jueves, 22 de enero de 2009

Flash Back_6

Caracas, Martes 16 de octubre de 2007

Ayer me llamó la joven encargada de enviar nuestros baúles a Edimburgo. Nuestros cuatro baúles, que pesan casi 400 kilos y que están casi todos llenos de libros, han estado guardados desde agosto en el almacén de la empresa encargada del transporte, porque parecía que no era posible enviarlos con la fotocopia de mi pasaporte ya vencido. Así que estuvimos esperando para enviarlos cuando saliera (¡que esperanza!) mi pasaporte nuevo.

En vista de que cada vez está más lejos siquiera la posibilidad de solicitar la cita para tramitar el pasaporte, la semana pasada llevé mi pasaporte viejo a que lo fotocopiaran y lo enviaran con toda la documentación a ver si los funcionarios de la aduana lo aceptaban como documento válido. Finalmente fue aceptado y los baúles deben ser revisados hoy por la guardia nacional para poder ser embarcados.

La joven que me llama para darme instrucciones de qué hacer y cómo llegar, me advierte algo apenada que la guardia ‘cobra’ cuarenta mil bolívares por cada bulto inspeccionado y que debo llevar el dinero (en mi caso 160 mil bolívares) en efectivo para entregárselo al guardia que va a revisar los baúles en la aduana. No puedo evitar pensar que lo grave ya no es el descaro de la corrupción que todo lo impregna, sino el detalle de los procedimientos. La joven me advierte que debo entregarle el dinero al funcionario de la compañía de transporte que me va a atender en la aduana y que él se encargará de hacérselo llegar al guardia en el momento adecuado.

Con mis instrucciones cuidadosamente anotadas acerca de cómo llegar, sin carro, a la aduana aérea de Maiquetía, agarro el metro antes de la siete de la mañana vía Propatria. Me bajo en Gato Negro y después de preguntar a dos o tres choferes de las distintas líneas que se estacionan en plena Avenida Sucre a recibir pasajeros, doy con la camionetica que va a Catia La Mar. Pago los dos mil bolívares que cuesta el pasaje y me dispongo, libro en mano, a esperar que el vehículo se llene.

Miro el reloj con cierta angustia. Se me advirtió que no debía llegar después de las ocho de la mañana porque perdería la inspección y, según las instrucciones, los guardias son muy estrictos con los horarios. Unos quince minutos después, el autobusete está lleno y emprendemos camino. En veinte minutos estamos ya en el distribuidor que va hacia Catia La Mar. Le recuerdo al chofer que me deje frente a la aduana aérea.

Según la joven que me dio instrucciones ‘todos los choferes de carritos saben dónde es la parada’. El chofer duda. No sabe dónde queda la aduana aérea. Pregunta al muchacho que tiene al lado que parece ser su ayudante y éste murmura que debe ser en el aeropuerto. Finalmente, un pasajero que está sentado a mi lado dice que acabo de pasarme y que me tengo que bajar en la primera pasarela y caminar las tres o cuatro cuadras que ya hemos andado desde la parada que me correspondía.

Me bajo, resignada. Sé desde ayer que este no va a ser un buen día. Camino por el borde de la carretera sin aceras. Los carros pasan a más de cien y algunos tocan la corneta al ver la imagen inusual de una mujer caminando en sentido contrario, a todo lo que le dan las piernas, bajo el sol inclemente, porque le han dicho que no puede llegar más tarde de las ocho y falta un cuarto.

Llego a la parada en la que debí haberme bajado diez minutos antes y bajo por unas escaleras que dan a una enorme pared blanca donde, en efecto, dice que está la aduana aérea. Claro, en este país nada tiene un letrero institucional neutro. En realidad lo que me indica que estoy frente al lugar es una gigantesca valla roja y blanca, con la cara de Chávez en primer plano, que dice que los motores de la revolución están a toda marcha y que el SENIAT cumple con la recaudación tributaria en las aduanas.

