lunes, 19 de enero de 2009

Flash Back_4


Caracas, Jueves 11 de octubre de 2007


La jornada de hoy ha sido concebida más bien como un saludo a la bandera. He venido cuatro veces a cancelar una cita de diciembre del 2005. La última vez fue hace tres días. Pero como no sé qué más hacer y la desesperación está a la vuelta de la esquina, decido que tal vez la mejor estrategia es la insistencia: “tánto va el cántaro a la fuente... etc”. Así que me levanto temprano otra vez, vuelvo a agarrar mi carrito, luego el Metro, decido ir directo a Capitolio y caminar tres cuadras por la Avenida Baralt hasta la Onidex, en lugar de cambiarme en Plaza Venezuela a la estación Zona Rental y sufrir el desesperante tráfico de gente que se acumula en los pasillos de las dos estaciones peor diseñadas en la historia del transporte subterráneo. Me bajo en Capitolio y antes de las ocho estoy en la puerta de la Onidex. Los buhoneros no han armado sus tarantines todavía, la calle huele a agua sucia y a aceite quemado, a humo de autobuses y a algo piche que debe estar acumulado en bolsas de basura. Y sin embargo todo parece extrañamente limpio, hay como una transparencia en el aire y eso me anima a pensar que tal vez hoy es el día en que mis súplicas serán escuchadas. Tal vez hoy lo que pueda salir bien saldrá bien.

No hay cola. Al entrar a pedir mi número lo primero que noto es que los jóvenes que entregan los papelitos y que están frente a las flamantes laptops –de las que uno esperaría mayor eficiencia, sin duda– han sido uniformados con un sobrio flux negro, camisa blanca, corbata negra. No los veo, pero casi imagino zapatos de patente. Muy impresionante. Sobre todo si se compara con los jeans raídos y las sempiternas franelas rojas, con el letrero infaltable de: “Ahora Venezuela es de Todos”, que usaban hasta ayer nomás. El joven que me atiende ya me ha atendido antes. Por supuesto no se acuerda de mí, pero yo sí lo reconozco. Fue el que una vez me subió al piso cinco, a la oficina del tal Carlos, y me prometió que esta vez sí me hacían la diligencia de borrarme del sistema... no caigo en la tentación de comentárselo. Sin embargo, cuando ve mi planilla pone cara de asombro y me pregunta, como si se lo preguntara a sí mismo, “¿cómo es posible que no te hayan borrado esa cita?”. Saca de la máquina un papelito y me dice, de lo más diligente, “venga conmigo”. Yo me lleno de esperanza, otra vez, por aquello de que la esperanza es lo último en morir y lo que pueda salir bien tal vez salga bien... y lo sigo de lo más animada.

El joven va con mi planilla a la taquilla trece, y habla con el mismo ser que me ha atendido ya tres veces. No los oigo hablar porque me han dicho que espere del lado de afuera del cordón rojo que custodia un diligente joven, antes trajeado de rojo y ahora también elegantemente vestido de negro de pies a cabeza. Hace calor. Todos esos trajes negros me dan más calor, sólo de verlos. Trato de entender los gestos de los dos jóvenes que se pasan de mano en mano mi planilla. Finalmente no aguanto el suspenso y me acerco a la taquilla sin que nadie me dé permiso. Detrás de la ventanilla, el joven ha decicido que hoy es el día de las respuestas fulminantes: “EL SISTEMA ESTÁ CAÍDO”. Dice esto con una seguridad resignada al tiempo que lanza mi papel en la misma pila que más tarde recogerá sin duda la señora de la limpieza. En una era en que las computadoras parecen gobernarlo todo, esta frase parece no ofrecer apelación posible. A pesar del cambio de atuendo, o tal vez por eso mismo, los funcionarios siguen pensando que el idiota que tienen enfrente no puede armar ningún argumento contra esa frase. Lo intento, sin embargo. Solicito pronósticos: ¿cuándo? ¿cómo? ¿qué debo esperar? La respuesta se cierra en un no sé, un no se sabe, contra el que simplemente no tengo ánimo de luchar. Me quedo muda frente a la taquilla.

En todas mis visitas anteriores había tomado la precaución de fotocopiar la planilla firmada por el funcionario de turno, con la fecha de mi visita. De manera ilusa me consolaba pensando que de ese modo acumulaba pruebas irrefutables de la ineficiencia gubernamental. Pero ¿qué se puede hacer ante el exceso de la ineficiencia, ante el colmo de la ineptitud? Una oficina montada toda sobre un sistema computarizado ¿qué hace cuando se cae el sistema? ¿no debería, en honor a la decencia, cerrar las puertas? Digo, es un asunto de ahorro del tiempo de la nación y sus aspirantes a ciudadanos, ¿no? Estaba ante la prueba más clara de la incapacidad, ¿para qué seguir acumulando más pruebas? Todo esto pasó por mi mente en el medio minuto que estuve parada frente a la taquilla, muda de asombro y de furia. Si hubiera tenido algún tipo de poder sobrenatural, de esos que salen en las películas, habría partido con un rayo mortífero a la encarnación de la ineptitud que tenía frente a mí. A falta de eso lo miré con toda la rabia que podía concentrar en un segundo y, en un gesto que quiero considerar digno, di media vuelta y me fui.

Al salir a la calle, con un nudo en el estómago y ganas de romper algo, tuve un único consuelo: pensaba en el modo como contaría, en este diario del pre-exilio, la fulminante escena que acababa de presenciar. A veces la escritura nos salva. No del mundo y sus tragedias pequeñas o grandes, sino de volvernos locos, de caer en la más absoluta desesperación. Es un lugar común comparar nuestros dramas burocráticos, nuestros encontronazos violentos con un Estado o unas instituciones que no funcionan, con los casi inverosímiles relatos de Kafka. Sólo el que realmente haya entrado y salido sin respuestas de oficinas como la Onidex, por haber caído en un agujero negro del sistema, puede realmente percibir la justeza de ese lugar común. No puedo releer al maestro del realismo burocrático, porque todos mis libros están en unos baúles que no han podido salir de este país porque mi pasaporte está vencido. Pero recuerdo sus atmósferas asfixiantes y me pregunto si será verdad que Kafka se reía a carcajadas de sus propias historias cuando las leía en voz alta a sus amigos. Tal vez, algún día, yo también pueda reírme al releer estas páginas. Pero hoy siento que esta ex-patria, de la que estoy saliendo a través de una dura prueba, es la que se ríe a carcajadas de mí.

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