martes, 28 de abril de 2009

El fenómeno Boyle



Amiga,

En estos días ha habido una avalancha de noticias sobre una señora llamada Susan Boyle que está concursando en un programa de búsqueda de talentos en Gran Bretaña. El programa se llama Britain's Got Talent y es una versión muy inglesa del American Idol o de su versión latina. Pero el asunto con Boyle es que se ha convertido en un fenómeno en Youtube, donde parece que han perdido ya la cuenta de las veces en que los fanáticos hay visto su primera participación en el programa.

La razón por la que finalmente decidí comentarte el asunto es porque la señora Boyle –que tiene nuestra edad- vive en un pueblito de West Lothian. Como si dijéramos a la vuelta de la esquina. Y me pareció que esas dos coincidencias, la edad y la cercanía geográfica, eran suficientes para que me viera obligada a hablarte sobre el caso.

No tengo mucho que decir que no se haya dicho ya. La prensa británica está llena de notas, artículos, fotos, reacciones y demás sobre la señora Boyle. También está saturada la prensa internacional y los buzones de correo de todos los seres conectados a la web que existen en el planeta. El furor ha llegado al punto de que uno de los personajes de las comiquitas South Park mencionó el tema la semana pasada. Es posible que sólo la amenaza de una pandemia global –que acaba de brotar en México- sustituya a Susan Boyle de las primeras planas.

Y, sin embargo, nada de lo que he leído parece haber enfatizado lo suficiente el hecho de que el video que han visto millones de personas es un burdo montaje, armado con el fin de jugar con las emociones más básicas del público. Me dirás, con razón, que a fin de cuentas estos programas basados en la explotación de las esperanzas de gente ‘real’ juegan –todos- con las emociones de la gente. Pero en este caso el espectáculo me parece que bordea el cinismo.

Si ves el video –sólo tienes que teclear el nombre de Susan Boyle en el buscador de Youtube- desde el primer momento te das cuenta de cómo los presentadores que hacen las entrevistas tras bastidores están enteradísimos de lo que va a pasar. Que no es tanto que la mujer tiene una buena voz, sino que el público va a juzgarla por su apariencia. Y aquí es donde viene mi incomodidad con todo el asunto.

Los medios han construido un código de visibilidad que le han impuesto a todo el mundo. Ese código establece que la gente debe tener ciertos rasgos aceptables para ser considerada visible en términos mediáticos. Hay gente que, simplemente, no puede ser vista en una pantalla, a menos que sea en determinados tipos de reality show o en documentales filmados en lugares remotos, donde la gente está sufriendo tanto que no tiene tiempo de alisarse el pelo con secador o quitarse la grasa de la cara con la base adecuada a su tono de piel.

Entre esa gente descartada por el régimen de visibilidad creado por los medios está la ingenua Susan Boyle. Así que los medios no sólo crearon el estereotipo de lo que soportamos ver en la pantalla, sino que ahora nos muestran un ejemplo de cómo –de tiempo en tiempo- proceden a aceptar entre los afortunados a aquellos que fueron excluidos antes. Abriendo las fronteras mismas que crearon, como quien derrumba de manera generosísima el muro de Berlín de la exclusión mediática.

Y en ese movimiento dejan entrar también -por un rato- a todos los televidentes que se sienten excluidos, porque son gordos, porque no se alisan los pelos, porque tienen el cutis manchado por la vida, porque sus dientes no son parejos o no están completos, porque ya no tienen dieciseis años o ya no lucen como si los tuvieran, porque su ropa no está hecha a la medida, porque se parecen a la cajera del abasto, porque no se pintan las canas, porque son gordos, porque no se alisan el pelo... no puedo seguir esta enumeración sin repetirme, pero creo que te haces una idea.

El punto es que los medios han intentado convencernos, a propósito del fenómeno Boyle, que somos nosotros los que tenemos prejuicios con la gente normal y corriente que encontramos cada día paseándose –feliz o desdichada- por cualquier pasillo del supermercado. Y nadie parece haber considerado el hecho de que no es el público el que tiene prejuicios contra la gente común y corriente. Es el medio audiovisual el que ha creado ese otro ser, distinto de nosotros, que puede y debe aparecer en los medios.

Y, por supuesto, cuando vemos a un especimen sacado directamente de la calle, del supermercado, de la esquina de la casa, aparecer en la pantalla no podemos menos que sorprendernos. Y no es justo que esa sorpresa sea leída como prejuicio, porque no es más que una respuesta inducida, como el cuento aquel de la salivación de los perros al oír la campana que asocian con la comida. De esos trucos sucios están hechos los programas de realidad virtual.

De más está decir que el resto del video que dura siete minutos, contando introducción y epílogo, no es más que una extensión del mismo procedimiento. ¿Quién puede creer seriamente en el juego de preguntas y respuestas que se hace entre los jueces y la señora Boyle, construido evidentemente para producir una única reacción? ¿Quién puede dejar de notar la puntería extraordinaria de las cámaras al captar las risas de las adolescentes a la vista de la señora de mediana edad que osa presentarse ante la exigente audiencia? Pero sobre todo ¿a quién engañan las caras de sorpresa de los jurados y del mismo público?

Susan Boyle no ha cantado ni dos segundos y ya las caras de sorpresa parecen corresponder a alguien que ha estado en presencia de tres horas de genio puro. ¡Por favor! Que alguien me explique cómo es posible apreciar una buena voz –o una buena interpretación, de cualquier tipo- en dos segundos. Es como si fuera posible maravillarse por una sola línea de El Quijote o por un mínimo trazo de la Mona Lisa.

Lo que el video nos muestra no es la voz extraordinaria de una señora escocesa de mediana edad, sino la puesta en abismo de los mismos prejuicios sobre los que se sostiene el espectáculo mediático. Tal vez alguien debería enseñar en las escuelas a mirar mejor la tele, en vez de andar por ahí repitiendo que somos tan injustos con la señora Boyle que no vimos su enorme potencial a través de lo poco promisorio de su robusta figura.

Hay un dicho en inglés que asegura que no se debe juzgar un libro por su portada. Es tal vez uno de los lugares comunes que se han manoseado más a propósito de este caso. No sería mala idea revertir el argumento y sostener que los libros que sólo están construidos de carátulas no deberían presumir que se les juzgue por sus profundas interioridades. Me refiero a los medios y a los personajes que crean. Y no es que yo tenga ningún prejuicio contra ellos. Siempre he presumido de ser una asidua consumidora de las superficies mediáticas. Pero me enerva cuando me quieren culpar de males ajenos o de prejuicios que no me pertenecen.

Yo vivo en West Lothian y tengo 47 años, igual que Susan Boyle. No tengo su voz, pero ese no es el punto. Como gente normal que anda por la calle y camina por los pasillos del supermercado con el pelo revuelto y sin maquillaje, sé que pertenezco a una especie no televisable. Y Susan también. Es por eso que ya han comenzado a cambiar su imagen y dentro de poco la veremos transformada en el bicho visible que va a permitir que la tele nos cuente una vez más el cuento del gallo pelón: ¿quieres que te cuente el cuento de la cenicienta? ¡A que sí!

Cariños,
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