viernes, 3 de octubre de 2008

Comprar en París



Amiga,

Nada como visitar una ciudad con alguien que tiene intereses distintos a los de uno para descubrir cosas que no se habían visto antes. Como sabes, esta semana estuve paseando a mi sobrina Patricia por París. Uno de los más sorprendentes descubrimientos que he hecho esta semana ha sido el de constatar que comprar parece ser la meta del noventa por ciento de los turistas, a juzgar por las hordas de no parisinos que vimos en las cientos de tiendas que visitamos esta semana. Con el espectáculo cultural y arquitectónico que es esta ciudad, visitarla sólo para ir de compras parecería un total despropósito. Sin embargo, los turistas logran ingeniárselas para intercalar las obligadas visitas turísticas -y tomarse las respectivas fotos que prueben que estuvieron allí- entre una y otra incursión a las tiendas, que son su verdadero sitio de peregrinaje.

París vista como centro comercial ofrece unas cuantas dificultades si quien se quiere dedicar a las compras está buscando ofertas, buenos precios o simples rebajas. Todo aquí es caro y lo que es barato no luce nada bien. Sin embargo, siguiendo el olfato comprador de Patty descubrimos algunos lugares sorprendentes. Te hablo sólo de dos, porque creo que son un buen ejemplo de los extremos del mercado: el mercado de calle sin pretensiones y la tienda de ropa antigua convertida en hito de la moda urbana actual.

En primer lugar, está el mercadillo del Boulevard Lenoir en la Bastilla. Es un mercado de calle que tiene, como todos aquí, comida, trapos, zapatos, adornitos y bisutería de muy distintas procedencias y para todos los gustos. Lo que lo distingue de los demás es que tiene muchos más puestos de ropa de los que he visto en otros mercados, y es mucha la cantidad de compradores locales y no locales que parecen abastecerse allí de lo necesario para afrontar el invierno sin pagar demasiado.

Hay en la entrada del mercado un gran puesto en el que se acumulan, en desvencijadas cajas de cartón y en el más absoluto desorden, distintas piezas de vestir que van desde pantalones hasta sostenes, pasando por chaquetas, camisas, medias y un largo etcétera. Para registrar esas cajas tienes que estar dispuesta a pelearte con decenas de potenciales clientes. Y es ahí donde comienzas a desarrollar lo que estoy tentada a llamar ‘el síndrome de la baratija’, que se manifiesta de la siguiente manera: si encuentras algo que te parece interesante y te puede servir no debes soltarlo hasta que estés segura de que en verdad no lo quieres. Porque en el instante en que lo descartes, alguien más va a levantarlo y es posible que considere seriamente hacer la compra que tú te negaste a realizar. Justo en ese momento te va a comenzar a atormentar la idea de que esa era tal vez la pieza indispensable que tu guardarropa necesitaba para completarse de manera definitiva. No es fácil lidiar con ese tipo de ansiedad y tal vez lo único que te saca de la angustia es seguir hurgando hasta conseguir otro trapo al que deberás colgarte de manera desesperada como si de su compra dependiera la total definición de tu existencia. Hasta que decidas soltarlo y alguien más se apropie de él y vuelvas a pensar que ése era el trapo que querías... y así sucesivamente hasta el infinito.

También te puede salvar el hecho de que el mercado se extiende por cuadras y cuadras y siempre puedes pensar que si caminas un rato más vas a encontrar algo que te guste y que sea bueno, bonito y barato. Por suerte, más allá de las cajas con trapos está un negocio un poco más sofisticado, con franelas, camisas, pantalones y vestidos ya no en cajas ni arrugados, sino elegantemente colgados y dispuestos en cierto orden. El orden implica también un ligero aumento en el precio, pero los vendedores saben que la competencia es fuerte y te hacen ofertas apenas muestras interés por alguna pieza. Si se lleva dos sale más barato, te dicen en cualquier idioma que quieras oír. Entonces, el síndrome de la baratija se instala de nuevo en tu cerebro y el mismo proceso se repite, pero esta vez de manera un poco más aparatosa, porque lo que escoges está colgado y si lo seleccionas y quieres sostenerlo debes lidiar con el gancho y todas sus consecuencias. Que se enrede en otra ropa, que sea incómodo de cargar, que parezca que vas a llevarte toda la tienda aunque sólo hayas escogido un par de franelas, en fin.

Para salir del mercadillo de La Bastilla tienes que realizar un acto de voluntad casi sobrehumano y lanzar un ultimatum: caminas sólo una cuadra más y luego te vas. El ultimatum a veces funciona y a veces no, sobre todo si andas con una compradora compulsiva como mi sobrina Patricia. Pero si no lo estableces es posible que la culpa jamás te alcance y te quedes para siempre atrapada en los ventorrillos del Boulevard Lenoir o en cualquier otro mercado del mismo estilo. Así que defines el límite, siempre unos pasos más allá del ultimatum inicial, y te obligas a salir del mercado y escoger una acera menos tentadora para volver sobre tus pasos haciendo inventario de lo que compraste o dejaste de comprar.

