viernes, 5 de junio de 2009

Recordar las casas


Amiga,

Hace unos días estuve conversando con Lyo sobre las cosas que uno recuerda y las que ha olvidado para siempre. Y de pronto me di cuenta de que estoy en ese punto en el que la memoria apenas me alcanzará unos años más y que tal vez llegó la hora de comenzar a anotar en algún lado los retazos de recuerdos que me quedan, para tener al menos una memoria de papel a falta de una de neuronas. Y se me ocurrió empezar aquí, con una lista de las casas en las que he vivido, sólo por el gusto de nombrarlas y saber que todavía las recuerdo.

La primera casa en la que viví cuando era una bebé recién nacida, quedaba y queda todavía en Guanare. Esa casa sigue en pie. O al menos ahí estaba la última vez que estuve en el pueblo. Queda en una cuadra llena de viejas casonas coloniales, en la Tercera Avenida, casi enfrente del Liceo Unda, que según dice la leyenda fue el primer Liceo público del país. Es también la cuadra en la que está la Casa Coima, donde durmió Bolívar a su paso hacia la campaña admirable. En esa misma cuadra una tía política, Ines Mercedes Gómez Álvarez, fundó hace ya más de veinte años el museo colonial de la ciudad. Niguna de esas glorias tiene que ver conmigo, pero no deja de tener su encanto.

La segunda casa en la que viví, ahí sí con todas mis hermanas, se llamaba ‘Nuestra Señora de la Montaña’. Antes las casas tenían nombres –al menos en los pueblos- pero creo que es una costumbre que se ha perdido. En esa casa vivimos seis o siete años. Mientras vivimos ahí nacieron mis hermanas menores y esa es la casa con la que sueño cuando me empeño en soñar con la infancia. De esa casa creo recordar cada detalle, pero estoy segura de que la mitad está en mi imaginación. Algún día voy a escribir un texto largo sobre sus techos de madera, sus pisos y sus puertas, sus paredes y ventanas, y sobre las matas de mango que había en el patio.

Después nos mudamos a la casa del cerro, que se llamaba La Rivason –sin acento, porque el ‘son’ supuestamente era de Sonia, el nombre de mi mamá. El cerro de la cruz le decíamos antes a lo que hoy se llama, pomposamente, Colinas de Curazao. Mis padres construyeron esa casa a su antojo, cada cuarto, cada salón, cada detalle fue decidido y pensado por ellos. Me acuerdo de haber visitado casi a diario la casa mientras la estaban construyendo y que mi mamá nos decía, ésta es la terraza y aquí está el cuarto de ustedes ... y nosotras hacíamos un esfuerzo inmenso por entender cómo aquel espacio vacío se iba a volver cuartos y baños y pasillos y escaleras. Ahí teníamos una perrita salchicha que se llamaba Chocolita.

Vivimos sólo un par de años en la casa del cerro, porque después la familia se mudó a Barquisimeto, a una casa en la Urbanización Los Leones. Recuerdo dónde estaba y sigue estando la casa, pero no cómo se llamaba o si tenía nombre o sólo un número. Creo que ahí viví nada más un año. Yo había estado estudiando en un internado de monjas en Boconó cuando mi familia se mudó y cuando llegué a esa casa ya todo el mundo estaba instalado. Me acuerdo que tardé un poco en sentir que pertenecía a ese lugar. En esa casa tuvimos un perro mucuchíes que se llamaba Happy y era inmenso y peludo y yo pensaba que me hacía caso sólo a mí.

Después nos mudamos a Caracas y vivimos en la California Norte, en una casa que era de José Agustín Catalá, el editor. Era una casa grande, de dos pisos, con una inmensa platabanda arriba y un balcón en nuestro cuarto que daba a la calle. En esa casa vivieron con nosotros, por unos largos meses, mis tíos Miguel y Mayuya y mis primas Jaqueline y Carolina. Ahí cumplí quince años y tuve mi primer noviecito. Teníamos un perro que se llamaba Nevado y era loco de atar. Esa fue la última casa en la que viví con mi familia completa.

