rectas pero con posabrazos y hay unas que tienen como un ángulo de caída. Las diferencias son cruciales. Las sillas rectas sin posabrazos son las que usa todo recien llegado. En ellas se sientan muy circunspectos los turistas japoneses que ya vinieron antes y quieren vivir con más calma la experiencia del jardín o el ejecutivo que decide detenerse a almorzar sin mucho protocolo o el pobre ser que no pudo encontrar una silla más cómoda. Las sillas con posabrazos son el asiento preferido de quienes comen o sólo miran para allá con mucha atención, para retener todo lo que pasa alrededor. Son las que usan quienes no tienen intención de instalarse mucho rato. Pero la joya de las sillas son las inclinadas. En lo que descubres las sillas inclinadas entiendes que son éstas las que eligen los asiduos para leer o dormir la siesta, siempre acompañadas por las sillas rectas y simples que los asiduos no usan para sentarse sino para poner en ellas los cansados pies. En el momento en que logras distinguir y elegir la silla que más se acomoda a tu ánimo y a tu conveniencia, es posible que ya hayas dejado de ser un turista y estés entrando, como yo, en la categoría de los visitantes asiduos.

Cuando ya te sientes un visitante asiduo procuras evadir tres cosas, los niños, los turistas y el exceso de sol. Eso implica alejarte de la plaza central, con su fuente y sus niños gritones, con sus bandadas de turistas que entran y salen como las mareas, y adentrarte bajo los árboles. Hay dos maneras de realizar esta estrategia evasiva. Si te quedas bajo los árboles que están hacia el lado Este del parque, vas a tener mucha sombra pero también el ruido interminable de la gente que pasa, literalmente arrastrando los pies en la arenisca, lo que se une al ruido de los platos y cubiertos del café cercano, de la música que siempre está presente en el gazebo, de los aplausos cada vez que una pieza termina... en resumen, sólo debes quedarte de ese lado si quieres escuchar el incesante ajetreo del parque. Pero si lo que quieres es un poco de paz y algo de silencio, si necesitas al menos concentrarte lo suficiente para leer un párrafo a la vez, entonces debes caminar hacia el Oeste, dejar atrás las franjas verdes en las que se amontonan los adolescentes inmunes a los mosquitos y a la piquiña de la grama, y buscar un par de sillas libres cerca de un árbol de generosa sombra, a una distancia prudencial de las canchas de tenis y justo antes de que comiences a escuchar el ruido de las bolas criollas o de los niños que pelean en el parque.



Si tienes la suerte de encontrar un par de sillas libres en ese lugar ideal estás al borde de convertirte en un local, pero puedes mantenerte a una distancia lo suficientemente segura como para que a ningún turista se le ocurra abordarte para pedirte una dirección ni a ningún borrachito se le antoje exigirte que le regales un cigarro. Ahí, a la sombra cambiante de un inmenso maple, con la brisa aliviando los calores del verano, puedes sacar tu libro y leer por horas, mirar pasar a todo el que se te cruza y dejar que el tiempo se disuelva sin prisa. Si estás sentada ahí lo suficiente, un par de pajaritos va a venir a acompañarte, a ver si tienes algo qué darles para comer. Te mirarán con curiosidad y con insistencia y si no les das nada se irán en volandas en busca de mejores prospectos. Si tienes suerte, como me pasó ayer, una confianzuda paloma se va a sentar al lado de tu silla a hacerte compañía, ronroneando como un gato consentido. Entonces vas a sentir que el jardín te da la bienvenida y te acepta generosamente como parte de su fauna.

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