domingo, 29 de marzo de 2009

Un estímulo


Amiga,

Justo después de escribir la entrada en la que me quejaba de la falta de estímulos me acordé de un texto que había pretendido citar en una nota anterior, asumiendo de manera errónea que era de Pérez-Reverte. La confusión tal vez vino porque Pérez-Reverte tiene un libro sobre crónicas de guerra que se llama Territorio comanche, y en mi memoria disléxica comanche y apache se volvieron una misma cosa.

Pero resulta que no. Que el texto que quería citar no era de Pérez-Reverte, sino de Francisco Casavella, escritor barcelonés que murió en diciembre del año pasado de un infarto, cuando apenas tenía 45 años y acababa de ganarse el premio Nadal con su última novela, Lo que sé de los vampiros. También es autor de una muy celebrada trilogía, El día del Watusi (2002) donde la protagonista es la ciudad de Barcelona. Me da vergüenza decirlo, pero me acabo de enterar de su muerte hace apenas unas horas.

Para expiar mis culpas te copio abajo parte del texto de Casavella (quien en realidad se llamaba Francisco García Hortelano) donde habla del novelista como un guía mestizo –no apache, como recordaba. El texto se llama, Guías mestizos, dioses antiguos y novelitas inútiles:

(...)

Por lo general, y muchas veces de un modo esquinado y abúlico, a la novela se le tiende a buscar una utilidad más sólida que el mero juego intelectual con algunas resonancias metafísicas, sociales o emocionales. Y si no hay utilidad, por lo menos que haya respuestas. Y eso es muy difícil, por no decir absurdo, porque hoy en día nadie cree en la utilidad de la paradoja, anegados todos por la invasión del simulacro, por la excelente reputación de una emboscada farsa, por la fascinación de miradas atónitas ante rabos que menean perros con la indiferente complicidad de los centinelas de lo real.

Podríamos afirmar que una paradoja es la brillante forma de la inquietud, la expresión de una dificultad insuperable para el pensamiento racional. O la permanencia del carácter ambiguo de los seres humanos, de su relación y de las situaciones grandes y pequeñas, graves o ligeras, que generan esas relaciones ambiguas entre seres humanos ambiguos en un mundo al que, si no queremos trivial, se nos mostrará áspero y caótico. Paradoja es también el esfuerzo del individuo por captar la verdadera esencia de las cosas, su misterio, y la duda continua ante la formación poliédrica de esas mismas cosas, representadas en su memoria por el sentido múltiple y variable de un tiempo pasado que pensaba como propio. El novelista es un cazador de paradojas que luego teje y modela con intención arquitectónica hasta construir pequeños hoteles a la orilla del mar, o sólidos edificios urbanos, o inmensas catedrales orientadas a Jerusalén (o a Atenas).

A continuación, sin intentar ser ingenioso, voy a intentar la paradoja. Y la paradoja que ensayo es explicar por medio de un ejemplo cinematográfico la necesidad de aguantar, y hasta leer, a un novelista inútil que escribe novelas inútiles.

Recurriré al género del Oeste, tan rico en arquetipos. Y el arquetipo que me parece explicación cabal del papel del verdadero novelista en nuestra sociedad es el guía mestizo.

Hagan memoria. Los cineastas suelen utilizar al guía mestizo como el mensajero de una tragedia o de un peligro. El guía mestizo precede a la caballería y la informa sobre los planes y el territorio de los indios. Ese guía mestizo, por lo general, es feo, posee algún tipo de deformación y suele desaparecer a media película. Del guía mestizo se duda, casi nunca se sabe si está con nosotros o está con ellos, y ésa es la causa fundamental de que tampoco se tome en cuenta su esquinado relato sobre las posibles acciones del enemigo. Del guía mestizo sabemos muy poco: que lleva un uniforme desarrapado, mitad indio, mitad yanqui, coronado a veces por un par de plumas, un gorro de piel de nutria o un sombrero ajado que a buen seguro le robó a un muerto. De un bolsillo asoma siempre el cuello de una petaca de agua de fuego.

El guía mestizo no pertenece a ningún bando. Habla, sí, el lenguaje de la tribu, se adentra en territorio enemigo y vuelve luego para contar lo que ha visto. Encima, el maldito se expresa con un discurso que se pretende enigmático, cargado de paradojas. Se empeña en decirnos que las cosas no son lo que parecen, que esa huella no es esa huella, que a los apaches, si se les ve, es que no son apaches. Desde luego, no cree en lo racional del ejército, en sus tácticas, en sus sistemas, en su disciplina, en su cadena de mando, en sus conductos reglamentarios y en sus ambiciones destempladas de fanfarria, vanidad infantiloide y sala de banderas.

Lo que cuenta puede ser verdad o mentira. En un caso o en otro, pagará por ello.

Con el verdadero novelista inútil de nuestros días sucede lo mismo que con el guía mestizo. Es feo, su oficio es consecuencia de algún tipo de malformación física o espiritual, y si no hace carrera, si no se convierte en funcionario o académico, o no logra alcanzar un éxito ajeno por completo a la literatura, es muy posible que su presencia se esfume. Al novelista, si le pedimos algo, si tan listo es, le pedimos respuestas, tesis, moralejas, compromisos. Y él se empeña sólo en formularnos preguntas, nos expone situaciones, crea conflictos sin tomar partido. Encima, muchas veces, esas situaciones adolecen de una clara falta de seriedad, son cómicas, o excesivas, o discretas y esquivas a la hora de transmitir los matices más profundos de su contenido. El verdadero novelista inútil está decididamente contra nosotros y, en verdad, no sabemos si domina ese lenguaje de la tribu, o si lo que nos cuenta no es más que un camelo para hacernos perder el tiempo o caer finalmente en la trampa. El verdadero novelista inútil, aunque parezca mentira, es inútil. Y eso lo sabíamos ya en el momento en que espoleó su caballo para cruzar el río que marca la frontera con el territorio apache. No será necesario escucharle cuando vuelva. Sobre todo, si se alarga, si entra en detalles, si se hace el oscuro. Nadie aguanta a ese mestizo tuerto cuando se pone misterioso y formula paradojas. Cuando nos da a entender, muy poco a las claras, que sus tonterías, sus historias del hombre sin orejas y el dios de la lluvia, nos son de algún modo necesarias.

Luego llegan los bárbaros y la masacre. Y nada tenemos que agradecerle al guía mestizo, porque la Historia nos enseña que los bárbaros siempre acaban llegando y la vida pretende que siempre sea demasiado tarde.

(...)


Hasta aquí el fragmento del texto de Casavella. En la entrada original en la que lo mencioné inserté el enlace en el que puedes leerlo completo, pero igual lo repito aquí para evitarte el trabajo.

Hablando de estímulos, no creo que podamos encontrar nada mejor.

Un abrazo,
r

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