Después nos mudamos a un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Por primera vez en la vida vivimos todos apretujados en un lugar que no estaba pegado al suelo. Recuerdo ese apartamento como una especie de olla de presión a punto de explotar. Cuando empecé a trabajar, en 1978, vivíamos en ese apartamento y era una bendición poder salir todas las mañanas y desaparecer de aquel lugar espantoso hasta la tarde. Fue la época en la que aprendí a moverme por Caracas en autobuses y camionetas. Una época en la que el metro no existía, pero tampoco había el tráfico infernal de ahora.

Mi familia se mudó a Barquisimeto a finales de 1979 o principios de 1980. Yo ya estudiaba en la universidad y me quedé en Caracas. Viví en una pensión cerca de la Avenida Victoria por la que se podía llegar a pie a la UCV. Para mí esa pensión de señoritas era al mismo tiempo el mejor lugar del mundo y el sitio en el que me sentí más sola y triste. Pero tenía toda la vida por delante y trataba de convertirme en gente grande sin que se me notara mucho la angustia de crecer. Sin embargo, todavía iba de vacaciones a la casa de mis padres y muchas de mis cosas estaban en esa casa de Barquisimeto donde se casó mi hermana y donde teníamos un cocker spaniel que se llamaba Negro y que terminó viviendo con Rebeca.

De ahí me mudé –sin permiso de mis padres- a un apartamento que compartía con Gerardo y Marta en la parroquia San José, a una cuadra de la Avenida Urdaneta. Marta tenía unos gatos siameses que se paseaban impávidos por la baranda del balcón y se orinaban en todos los rincones. Fue en ese apartamento que César comenzó a quedarse un día sí y un día no …y luego se fue quedando hasta que terminamos aceptando que vivíamos juntos. De ahí nos mudamos a un apartamento en las veredas de Catia, donde alquilamos un cuarto en casa de una amiga de César que pertenecía al Grupo Madera. ¿Te acuerdas del Grupo Madera? Se murieron casi todos ahogados en el Orinoco porque no sabían nadar. Qué feo suena, pero es verdad.

No vivimos mucho tiempo en Catia. Era complicado convivir con alguien que insistía en poner reglas cada vez más estrictas. Y hay que decir que nosotros le llevábamos la contraria por el simple placer de incordiar. Me acuerdo del olor de ese apartamento y de cómo estaba decorado, con muchas cosas de colores fuertes, trapos en las ventanas y cojines en el suelo. Al final la situación era tan tensa que la dueña de la casa nos dejaba papelitos en la nevera, en el espejo del baño en el que nunca había agua, en la puerta de entrada. No quedaba otra que salir de ahí, porque además llegó un momento en que los dos nos quedamos sin trabajo y no teníamos dónde caernos muertos.

Esa fue la época más negra de toda mi existencia. Pedíamos dos bolívares en los pasillos de ingeniería para poder desayunar en el comedor y luego martillábamos los cinco bolívares que costaba el almuerzo. Ese fue el tiempo que vivíamos prácticamente todo el día en la universidad y dormíamos en un depósito de una agencia de festejos que tenía el esposo de Eloísa Lagonell en La Pastora. Es el único lugar en el que he vivido que prefiero olvidar. Estaba lleno de cucarachas y era prácticamente imposible dormir de noche. No creo que hayamos pasado más de tres meses ahí, pero yo lo recuerdo como un infierno infinito.

Después yo conseguí trabajo en un periódico en Guarenas y mi abuela Julia comenzó a mandarme plata. Entonces vino el tiempo del apartamento que tú conociste bien, en Sebucán, en la casa de Andrea, que en ese tiempo se llamaba sin tantos remilgos Andreína. Ahí vivíamos Marlene, William, César y yo. Pero todo el mundo llegaba, entraba y salía, pasaba o se quedaba, sin muchos miramientos. Amarelis y Txomin eran huéspedes habituales. En ese apartamento pasamos trabajo y tuvimos buenos tiempos, nos peleamos y nos reconciliamos, pero sobre todo aprendimos a vivir los unos con los otros. Tuvimos durante un largo tiempo la esperanza de que Eneko se animara a pintarnos un mural en la pared de la sala, pero nunca lo hizo.