Pero no sólo los mercados de calle disparan el afán de comprar a bajos precios. En esta ronda consumista por la ciudad también descubrimos la tienda ‘vintage’. Debo reconocer que era una total ignorante del asunto de la moda vintage hasta hace unos días. Había escuchado el término y lo relacionaba vagamente con cosas viejas y usadas, pero ignoraba por completo que el asunto es no sólo una tendencia de la moda, sino la definición de todo un sector del diseño actual y casi un hito de la cultura contemporánea. Se trata, según me entero después, de mezclar –en el más puro estilo postmoderno- lo viejo con lo nuevo, para crear un look descuidadamente sofisticado, pero sobre todo alejado de la gran moda de las pasarelas y de la repetición obligatoria del mercado global.

Nos encontramos con nuestra primera tienda vintage caminando inocentemente por la rue de la Verrerie. Justo a dos pasos de una esquina, a donde habíamos entrado con el único propósito de no repetir el camino que habíamos hecho el día anterior por la rue Rivoli, Patty vio la vitrina de una tienda que a todas luces era un imán para compradores de todo tipo. Sin ver siquiera el nombre entramos a ver de qué se trataba. La cantidad de clientes y el abarrotamiento general de productos de todo tipo indicaban que algo bueno debía estarse cocinando entre las cuatro paredes de la diminuta tienda.

Se trataba de un negocio de ropa vieja, no se sabe si usada o no, pero definitivamente sacada del closet de las madres o las abuelas de quienes afanosamente urgaban entre los interminables percheros. Aquí, también, si quieres comprar algo debes aferrarte a lo que encuentras y no soltarlo hasta que has abandonado toda esperanza de que te sirva o de que realmente vas a poder usarlo alguna vez sin que la sospecha o la vergüenza te asalten. Sospecha de que puedes estar comprando por diez euros el abrigo que le perteneció alguna vez a una señora muy mayor cuyo vestuario íntegro fue vendido por sus deudos a los dueños de esta tienda una vez que la pobre viejita pasó a mejor vida. Vergüenza de encontrarte de pronto en la calle con una señora de ochenta años que lleva puesto exactamente el mismo vestido que tú y que en el futuro será vendido por sus deudos a una tienda exactamente igual a ésta.

Superado el trauma de los muertos que han sido o serán usuarios de las prendas que aquí te deslumbran, puedes tal vez asumir que el precio es lo que realmente cuenta y lanzarte por el barranco de comprar camisitas a cinco euros, pantalones y faldas a nueve o diez, vestidos a veinte. Si te queda un resto de duda, terminas de convencerte al ver las espectaculares mujeres, que parecen modelos de esas que sólo salen en las revistas, que entran en la tienda y se instalan sin prejuicio alguno frente a los percheros a elegir con ojo certero prendas que apenas se colocan frente al espejo, sobre sus cuerpos impecables sin grasa ni celulitis, y pagan convencidas de que han hecho la mejor compra del día y que su vestuario seguirá definiendo la moda en los tiempos por venir.

Dos horas después de ver jovencitas de quince años entrar a probarse la ropa que usaron sus madres, abuelas y bisabuelas, llega el momento de tirar la toalla y volver a establecer un ultimatum. Esta vez la promesa que funciona es que siempre podemos venir más tarde y que además hay una tienda hermana de ésta una calle más allá, en el número 8 de la Rue Ste. Croix de la Bretonnerie. Antes de salir nos llevamos la tarjeta del sitio para no perder la referencia y luego descubrimos en internet que se trata de una tienda famosa porque en ella incrementaron su guardarropa las estrellas de la película María Antonieta, cuando estaban filmando aquí el año pasado.

Confieso que me compré un vestidito negro y una camisa blanca que tal vez pertenecieron a una irredenta hippie que en los años sesenta tenía ya la edad que yo tengo ahora. La camisa ya me la estrené, pero estoy esperando un clima más apropiado para usar mi nuevo vestido viejo. Espero tener la suerte de no encontrarme una señora cuarenta años mayor que yo usando el mismo trapo con más dignidad y menos aspaviento.

En cuanto a Patricia, es posible que se vuelva la pionera de la moda vintage en Caracas. Aunque tengo la sospecha de que el mercado venezolano no está listo para aceptar que los trapos de las señoras que nos precedieron, comprados a precio de gallina flaca, sean un buen sustituto de la moda recién llegada de New York, con olor a nuevo y precios dignos del mejor comprador compulsivo.

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