No tengo tiempo ni ganas de copiar el texto exacto de la valla, pero cualquiera puede verificar que el contenido es casi el mismo en todos y cada uno de los organismos gubernamentales, también en el Metro, en los mercados, en la universidad bolivariana, en cualquier calle o avenida destartalada de Caracas o del interior del país. Flamantes vallas nos muestran por todas partes que estamos en medio de una revolución que parece existir sólo en esos anuncios ...y en el discurso del presidente y en el canal ocho y en la Asamblea Nacional.

Cuando llego al final de una alta pared blanca me detengo en una especie de garita de vigilancia. Pregunto por la oficina que está anotada en el papelito en el que llevo escritas mis instrucciones. Me dicen que debo bajar por una calle inclinada hasta el final y que ahí voy a ver la oficina. Camino mirando cada tanto mi reloj, aterrada porque sé que ya no hay manera de que llegue a las ocho en punto. Finalmente entro en una oficina en la que no conocen a la persona que se supone que debo contactar, digamos que se llama Carlos Pérez.

Nadie sabe quién es ese señor. Los que están en la oficina se miran unos a otros y se repiten el nombre que acabo de pronunciar, nadie sabe. Con la característica falta de atención –por no decir mala educación- del ochenta por ciento de las recepcionistas de este país, la joven que se encuentra tras el mostrador de la recepción de la oficina en la que me encuentro me da una última mirada hostil sin decir palabra y vuelve a lo que estaba haciendo antes de que mi presencia indeseable la interrumpiera: una importantísima conversación con un mensajero en bermudas y casco de motorizado. Uno de los jóvenes que va saliendo se apiada de mí y me dice que la persona que estoy buscando debe estar en el almacén: ¡finalmente alguien con sentido común! El joven me indica cómo llegar.

Son las ocho y entro en pánico. Mientras camino sudando a mares llamo a Carlos por el celular, por suerte la chica de la compañía de transporte me ha dado su número para que lo contacte si me pierdo. Carlos me da nuevas instrucciones. Trato de seguirlas pero no es fácil cuando no conoces las referencias. Tres llamadas después me encuentro con un sonriente Carlos que me espera delante de un enorme galpón azul y blanco –nada aquí adentro es rojo rojito- y del que salen y entran incansables esos tractorcitos que cargan cosas con dos ganchos que llevan al frente y que deben tener un nombre técnico de lo más decente, que yo desconozco.

Saludo a Carlos y él me ve tan acalorada que de inmediato me ofrece agua. Me explica que hay que esperar, porque otra señora tiene una carga que va a salir junto con la mía y que las dos cargas se van a inspeccionar al mismo tiempo. Mientras me tomo el agua helada, Carlos me cuenta que también tenemos que esperar por una inspectora del SENIAT, una tal Marisela, que debe pasar por allí a inspeccionar la carga. Dice que si ella no inspecciona la carga exactamente al mismo tiempo que los guardias, entonces hay que abrir de nuevo los baúles y hacer toda la inspección de nuevo. Este cuento me lo repite varias veces, cada vez que se acerca a explicarme por qué estamos esperando. La palabra ‘inspección’ se repite tantas veces en su explicación que se me ha quedado pegada.

Me siento en el pretil de la cerca que rodea la aduana y saco mi libro. Ya sé, desde ayer, que éste no va a ser un día fácil. Una hora después llegan los puntualísimos guardias que no inspeccionarían mi carga si yo no llegaba a las ocho en punto. Carlos le señala al guardia mayor que yo soy una de las dos personas que tiene inspección pautada para ese día. Le explica que la otra señora no ha llegado y que la inspectora del SENIAT está por llegar. El guardia dice que va a hacer no sé qué no sé dónde y sigue de largo. Lleva en la mano una especie de peinilla, que parece más bien un largo punzón, de esos que se usan para partir el hielo.

Después me enteraría que con ese instrumento inspeccionan las cargas en busca de drogas. Nada de perros entrenados, nada de máquinas de escaneo sofisticadas, nuestros guardias arremeten contra las cargas sospechosas con un largo punzón revelador de sus limitaciones tanto como de sus intenciones, como veremos.

(Continuará)

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