miércoles, 21 de enero de 2009

Flash Back_5

Caracas, Lunes 15 de octubre de 2007

No todo es tan malo, no todo es tan malo... Tengo todo el día repitiéndome esta especie de mantra para contrarrestar mi pesimismo habitual. Y es que hoy, como por milagro, viví de verdad la experiencia vicaria de recibir un pasaporte... aunque no fuese el mío. Finalmente, el pasaporte de mi hermana salió. Previa consulta con la página web y con la gestora innombrable que ayudó a mi hermana con todo el trámite, me enfilo de nuevo a la Onidex de La Trinidad, armada de la página completa en la que aparecen los detalles del trámite y una autorización con firma y huella dactilar que mi hermana me dejó para que pudiera retirar su pasaporte. No sabemos si es posible en realidad retirar el pasaporte con esa simple autorización, que no está registrada ni notariada (aunque fue lo que nos recomendó la gestora, nos pareció un exceso). Pero ahí voy, dispuesta a creer que es posible retirar el pasaporte de otra persona a punta de buena fe y de una simple autorización no registrada legalmente.

Hago el mismo recorrido de antes, tal vez con más calor y más tráfico, o así me lo parece. Al llegar a La Trinidad encuentro una cola de gente algo más corta que la última vez. Decido que no voy a pasar hambre y antes de sumarme a la cola me voy a la panadería a comer algo, no vale la pena agregar un estómago vacío a los demás sufrimientos de la espera. Cuando termino de comer regreso y me siento lo más cómodamente que puedo en el mismo pretil de la última vez. Abro mi libro y me dispongo a tener paciencia. La gente llega y, como siempre, mide la cola para decidir si se queda o se va. Esta vez, todos parecen tener un ánimo más bien optimista, porque se van sumando a la cola sin muchos aspavientos y en un rato la fila ya parece el doble de larga de cuando llegué.

Hoy no quiero escuchar los cuentos de la gente, no quiero que me echen a perder el pequeño optimismo con el que me levanté en la mañana. Así que me hundo en mi libro y pongo cara de pocos amigos. Aún así es casi imposible dejar de escuchar las historias que la gente cuenta alrededor. Esta vez, a los cuentos típicos de pasaportes difíciles de conseguir se unen las historias de desabastecimiento, los productos que no se consiguen, las largas colas que hay que hacer para comprar leche, la escasez de carne, pollo, azúcar, huevos, aceite... ¡y hasta papel sanitario! y el comentario típico que cierra toda conversación sobre los productos que no se consiguen: cuando se consigue algo ¡está caríiisimo!

No he logrado avanzar cinco páginas en mi libro y ya todo el mundo se moviliza hacia adelante. Parece que el hombre que recoge los papelitos viene en camino. Todos nos ponemos de pie, sacamos nuestro papelito y esperamos ordenadamente. Me sorprendo de ver cómo la gente está ya tan entrenada –¿condicionada? ¿resignada?- que ya cada quien sabe qué hacer en cada momento y cuál es el paso que sigue. Los que no lo saben siguen la coreografía casi unánime de los que sí parecen saber y al final todos terminamos obedeciendo como una fila de corderitos que van al matadero, si se me perdona la trillada metáfora. Ahí va pues, de nuevo, el papelito. Otra vez siento en el estómago el susto de haber entregado la única prueba que certifica que se hizo un trámite para obtener un documento de identidad, aunque no sea el mío. Ahora viene la segunda parte de la espera.

Esta vez hay menos niños. Me da la impresión de que hay gente más joven y, definitivamente, cuando entramos al centro comercial y nos apilamos todos en la planta baja, me doy cuenta de que hay mucha más gente que la otra vez que vine, cuando me despacharon por muerte súbita al primer pitazo. Sale el funcionario después de un rato con el lote de los papelitos perdedores. No son muchos, tal vez unos diez o quince, pierdo la cuenta cuando veo que no estoy entre los expulsados del paraíso esta vez.

Ahora empieza la angustia de si me dejarán retirar el pasaporte con la escueta autorización que tengo. Después de un rato, sale el funcionario con un primer lote de pasaportes. Llama a voz en cuello a cada uno de los afortunados, les entrega el flamante pasaporte y les indica que se dirijan a la oficina a firmar. Escucho con el alma en vilo, preguntándome qué voy a decir cuando el funcionario malencarado me pregunte por la autorización, porque es evidente que yo no soy la dueña del pasaporte que me van a entregar. No estoy en la primera tanda, así que respiro profundo y espero a la segunda.

La gente revolotea por los pasillos, la cola más o menos ordenada que habíamos hecho hasta entonces se deshace. Todos sabemos ya que el orden en el que van a llamarnos no tiene nada que ver con el orden en el que llegamos ni con el tiempo que hemos estado esperando aquí. Parecemos un rebaño asustado en un corral, girando en círculos entre los dos pasillos del pequeño centro comercial.

¿Qué esperamos? ¿por qué tenemos que someternos a la voluntad del burócrata? Hay demasiado miedo y demasiada angustia, pero por un momento imagino que las más de cien personas que estamos ahí atemorizadas y ansiosas podríamos asaltar la oficina en la que apenas habrá seis o siene funcionarios, máximo diez, y reclamar lo que nos pertenece. Mi fantasía se termina cuando sale de nuevo el mismo funcionario con otro lote de pasaportes. En vez de un carnicero implacable, todos vemos en el malencarado funcionario a una especie de salvador, ¡qué desgracia!

Vuelve la lista de nombres. El funcionario repite las instrucciones a los que reciben su documento para que hagan de nuevo una cola, esta vez para firmar en el libro donde consta que los pasaportes fueron retirados. Escucho el nombre de mi hermana y salto. Por unos cinco lentos segundos me imagino que debo ser firme al insistir en que deben entregarme el pasaporte porque tengo una autorización y ese es el pasaporte de mi hermana y tenemos los mismos dos apellidos... pero pronto me doy cuenta de que no necesito argumentar nada de eso. El funcionario me mira con su misma cara impasible, mira la foto del pasaporte... ¡y me lo entrega sin hacer ni una mueca!

¡No lo puedo creer! Mi hermana y yo nos parecemos un poco, pero nadie con dos dedos de frente nos confundiría. Para empezar, mi hermana es casi seis años menor que yo –y para ser francos, unos veinte kilos más flaca- y eso definitivamente se nota. Así que siguiendo la ley de Murphy me digo, mientras me acerco a la cola de los que firman, que tal vez esa que está ahí con el libro es la funcionaria, también bastante malencarada, que me va a pedir la autorización. Llego incluso a sacarla del bolso y la tengo en la mano mientras veo el procedimiento que siguen las personas que están delante de mí para firmar el libro. Una de mis angustias es que además de la firma me indiquen que debo colocar el número de cédula y por supuesto, con mi pésima memoria, es imposible que me lo aprenda en el minuto que falta para que me toque firmar.

Cuando llega mi turno y antes de que pueda abrir mi bocota y echar todo a perder, la funcionaria empuja el libro frente a mis narices y me señala con el dedo y con un gruñido dónde debo firmar. En la línea aparece el nombre, la fecha y el número de cédula, así que estoy salvada, sólo tengo que estampar la firma con el nombre de mi hermana. Así que eso hago. A nadie parece importarle constatar que la firma que aparece en el pasaporte es completamente diferente a la que acabo de estampar. ¡Milagro! Parece que acabo de ganarle una a la Onidex y aunque se trata de una victoria parcial y para mí totalmente vicaria, salgo de la oficina feliz.

No todo es tan malo, no todo es tan malo... a veces la ley de Murphy no funciona.

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