lunes, 16 de febrero de 2009

A la espera

Amiga,

Son casi las nueve de la noche en Venezuela -más de la una de la mañana aquí- y todavía el CNE no ha dado los primeros resultados del referendum.

Mientras espero, leo la prensa de la tierruca y me encuentro con un texto de Alberto Barrera, en El Nacional (Siete días, p 7), que creo que es importante que reproduzca aquí. Es un comentario sobre el estado al que ha llegado la sociedad venezolana que sirve para pensar en lo que está por venir, gane quien gane hoy.

El texto se titula, tristemente, "La Matanza". Dice Alberto Barrera:


Digamos que se llama Aylin y que tiene 7 años de edad.

Apenas 7 años.

Digamos que vive en Caracas y que sólo puede asomarse a la vida con temor. Su madre dice: ¡Cuidado! Cada vez que se viste, que va a salir a la calle, que abre una puerta, su madre dice lo mismo: ¡Cuidado! El peligro está cerca. Demasiado cerca.

Desde hace meses, ronda el barrio. Desde que empezó el año, ya hay cinco niñas violadas. Una está en el hospital. Otra, no tuvo tanta suerte: ya murió. Digamos que amanece y que Aylin sólo puede tener miedo.

Una versión afirma que una mujer dio el alerta. Ahí está, dicen que dijo. El sádico, dicen que gritó. Estaba tratando de acosar a una niña que iba camino a la escuela. Lo persiguieron. Lograron detenerlo en la avenida Intercomunal y, entre varios vecinos, lo llevaron de nuevo hasta el barrio, hasta lo más profundo del barrio, hasta su nombre: La Matanza. En el camino, cada vez se sumaba más gente. Cada quien quería lo suyo. El crimen y la justicia se hicieron tan semejantes. La sangre fue una fiesta.

En las primeras páginas de Vigilar y castigar, el filósofo francés Michel Foucault rescata la descripción de una "retractación pública", ordenada por la justicia francesa en 1757. El condenado, según reza en los textos legales de ese tiempo, tenía que ser castigado, mutilado y, después, su cuerpo debía ser "estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento". Lo que pasó en el barrio La Matanza está más cerca de estas comillas que del siglo XXI.
Lo rodearon. Lo golpearon. Por turnos, con el orden que puede tener cualquier estallido. Le dieron con todo, con cualquier cosa. Puños, tablas, piedras, bates, metales diversos. También hubo tiros. Unos dicen que antes. Otros dicen que durante.

Otros, después. Ya poco importa. También le dispararon. Luego, amarra ron el cuerpo a una motocicleta. Lo pasearon por el barrio. Lo llevaron arrastrado de regreso a la avenida. Ahí le prendieron fuego. Hubo niños que, con sus celulares, filmaron la fogata. Aseguran que, cada vez que llegaba un canal de televisión a grabar las imágenes para su noticiero, volvían a encender el cadáver. Que nadie se quede sin primicia. El fuego siempre es inédito.

Quizás algunos piensen que los linchamientos no son una novedad en nuestro país. Es cierto. Pero tampoco pueden ser una costumbre. Creo que este caso, además, tiene un sello particular, emblematiza de la peor manera la sociedad que vamos siendo. Unos días después de lo ocurrido, los vecinos declararon que todavía faltaban otros violadores, que todavía seguían pendientes de otros presuntos delincuentes. Ya estaban preparados. Incluso habían distribuido fotografías por todo el barrio. Por fin había encontrado un procedimiento, una forma de hacer justicia. No hay nada lírico en estas calles. No se trata de un arrebato ante la impotencia, de un rapto de lo más fuenteovejuna ante la ineficacia oficial. No. La indignación también se organiza. Tiene métodos. Tiene su propia ley, al margen de la ley.

La tragedia mayor, probablemente, respira en la certeza colectiva de que el linchamiento de La Matanza fue una experiencia de éxito, un modelo ejemplificador. La tragedia de una sociedad que puede pensar que esa es, quizás, la única manera eficaz de enfrentar la inseguridad, la anarquía, y la impunidad. Sólo así se puede vivir: matando.

Al igual que la corrupción, la violencia puede instalarse en las sociedades como un procedimiento habitual, como una fórmula de eficiencia. La ceremonia que todos practicamos y que ninguno puede evitar. Al parecer, nuestra realidad no se resuelve sólo con un slogan de esperanza. No hay tanto amor sobre estas calles.

Detrás, o al lado, de toda la algarabía triunfalista, también hay otro país que soluciona sus problemas de otra manera. Que no tiene más instituciones que su propio desespero, su rabia o su impotencia. "Estamos haciendo nuestro trabajo dijeron los vecinos del barrio La Matanza, cuando impidieron que la policía interviniera en el linchamiento. Váyanse de aquí".

Cualquier discurso que intente hablar sobre el país, sobre la violencia social o política, sobre el grupo La Piedrita o sobre el ataque a la sinagoga... está obligado también a hundirse en el incendio del barrio La Matanza. Ahí todavía hay una niña, al borde del fuego, mirando. Digamos que se llama Aylin y que tiene 7 años. Observa todo. Con miedo. Mucho miedo. Ya no sabe qué esperar de quienes la rodean. Ya no sabe qué esperar de cualquiera de nosotros.


Aquí termina el texto de Barrera.

Estuve un rato buscando en la prensa una imagen para ilustrarlo. Pero las fotos de ese ser humano chamuscado y tirado en el medio de la calle me parecieron tan desoladoras, tan terribles y al mismo tiempo tan emblemáticas que no he podido reunir el ánimo necesario para incluirlas aquí. Así que he preferido que esta nota salga sin imágenes.

Me despido a la espera de noticias mejores.

Cariños,
r

No hay comentarios: