viernes, 30 de enero de 2009

Flash Back_11


Altagracia, 5 de noviembre de 2007:


Como si la espera fuese poco suplicio, se me inflamó un nervio de la pierna derecha y he estado adolorida por varios días, casi sin poder caminar. Por suerte, hay una vecina de mi mamá que pone inyecciones y que aceptó inyectarme las seis dosis de vitamina B que son el único remedio que funciona cuando mis nervios deciden inflamarse. La Señora Peña es enfermera jubilada y mi mamá me advierte que no debo hablar delante de ella de política, porque es una convencida partidaria de la revolución de Chávez.

Hay días en que un argumento generacional, tal vez ancestral, se puede condensar delante de uno en una persona, en su historia contada rápidamente en media hora. Hoy fue uno de esos días. La señora Peña resumió delante de mí todos los argumentos que las mujeres de la generación anterior a la mía han ido acumulando “en contra de los hombres”. Su rabia, su furia admitida con reiterados golpes de pecho, puntuaba cada una de las anécdotas: desde la poceta manchada de orine que hay que limpiar todos-los-santos-días, hasta el incesante trabajo de la casa, pasando por todos los sinsabores del sexo no deseado y aceptado sólo como un oficio más.

La maternidad misma vista como una esclavitud. La falta de preparación profesional que impidió llevar una vida más independiente, porque el precario oficio de enfermera no daba para levantar dos hijos. La incapacidad de decidir por sí misma un mejor destino, porque sin haber cumplido los 25 años ya tenía dos hijos a cuestas. Las miles de veces en que pensó terminar con el yugo de un matrimonio que nunca pareció haber funcionado. Y al mismo tiempo, todos los miedos. El miedo a la soledad, a la vejez, al abandono de sí que la vejez trae consigo, a la muerte.

La memoria de las injusticias presenciadas en la infancia: el padre que de tanto golpear a la madre le había sacado ya todos los dientes. La rebelión adolescente ante la repetición de la injusticia, porque la madre pretendía que la hermana cocinara para el hermano, porque la mujer debe servirle al varón... Era como si a través de ella hablara la mitad de la raza humana. Una mezcla de resignación y furia, de solidaridad y humillación, de autocastigo y burla de la condición propia.

En la media hora que la señora Peña estuvo hablando yo escuché el reclamo de tantas mujeres que han pasado por lo mismo, incluyendo a mi propia madre. Pero lo que más me sorprendió, porque su discurso no me resultaba nada ajeno, fue su angustia por el estado de furia en el que vivía. Su furia ciega y sorda me pareció lo más cercano. No sólo porque la he visto en mujeres de todas las edades, sino porque parece parte de la condición femenina: esa sensación de impotencia ante un estado de sumisión del que no parece posible escapar.

La furia de vivir siempre en función de otros seres –el esposo, los hijos, los nietos- y no poder ser una persona completa, independiente. Todo esto contado a raíz de la noticia de que su hija le va a dar otro nieto, después de veinte años de haberle dado el primero, porque el joven con el que vive ahora “no sabe de hijos”. Esta expresión me pareció tan reveladora y al mismo tiempo tan terrible. Una mujer dispuesta a parir de nuevo y a criar otro hijo, veinte años después de haber pasado por el mismo trance, sólo para complacer a un nuevo compañero que no ha vivido la experiencia de producir sus propias criaturas.

Ahí se condensa, según la señora Peña, la condición del ser femenino: aceptar por las buenas el auto-sacrificio con tal de complacer al ser con quien se comparte la vida. Pero ¿quién puede asegurar que este sacrificio es por las buenas? Se trata de un sacrificio que parece impuesto por un terco y sordo destino, de ahí la furia, la rebelión sorda contra lo que se DEBE hacer sin desearlo.

La señora Peña tiene muy presentes sus recuerdos de cuando trabajaba en un hospital. Sus historias de viejitos abandonados y en el extremo de la indiferencia son estremecedoras. Las cuenta con lujo de detalles y a ella misma se le eriza la piel, porque en cierto sentido esos seres solitarios y abandonados son como el otro lado del sacrificio que implica vivir en pareja. Si vives con alguien debes sacrificarte, si te quedas sola terminas abandonándote, esa parece ser la moraleja de las historias de la señora Peña.

Uno imagina que es imposible que un ser humano llegue al extremo de no bañarse, de no cepillarse los dientes, de no peinarse... durante meses! Pero al mismo tiempo, en la situación desesperada en la que me encuentro, me resulta inevitable tener la sospecha de que, dado el caso, incluso yo misma podría dejarme caer en el abandono absoluto. Tal vez en otro momento este pensamiento ni me hubiera cruzado por la mente, pero en el limbo emocional en el que me encuentro hasta ese extremo de desolación me resulta factible.

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