Cuando la relación con César se terminó, después de muchas idas y venidas, me mudé con mi hermana Ruth al apartamento de mi tía Cynthia que se había ido a República Dominicana a probar suerte. Mi hermana había empezado a estudiar Derecho en la Católica y mis relaciones con la familia se habían estabilizado después de un par de años de separación radical. El apartamento de mi tía quedaba –y todavía queda- en el centro, a unas cuadras de la Avenida Baralt y muy cerca del Mercado de Quinta Crespo. Recuerdo mi vida en el centro de la ciudad como un tiempo de descubrimientos. Todavía hoy, cuando paseo por el centro de Caracas siento que estoy en un lugar que me pertenece como pocos.

De ahí nos mudamos a Parque Central. A un apartamento de dos pisos que mi mamá compró en parte con dinero que le dejó mi abuelo al morir. Ahí vivimos mi hermana y yo junto con dos muchachas de Guanare que nos alquilaron una habitación. Teníamos otro cocker, hijo del Negro, que llamamos Rufo y que terminó viviendo conmigo cuando me casé con el flaco. Tiempo después el resto de mi familia se vino desde Guanare a vivir a ese apartamento, porque a mi papá le dieron un trabajo en el Ministerio de Agricultura y Cría. Para esa época yo ya me había graduado y me fui a vivir a Guanare con el flaco y el Rufo en la casa de Fundaguanare en la que mis padres habían vivido antes de regresar a Caracas.

Después viví en Mérida por casi dos años. El flaco iba cada quince días a visitarme, el resto del tiempo estuve sola, tratando de escribir. Tú debes recordar mi casa en La Mano Poderosa. Me fui para aquellos lados con la esperanza de seguir estudiando, pero el postgrado al que quería entrar en la ULA nunca se abrió y terminé trabajando en la Televisora Andina. En esa, mi casa número quince, viví hasta que mi perro se ahogó en el río Chama y no pude con la tristeza. Regresamos a Caracas en 1988. Me inscribí en la Maestría en Literatura de la USB y mientras conseguíamos casa vivimos con mis padres en Parque Central por unos meses.

La familia del flaco compró un apartamento en San Antonio de Los Altos, donde vivimos hasta que nos separamos en 1995. Mi hermana Renée me dejó vivir un tiempo con ella y su esposo en el apartamento de un primo nuestro que tenían alquilado en El Marqués. Ahí recogí los pedazos sueltos que quedaban de mí y cuando me sentí fuerte para estar sola me mudé a Las Delicias, al apartamento que Lourdes y Alejandro habían dejado desocupado desde hacía meses. Después llegó Lyo y con él me mudé a Oripoto, donde vivimos en un minúsculo apartamento que tenía una gran terraza al sol donde colgábamos una hamaca para dormir la siesta los domingos.

En agosto de 1997 nos fuimos a Londres a estudiar nuestros respectivos doctorados. Ahí vivimos en dos apartamentos, uno en una callecita al borde de Gray’s Inn Road que se llamaba Northington Street y el otro en Lambs Conduit. El primer apartamento quedaba en un tercer piso y para llegar había que subir una estrecha escalera que crujía a cada paso. El apartamento era mínimo y helado. Apenas tenía una ventana y el baño era tan pequeño que era imposible enjabonarse sin pegar los codos de las paredes. Vivimos un año en ese lugar y siempre que lo recordamos nos cuesta imaginar cómo pudimos llevar ahí una vida normal …y hasta hacer hayacas en diciembre en la minúscula cocina.

El segundo apartamento, el de Lambs Conduit, quedaba detrás de una pizzería y en las noches olía a pan y a pasta. Tenía unas largas ventanas desde las que se veían las piernas de todo el que pasaba, porque estaba en un semi-sótano. Cubrimos las ventanas con telas de batik que compramos en Camdem Town para evitar sentirnos en la calle todo el día. En ese apartamento terminé mi tesis de doctorado en español y la traduje íntegra al inglés, línea por línea. Un trabajo que me pareció interminable y que relaciono siempre con el escritorio de fórmica blanca que tenía en la sala frente a una pared en la que pegaba notas.

