viernes, 20 de febrero de 2009

Trabajo y biblioteca


Amiga,

Estoy llenando una aplicación para un puesto que se abrió en una universidad en Birmingham. Puede ser una oportunidad interesante, aunque implique otra mudanza y miles de otros traumas que no vienen al caso. Porque lo que quiero contarte es que el acto aparentemente simple de llenar una planilla de trabajo me ha producido un estado de desasosiego –para usar una palabra de Pessoa que a las dos nos gusta- del que no he podido salir en una semana.

La razón es más bien irrelevante y la verdad es que a cualquier otro ser le resultará un asunto de lo más natural. Tengo que poner en un papel toda mi existencia, incluyendo mi estatus étnico, y tratar de venderme como si fuera una mercancía deseable en el restringido mercado de la academia.

No es fácil venderse como una mercancía deseable. Sobre todo cuando cada vez crees menos que lo que haces tiene un valor trascendental y cuando pareces haber perdido la noción misma de lo que es relevante en lo que se supone que es tu campo de trabajo. Es como si se me hubieran borrado los parámetros, debido a una especie de amnesia selectiva, y ya no pudiera concebir para qué sirve lo que he estado haciendo en los últimos ¿veinte años?

En los momentos de parálisis, cuando me es imposible seguir llenando la bendita planilla en la que me exigen que plantee con claridad cuál es mi plan de investigación para los próximos cinco años, me dedico a ordenar mi biblioteca. Acabamos de comprar unos travesaños de madera y unos pie-de-amigo (¿cuál es el plural? ¿pies-de-amigo? ¿pie-de-amigos?) para instalar de manera definitiva en mi ‘estudio’ los cuatrocientos kilos de libros que me traje de Caracas. Y se supone que debo ordenarlos de una manera coherente. Digamos que debo al menos colocar unos a lado de otros, los libros que se parecen entre sí. Pero incluso esta tarea simple, que he hecho cada vez que mi menguada biblioteca se muda conmigo, me resulta agobiante.

Algunos libros caen casi naturalmente unos con otros en los estantes. Por ejemplo, todos los textos de literatura –novela, cuento, poesía- están agrupados de manera relativamente clara, ordenados sólo por un vago sentido geográfico. Cuando se me atraviesan las crónicas y otros textos periodísticos y misceláneos –novelas gráficas, por ejemplo- que me cuesta ubicar, me armo de valor y los apilo en los bordes.

Pero otros libros se me quedan en las manos como si no pudiera encontrar para ellos un lugar que no sea discutible. Entonces creo la categoría de ‘lugar provisional’ y ahí voy amontonándolos hasta que lo provisional se vuelve tan generalizado que tengo que volver a empezar la clasificación desde el principio. En eso he estado en los últimos tres días.

El arreglo de mi biblioteca me ha producido algunas sorpresas. Por ejemplo, los textos que me traje de literatura venezolana son muchos más de los que recordaba haber metido en mis baúles. Pensé que en este exilio en el que la tierruca se me desdibuja, debido a una creciente desesperanza y a otras tristezas, no iba a tener ánimo ni interés de continuar trabajando con lo que se escribe por allá. Y creí haber expurgado esos textos hasta el mínimo indispensable. Pero resulta que no, que tengo más literatura venezolana de la que tal vez quiera leer en los próximos diez años.

Mientras arreglo los textos de teoría en el espacio que les he asignado me doy cuenta de que ahí está concentrado todo lo que he aprendido y enseñado. Todo me parece tan remoto, tan antiguo. No sé cómo regresar al espacio en el que estaba mi mente cuando creía que todo eso era relevante. No sé cómo formular una propuesta de investigación. No sé qué quiero aprender o estudiar ...ni por qué.

Cuando te quedas sin raíces también te quedas sin razones.

Tal vez lo que tengo que hacer es volver a mi planilla y tratar de encontrar el hilo perdido. Pero no va a ser hoy, no en esta tarde lluviosa en la que escucho a Alela Diane y miro por la ventana con un té en las manos. Tengo que ir al abasto a comprar leche...

Te mando un abrazo,
r

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