viernes, 27 de febrero de 2009

Visitas impertinentes


Amiga,

Ayer vino a visitarme la vecina de al lado. Odio las visitas inesperadas. Es tal vez una de las cosas que más claramente detesto en la vida. No sé por qué, pero desde que tengo memoria y casa donde vivir y encerrarme a rumiar mis asuntos por mi cuenta, siempre he odiado las visitas. Prefiero estar sola, que nadie me interrumpa el flujo del día. Sólo disfruto de personas extrañas en la casa cuando las he invitado o cuando se han anunciado con bastante distancia y me han dado tiempo de prepararme para dejar todo a un lado y recibirlas.

Lyo es el encargado de manejar cualquier intrusión inesperada y es, sobre todo, el responsable de lidiar con Susan. Pero ayer no estaba y cuando me disponía a ver en la tele ‘Grey’s Anatomy’ –que es una de mis series favoritas- y sentí un tun-tun en la puerta de atrás, supe que mi tranquilidad se había terminado.

Susan, mi vecina, es escocesa por los cuatro costados. Tanto, que su padre y su madre, sus tíos y abuelos, todos nacieron en el pueblo de al lado y sus muertos están enterrados en un viejo cementerio, a quince minutos en bus de aquí. Así que, como es de suponer, mi vecina Susan habla con el acento más endiabladamente escocés que he escuchado en la vida, por lo que le entiendo una cuarta parte de lo que dice.

Cada vez que viene a hacerme una de sus visitas, yo la recibo con furia y de pie, demostrando que no tengo ganas de conversar desde el primero hasta el último minuto. Pero a Susan le importa un comino mi mala educación, expresada en mi manera ostentosa de no ofrecerle ni agua, y me cuenta su historia y la de todos mis vecinos, una y otra vez, cada vez que viene, que es más o menos una vez al mes. Por eso puedo reconstruir más o menos algunos de sus cuentos, porque los he escuchado varias veces.

El primer y más recurrente tema de conversación de mi vecina Susan son sus achaques. Desde hace casi un año tiene una extraña enfermedad que le impide caminar bien. Primero estuvo casi paralizada. Después comenzó a andar con una de esas andaderas que parecen una gran silla sin respaldar. En esas está todavía y el tratamiento que le han puesto no parece haberla mejorado en lo más mínimo. Ella describe sus dolencia como una sensación de que los huesos se le separan de la piel. Me imagino lo que harán los doctores con semejante descripción. Cada vez que va al hospital a que le hagan un nuevo examen, viene a casa a contarnos qué le dijo el médico.

Cuando agota el cuento de sus achaques le toca el turno a la historia de su familia. Su padre era guardabosques y su madre se dedicó a criar diez hijos y a servir de maestra, consejera sentimental y hasta enfermera de todos los que la rodeaban en el pueblito perdido en el que vivían, a unas millas apenas de aquí. Su abuela era partera y una vez salvó a un niño de morir poniéndolo enfrente de la chimenea mientras llegaba el médico y le reparaba con cirugía una malformación con la que nació. Susan dice que ese niño, que hoy es un hombre, todavía vive. Y, como para probarlo, me dice el nombre del lugar donde vive y me explica cómo llegar en el autobus que pasa por enfrente. Explicación que yo entiendo a medias, como todo lo que me dice.

Cuando Susan se cansa de contarme la historia de su abuela y de sus padres, pasa a contarme la de sus hermanos y hermanas, sin que medie ningún interés manifiesto de mi parte. Me cuenta que cinco de sus hermanos han muerto de cáncer y me va enumerando con sus dedos regordetes, uno por uno, el tipo específico de cáncer del que murió cada uno de sus hermanos. A esa altura de su visita, que lleva ya una hora, empiezo a sentirme culpable y a compadecer a la pobre Susan que no tiene la culpa de que yo odie las visitas. Pero aún así, sigo de pie en la cocina sin ofrecerle ni agua, observando cómo mira a su alrededor en busca de inspiración para su nueva historia.

Entonces viene el recuento de la gente que se ha muerto entre las familias que viven en nuestro grupo de casitas, todas iguales y como unidas por una especie de cordón umbilical, pared con pared, desde hace casi cincuenta años. Susan ha vivido en la casa de al lado desde principios de los años sesenta. Al parecer estas casas tienen más o menos mi edad. Mi vecina puede recordar –o eso dice- los nombres de todos los que han vivido en las casas vecinas en casi cincuenta años. Y, por supuesto, recuerda y enumera con precisión a todos los que han muerto en el vecindario. Incluyendo una vecina que vivía sola, como ella, y murió de una neumonía hace apenas un par de meses.

Cuando se acaba el recuento de los vecinos muertos viene la historia del cocker spaniel que se le murió a principios de año. Susan había mandado al perro a vivir con unos amigos cuando ella se enfermó y no pudo sacarlo más a caminar. El perro estaba bien, pero se fue deteriorando, apagando, hasta que no hubo más remedio que ponerlo a dormir, o eso creí entender. No supe nunca exactamente de qué se murió el pobre. Creo que Susan tampoco lo sabe.

La memoria de este último perro trae el recuerdo de todos los perros que la familia ha tenido. Entonces Susan se acuerda de los perros cazadores que tenía su esposo, a quien le gustaba cazar y pescar. Y de los perros pasa a la caza y la pesca y de ahí a un enorme salmón que su marido, ahora ya difunto, pescó una vez y que era tan enorme que alcanzó para repartirlo entre familiares y amigos, que estuvieron comiendo salmón por una semana.

Y así, mi vecina Susan encadena una historia con otra infinitamente. Ayer estuvo dos horas sentada en mi cocina haciendo un repaso de las mismas historias una y otra vez. Hasta que llegó Lyo y me salvó de la visita casi de inmediato, llevándosela con todo y su andadera a descansar a su casa. Ya sé que me va a tocar recibirla otra vez en algunas semanas. Espero que esa vez Lyo esté aquí y se encargue de ella.

Uno pensaría que en estos lados del mundo, donde se supone que la gente es fría y distante, los vecinos deberían comportarse como corresponde. Y la verdad es que así es en el caso de todos nuestros demás vecinos, que son amables y discretos a más no poder. Pero Susan es un caso aparte. Ella parece pensar que yo necesito ser distraída y rescatada de mi soledad. Por eso me pregunta, cada vez que viene, si no me aburro. Y por más que le he dicho que no, que tengo mil cosas que hacer, parece no creerme. Por eso considera su deber venir a entretenerme cada tanto con sus historias que se repiten.

Yo sé que en realidad lo que pasa es que es ella la que está sola y se aburre. Esa es la verdadera razón por la que, en el fondo, me compadezco de ella y escucho sus cuentos, aunque lo haga de mal humor. Pero también hay otra razón. Desde que la vi por primera vez se me metió entre ceja y ceja que Susan era una especie de bruja maligna y que era mejor estar de buenas con ella. Porque por las malas es capaz hasta de quemarnos la casa.

No me preguntes a cuenta de qué creo que mi vecina es una piromaníaca en potencia, o algo tal vez peor, una especie de demente inofensiva hasta que se pruebe lo contrario. Tendrías que verle la cara y entenderías.

En fin amiga, es difícil librarse de los propios fantasmas. Y entre los míos está el eterno temor a las viejas locas y a los vecinos impertinentes.

Te mando un abrazo,
r

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