jueves, 26 de febrero de 2009

Paseo por Mastretta


Amiga,

Me he pasado toda la mañana y parte del mediodía leyendo el blog de Ángeles Mastretta. Me encanta como escribe. Qué lástima no tener su amor incondicional por la vida, por los detalles cotidianos; su ojo para mirar lo que es simple y al mismo tiempo da sentido a la existencia. Hoy amanecí con dolor en un pie y no puedo ir al parque a caminar mis tristezas, así que el blog de Mastretta me ha servido como un paseo por un parque más grande y más tibio.

También me ha servido para volver a pensar que cuando nos alejamos del lugar al que pertenecemos perdemos algo que es esencial y que tal vez sea imposible recuperar: el deseo de estar relacionado con lo que nos rodea; el ánimo de participar, de transformar el mundo; la emoción por todo y por todos. Cuando el clima no acompaña tus estados de ánimo, cuando el idioma que se habla en la calle es incomprensible, cuando ante el ruido de una ambulancia que se detiene en tu calle no te preguntas quién se habrá enfermado... cuando sabes que no perteneces, un pedazo importante de lo que realmente cuenta se te ha ido.

Pero hoy no me quiero quejar. Hoy quiero contagiarme de la alegría de Ángeles Mastretta citando una de sus deliciosas historias. Para contagiarme de su optimismo y para mostrar mi agradecimiento:

***

Abrir ventanas
Escrito por: Ángeles Mastretta el 18 Feb 2009.-

Tuvo mi madre, desde la infancia, una amiga cuya alegría siguió nuestras vidas desde lejos. Se fue de monja siendo tan joven que nosotros no la vimos jamás mientras fuimos chicos, pero a mi mamá le gustaba contar las cosas que ella decía.

Como buena monja, Aura Zafra no se puso nunca una gota de pintura, sin embargo todas las mañanas se enchinaba las pestañas con una cuchara. Lo mismo que hemos hecho siempre todas las mujeres de mi familia. Aura decía que ella no la hacía por vanidosa, sino por caridad. Para no molestar a los demás con el espectáculo de sus pestañas lacias entristeciéndole los ojos a ella, que todo quería ser menos una mujer melancólica.

Conocí a Aura ya que era vieja porque visitaba a mi madre durante las primaveras, con la sonrisa infantil y el espíritu audaz de quienes todos los días le descubren un prodigio a su destino. Hace como quince años, entonces ella tenía más de setenta, tuvo un accidente que la hubiera dejado paralítica si su empeño no la pone a luchar con toda clase de aparatos y terapias hasta conseguir moverse despacio, apoyada en un bastón y en el deseo ingobernable de bastarse a sí misma otra vez. Por esos días llamó a mi madre desde el convento en que vivía y yo, que le contesté, no pude resistirme a escucharla cuando mi madre levantó la bocina del aparato que había en su cuarto. Entonces la oí responder a la pregunta interesada en saber de su salud y su estado de ánimo: “¿Cómo estás, Aura, querida?” con una respuesta absolutamente inesperada: “¿Cómo he de estar? Muy bien. La vida es una fiesta”.

Con semejante axioma como un tesoro, yo dejé de oír la conversación y me senté en el suelo tibio de un patio que mi madre metió a su casa como quien mete un pedazo de convento sevillano. Estuve ahí un rato, sintiendo a los niños jugar con el perro, mirándome los pies y contándome las venitas lilas que a las mujeres de mi familia les proliferan en las piernas después de cierta edad.

“Así se empieza” me dejé pensar entonces. Un pedazo de sol entraba por el hoyo en el cielo que ilumina el patio y todo, hasta el aire ardiendo de aquel mayo sin lluvias, me resultó sosegado y hospitalario.

Cuando quería elogiarme, mi madre elogiaba la sabiduría con que elijo a mis amigas. Ese día me tocó devolverle el piropo. Al terminar su conversación con Aura Zafra me sorprendió divagando en su patio, y antes de sentir su mirada de ¿qué haces ahí perdiendo el tiempo? le dije:

“Cualquiera pensaría que la respuesta de Aura es la de una corista en mitad de un espectáculo exitoso y no la de una monja recluida y enferma”.

“Así es Aura” contestó mi mamá. “Una maravilla”.

Y sí, acepté yo. Si estando medio coja, vieja y media, pobre, medio encerrada, y nada tonta, esa mujer consideraba que la vida es una fiesta, quería decir lo obvio, que tenía la fiesta dentro y que se buscaba las razones para tenerla, para ni de chiste cederle terreno al tedio y la desesperanza.

“¿Cómo le hace?”, pregunté.

“Dice que abriendo ventanas”, contestó mi madre.

“Y eso ¿qué quiere decir?”

“No sé bien. Cuando se lo pregunté‚ me contestó que lo pensara yo”, dijo la antropóloga en que se convirtió mi madre a los setenta años.

Y digo yo ahora, me lo digo: a pensarlo. Vamos.


Hasta aquí el texto de Mastretta. Ojalá te parezca interesante y te animes a leerla.

Muchos, muchos cariños cargados de nostalgia,
r

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