De regreso a Caracas en el 2001 vivimos un año en el apartamento de Gina, en Colinas de Bello Monte. Gina estaba de sabático y nos alquiló su casa con todo lo que tenía adentro por una suma casi simbólica. Tengo muchos recuerdos del apartamento de Gina que sería muy largo enumerar. Pero lo que más recuerdo es la paz, el silencio y la vista al Ávila. He vuelto a ese apartamento muchas veces y siempre me he sentido como en casa entre los libros, los adornos marinos y los cuadros de mapas y barcos que Gina tiene desplegados por todas partes.

En julio del 2002 nos mudamos a San José de Los Altos y ahí viví en un anexo tres años, más bien sola, porque Lyo se fue a Canadá un año después. El anexo tenía un jardín siempre verde y una vista espectacular que se metía en el cuarto por un inmenso ventanal. Compramos a Gussi en el primer año que vivimos ahí y me ha estado acompañado desde entonces. En ese apartamento viví la tristeza de la separación y sobreviví a medias el dolor de la muerte de mi hermana Rebeca.

No es fácil vivir sola en el monte, así que en algún momento decidimos entregar el anexo de San José y nos quedamos más bien en el aire. Ya Lyo vivía aquí en Edimburgo y yo estuve cuatro meses acompañándolo, en la primavera del 2005, cuando me dieron un permiso en la universidad. Al regresar pasamos semanas interminables buscando donde vivir hasta que un colega de la USB se apiadó de nosotros y nos alquiló el apartamento que conociste en Colinas de Bello Monte. Ese fue el último apartamento en que viví en Caracas. Para mí fue una bendición y no pasa un día sin que me acuerde de la vista al Ávila que tenía en la ventana de la sala. Es la imagen que aparece en la foto que acompaña esta entrada.

No cuento los lugares en los que estuve deambulando mientras salía mi pasaporte, porque es demasiado triste y ya te lo conté en otra parte.

Ahora vivo en esta casa -que compramos hace dos años- en el pueblito escocés desde el que te escribo. Pero antes de llegar aquí pasamos unos largos meses en París, en un apartamento en la Rue des Ursulines. Era sólo un lugar para dormir y estar apenas. Pero disfruté mucho sus grandes ventanales y el hecho de estar en el centro mismo de una ciudad que se siente como el ombligo del mundo. Pero esa historia ya pertenece a este blog, así que no me extiendo más.

Si sacas la cuenta, he vivido en más de veinticinco lugares a lo largo de 47 años. Sé que es bastante probable que tu número de casas sea más grande que el mío, porque tú también has andado errante desde hace mucho tiempo. Pero hay que admitir que es un número grande, sobre todo si lo cuentas en términos de mudanzas.

Por eso, cuando llegué aquí le dije a Lyo que no me quería mudar en los próximos diez años. Sin embargo, después de vivir la vida entera siempre con un pie afuera, embalando y desembalando cajas, no sé si me acostumbre a un solo lugar por mucho tiempo. Desde hace meses hemos estado jugando con la idea de alquilar esta casa y mudarnos al centro de la ciudad. A un apartamento donde se escuche el ruido de la calle y de la gente, que tenga un cine cerca, un café, un pub y tal vez un parque a mano para caminar por las tardes. Pero es posible que pase un tiempo largo antes de que me anime a recoger de nuevo mis bártulos para montar nido en otra rama.

Me gustaría, por ejemplo, que tú vinieras a conocer esta casa y este campo verde con caballos y ovejas, antes de que nos instalemos en la ciudad. Aunque estoy segura de que a ti te gustaría mucho más el ruido, el bar y el cine, el asfalto y el cemento y, como tú dices, el esmog que necesitas respirar de ese hipotético apartamento en el centro. Ya veremos...

Mientras tanto, gracias por acompañar mi precaria memoria en este viaje por los lugares en los que he vivido. Espero que no haya resultado demasiado fastidioso!

Cariños muchos,
r

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