martes, 13 de enero de 2009

Flash Back

Amiga,

Creo que el mejor modo de mostrar hasta qué punto ha sido difícil esto que he llamado aquí la reunificación de la familia es reproducir un texto que escribí en el 2007 y que llamé Diario del Estancamiento. Estaba sin pasaporte y no había manera de sacarlo. Entonces comencé a escribir una especie de diario para tratar de documentar el drama por el que estaba pasando. No me duró mucho el impulso porque llegué a sentirme en un extremo tal de desesperanza que me impedía pensar y por supuesto también escribir. Pero en los textos que logré terminar, contando algunos de los detalles de mi secuestro -porque lo viví como un secuestro- creo que puede vislumbrarse no sólo una tragedia personal sino el modo como la vida de ciudadanos comunes y corrientes puede verse frustrada por la burocracia y la ineficiencia de un gobierno que le niega a sus ciudadanos el derecho más elemental: el derecho a elegir dónde y cómo vivir.

Comienzo entonces por el primer texto que escribí y lo voy a ir subiendo por partes, tal como fue escrito:

Caracas, domingo 7 de Octubre de 2007


Hace una semana una astróloga me predijo que no podría salir de mi país hasta diciembre, cuando Saturno se apiadaría de mí e intercediera ante todas las fuerzas del universo para dejarme, por fin, empezar una nueva vida. La misma astróloga me dijo que aprovechara estos dos meses de espera para hacer algo creativo, para vincularme con mi entorno y mi gente, y para hacer un plan concreto de lo que quiero hacer cuando me vaya. Tal vez esto último sea lo más complicado, así que voy a ponerlo en un segundo plano. Si es cierto que tengo que estar aquí atrapada por dos meses, me dije esta mañana, lo mejor que puedo hacer –y que involucra mis ‘talentos’, que fue la palabra usada por la astróloga- es escribir un diario de mis desventuras como pre-exiliada. En cierto sentido, este diario también podría llamarse ‘Diario del pre-exilio’.

Mañana se van a cumplir dos meses de la fecha en que originalmente debía salir de Caracas para irme a vivir con Lyo, en la casa que compramos en abril de este año en un pueblito llamado East Calder, muy cerca de Edimburgo, Escocia. El ocho de agosto debíamos irnos juntos a empezar una nueva vida... pero llegó ese día y yo no tenía pasaporte para salir del país. Mi pasaporte se había vencido el 31 de julio y el nuevo pasaporte, que estaba tratando de sacar desde diciembre de 2005, nada que aparecía. En estos dos meses he estado intentando hacerle entender a las autoridades de inmigración venezolanas que borren una fatídica cita que hice en diciembre del 2005 y a la que no asistí, sin saber que ese pecado de omisión iba a significar un aplazamiento indefinido de mi existencia.

En un primer momento pensé utilizar este diario para acumular observaciones que sólo hace alguien que está a punto de irse al exilio y que mira todo lo que le rodea desde una distancia ya nostálgica. Pensé que no era necesario hacer aquí un recuento de lo que ha sido mi calvario en las oficinas gubernamentales que se supone que tienen como misión otorgarle a la gente documentos de identidad. Pero luego comprendí que parte de esta historia tiene que ver con esas visitas desgastantes, en muchos sentidos inútiles, tensas y al mismo tiempo distendidas (todo pasa como si no estuviera pasando o como si en realidad a nadie le importara) que he estado haciendo con una periodicidad cercana a una vez por semana a la oficina de la Onidex (Oficina Nacional de Identificación y Extranjería) que está en el centro de Caracas, detrás del Teatro Municipal.

Como ahora puedo darme el lujo -¿se puede llamar lujo tener que salir del propio país?- de mirar todo con los ojos del que está a punto de irse, aunque ese punto se estire como una raya, puedo contar mi peripecia como si se tratara de una historia que le sucede a otro. También como si fuera el último sufrimiento que este país ingrato me hace pasar. Como un exorcismo, como una última queja. Una larga queja inútil ante nadie ni nada, ante el destino, ante la astróloga que me predijo que estaba condenada a quedarme aquí dos meses más porque Saturno estaba distraído. Ese lujo de la distancia y de la queja gratuita hace que mi drama parezca menos cruel: material para la escritura. Así que puedo ejercitarme en esa nueva mirada y poner en papel los nuevos sentidos que he estado desarrollando desde que estoy con un pie en el exilio.

Describir, por ejemplo, la oficina de la Onidex en la que he transitado todos los estadios del ruego, de la indignación, de la humillación, de la complicidad, de la camaradería, de la solidaridad, de la indiferencia, de la resignación. Para empezar es necesario hacer una cola en la entrada para pedir un número que le dé a uno el derecho a ingresar en el edificio. Esta cola se hacía en la más absoluta intemperie hace dos meses. Ahora se han apiadado de los mártires indocumentados de la patria y han colocado unos tres metros de toldo rojo para cobijar a los primeros quince o veinte ciudadanos que pacientemente esperan su turno. A las nueve de la mañana, usualmente la cola ya ha cruzado la esquina, así que el toldo le queda muy lejos a los que llegaron después de las ocho y media. Si hace sol se tuestan, si llueve se empapan o se cubren con precarios paraguas o cartones, periódicos, lo que consigan a mano.

