miércoles, 8 de abril de 2009

Acumulaciones extremas



Amiga,

El sábado de la semana pasada leí una historia en el periódico que me ha estado rondando desde entonces. Es la historia de un hombre que murió enterrado en su propia basura, porque sufría de un síndrome llamado en inglés "extreme hoarding syndrome" –algo así como síndrome de la acumulación extrema. La historia fue publicada en la revista sabatina del periódico The Guardian y puedes leerla completa aquí. Pero como está en inglés me voy a permitir hacer una versión libre en español, porque es una de esas historias que parecen inventadas y que uno hubiera querido más bien imaginar.

Gordon Stewart tenía 74 años y era un jubilado que vivía en la casa que su madre le dejó al morir, en un suburbio de las afueras de Londres llamado Aylesbury. Conducía su bicicleta todos los días para ir a comprar comida –pescado y papas fritas- y para recolectar objetos que otros habían descartado. Según sus vecinos, todos los días llegaba a la casa con una caja. El contenido de la caja y la caja misma servían para ir lentamente rellenando los espacios vacíos de la casa. Todos los espacios. Del piso al techo. Para entrar y salir, Gordon Stewart dejaba libres pequeños pasillos entre las pilas de basura empotradas contra las paredes y las ventanas.

Un día de enero, sin razón aparente, quedó preso en medio de la basura y no pudo salir más. Se murió de sed, dicen los medios. Es probable que por algún cálculo mal hecho, una simple falta de balance, una de las altas y complicadas pilas de objetos que Gordon Stewart atesoraba se viniera abajo, cerrándole el paso hacia el exterior. Y, así sin más, su propia obsesión lo atrapó para siempre.

Una semana después los vecinos llamaron preocupados a las autoridades porque Gordon Stewart no había sido visto en varios días. Y fue entonces que un equipo de rescate encontró su cuerpo descompuesto y se reveló el estado de abandono en el que vivía. Lo curioso es que ninguno de sus vecinos consideró necesario, durante los diez años que vivió Gordon Stewart entre ellos, llamar a ningún servicio social para que ayudara a este hombre solitario a vivir una vida menos miserable.

Si se tratara de una historia única no quedaría sino sorprenderse y pasar la página. Pero resulta que, sólo en el mismo mes en que encontraron muerto a Gordon Stewart, murieron otros tres acumuladores compulsivos en Gran Bretaña: Tony Baxter, de 85 años; Joan Cunnane, de 77; y Harold Carr, de 89. Todos tenían en común dos cosas: eran viejos y vivían solos. Y algo más: acumularon objetos hasta morir enterrados en ellos.

Lo que es aún más sorprendente es que, según las estadísticas, −que sirven para todo, incluso para dejarnos perplejos− un cuarto de la población británica admite que se ha visto obligada a dejar de usar al menos una habitación de la casa en la que viven, porque está llena de cosas que necesitan guardar en alguna parte después de haberlas comprado. Cosas que seguramente nadie usa.

Puedes leer sobre el síndrome en la red y enterarte de los números y los casos, que son tantos que es imposible salir del asombro. Hay acumuladores ricos y pobres, brillantes y bobos, jóvenes y viejos. Es una condición que no parece tener límites y que se define, de la manera más común, como la incapacidad para deshacerse de las cosas. Pero que se agrava cuando, además de ser incapaz de botar cosas tienes la compulsión de adquirir más y más, sin discriminación del valor o el uso de lo que acumulas.

Esta historia me ha impactado tanto porque me recuerda a mi abuela Julia. Mi mamá me contó que cuando murió mi abuela ella se encargó de limpiar la casa y botó bolsas y más bolsas de basura que la abuela había acumulado durante años. Como era una mujer ordenada y tenía familia que la visitaba y la quería, su obsesión sólo se limitaba a llenar los closets y todas y cada una de las gavetas que tenía a mano. Guardaba cosas que le regalaban o que compraba y que le resultaba imposible botar.

La abuela había guardado durante años cintas, hilos, papeles de regalo, revistas, periódicos, tarjetas de felicitaciones, ligas de sostenes, ropa interior sin usar en sus cajas originales, botones, tijeras, repuestos de distintos tipos, envases de vidrio y de plástico con sus respectivas tapas, planchas y otros aparatos eléctricos que habían dejado de funcionar, ropa, zapatos, peines, jabones, cremas, perfumes, muchos muchos papeles... y un largo etcétera que se me escapa de la memoria.

De esa compulsión de guardar se libró mi madre, que no acumula absolutamente nada y sufre más bien la compulsión contraria: todo lo bota. Pero la tendencia llegó hasta mí, saltando una generación. Siempre he creído que si no me hubiera mudado más de veinte veces en cuarenta años viviría en una casa llena de cosas que he sido incapaz de botar.

¿Quién sabe? En una nación de acumuladores extremos, estoy todavía a tiempo de morir dentro de cuarenta años, aplastada por pilas de objetos que he ido atesorando sin parar durante décadas... sin que a ninguno de mis vecinos le parezca extraño.

Por suerte mientras tenga a Lyo estaré libre de todo mal. Porque el suyo es el síndrome contrario, el del anti-consumo. Aunque ayer, en un impulso sólo atribuible a un instante de acumulación extrema, salió corriendo a recuperar de la basura una silla forrada en terciopelo rojo que unos vecinos habían botado a la basura, porque están remodelando el café de enfrente. El impulso duró poco, menos mal, y esta mañana la silla roja amaneció otra vez a la orilla de la acera, en espera obediente del camión del aseo.

Nos salvamos esta vez. Pero nunca se sabe cuánto puede durar un impulso acumulador, así que supongo que depender del balance ajeno no es de sabios, ¿no te parece?

Cariños,
r

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