En el amplio pasillo que separa la puerta de entrada del edificio de la Onidex de la fachada oeste del Teatro Municipal no permiten que se instalen buhoneros ni ningún tipo de vendedor ambulante, al menos así lo proclaman los letreros que le recuerdan a los transeúntes que el Teatro Municipal es un patrimonio de la nación y que no debe ser mancillado por la economía informal. Pero a la vuelta de la esquina, a donde llega la cola pasadas las nueve, todo tipo de tarantines se acumulan en la fachada norte del edificio de la Onidex (antes DIEX, Dirección de Identificación y Extranjería). Esa es la calle que comunica con las llamadas Torres del Silencio, específicamente con la Torre Sur, donde hasta principios del siglo XX se encontraba el famoso Hotel Majestic, que sólo he visto en fotos. En el cruce con la Avenida Baralt no hay letrero que mencione el nombre ni de la calle ni de la esquina. Pero hay un desvencijado anuncio publicitario que indica que esta fue alguna vez la esquina de San Pablo.

En esa acera techada, que ocupa una cuadra desde la Baralt hasta el Teatro Municipal, que parece un pasillo más de El Silencio, pero sin la elegancia de los portales criollos de Villanueva, se puede conseguir desde hilo y aguja hasta pastelitos andinos, pasando por la prensa, tarjetas de teléfono, timbres fiscales, papel sellado, agua, refrescos, ganchitos de pelo, billetes de lotería, café, té, bolígrafos, sobres, llamadas por teléfono a cualquier celular. Todos estos productos están repartidos entre los puestos ‘fijos’ y los vendedores literalmente ambulantes, es decir, que caminan de arriba a abajo el pasillo pregonando lo que venden. Me imagino que debe haber un constante intercambio entre quienes tienen puestos fijos y quienes pregonan su mercancía en un incesante ir y venir, porque los productos parecen sospechosamente similares.

Si tienes suerte y la cola avanza hasta el punto de salir del pasillo y doblar la esquina, puedes ver el final de la cola y calcular que te falta tal vez media hora para llegar al toldo rojo, donde ya no te va a importar cuánto falte para entrar, porque estarás a salvo de los elementos. Ese es, por supuesto, el tramo más difícil. En compensación, es el tramo en el que puedes escuchar con más claridad los comentarios, historias, quejas, chismes y chistes de tus compañeros de infortunio, porque ya se escucha menos el permanente pregón de los vendedores ambulantes.

He estado tentada a llevar uno de esos grabadorcitos mínimos que graban en mp3 para registrar todas las cosas que se oyen y que la memoria no alcanza a retener, porque estás tan concentrado en tu drama personal que retener con exactitud los dramas ajenos agregaría una tragedia más a lo que ya vives como vía crucis. Sin embargo, algunas historias se quedan en la memoria, como sin querer. Una de ellas es la historia que cuenta en la pata de mi oreja una muchacha delgada y morena a un muchacho bajito de chaqueta roja. La historia tiene que ver con una prima que está terminando de estudiar bachillerato y que no quiere servir para nada, como se dice de la gente que ni trabaja, ni estudia, ni tiene intención de hacerlo en el futuro cercano.

La joven que cuenta dice que si la prima se pone las pilas y hace un curso ‘bancario’ –así lo llama y yo trato de imaginarme por un rato largo a qué se refiere- ella le consigue un trabajo en el banco, donde evidentemente trabaja y donde también trabaja un tal William que le prometió que la iba a ayudar, pero que su prima no podía entrar si no había hecho un curso bancario así que ni modo, sin el curso ella no la podía ayudar. Pero es que Jaquelin no quiere sevir para nada y por eso es que no va a salir de abajo, porque por más que se lo ha dicho –y repite otra vez toda la historia un par de veces- ella no se decide a hacer el tal curso que le facilitaría buscar trabajo en el banco. Inmediatamente cuenta con nombre y apellido los casos de gente que hizo cursos y que entró a trabajar en el banco porque están buscando gente, porque necesitan gente y si haces un curso te ponen a trabajar aunque sea medio tiempo.

Historias como ésta son las más comunes. Historia de gente que busca trabajo, que necesita un trabajo mejor al que tiene o que acaba de conseguir un trabajo y está resolviendo el papeleo que le va a permitir mantenerse en el trabajo que acaba de conseguir. El otro tipo de historia más común son los cuentos de las veces que la gente ha ido a la Onidex a resolver el trámite que nunca parece resolverse con una sola visita. El tópico más reiterado, aparte de contar el drama en sí que lleva a cada quien a soportar este calvario dos, tres, cuatro y quién sabe cuántas veces, es el cuento de la cola misma. La semana pasada la cola llegaba hasta allá, o hasta más acá. Hace dos semanas llovió y nos tuvimos que empapar por una hora. El mes pasado no había ni toldos ni café y aparte de morirnos de hambre nos retostamos de calor. Hace un mes y medio uno podía llegar a las nueve y pasaba de una vez porque no había casi nadie.

Y yo, que ando sola y que pocas veces me instalo a conversar con la gente de la cola, recuerdo para mis adentros haber vivido todas y cada una de las experiencias que cuentan los que están en la cola, porque yo también estuve aquí hace dos meses, hace un mes y medio, hace un mes, hace unas semanas y la semana pasada y dos días atrás. Y mañana, lunes 8 de octubre, fecha para la que tenía reservación para irme a Edimburgo, vía París, por Air France, también voy a estar en la misma cola.

Así que dejo para mañana el recuento pormenorizado de los males que le esperan al ciudadano que tiene la fortuna de ingresar al edificio donde se distribuyen hacendosamente los serviciales funcionarios que tienen la misión de otorgarle a los ciudadanos de la República Bolivariana de Venezuela sus documentos de identidad.

(Esta historia no sólo continuará, sino que parece no tener fin...)

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