viernes, 25 de septiembre de 2009

No cumpleaños

Amiga,

Hoy, 25 de septiembre, estaría cumpliendo mi hermana Rebeca 49 años. En esta fecha yo estaría pendiente de llamarla y, como todos los años, al felicitarla y fastidiarla un poco con el tema de que se estaba poniendo vieja, le preguntaría qué se siente tener un año más.

Esta pregunta era fundamental cuando se trataba de cumplir un número redondo de años —treinta o cuarenta, por ejemplo. Porque yo estaba justo detrás de ella y esa era la edad que me iba a tocar cumplir, de manera irremediable, un año y medio después. Me acuerdo que cuando mi hermana cumplió cuarenta yo le hice la pregunta ritual y ella me respondió, más solemne que de costumbre —porque nunca pretendía tomarse en serio mi pregunta— que los cuarenta le habían pegado menos que los treinta.

Me confesó que cuando cumplió treinta se había sentido vieja de pronto, como si algo realmente importante hubiera terminado. Ya no éramos adolescentes, ni siquiera jóvenes. Eso era lo que había pasado. Pero a los cuarenta ya no era necesario considerar que la juventud se había terminado. Los cuarenta eran un paso más hacia la madurez y eso no era tan malo. Nada de esto fue comentado de manera explícita. Como tantas otras cosas, nuestros diálogos estaban llenos de silencios y de frases no dichas. No era necesario aclarar el significado de cada comentario pronunciado a medias.

Cuando nos encontrábamos —una vez cada tanto, porque vivimos separadas más tiempo del que vivimos juntas— hacíamos comparaciones de nuestros cuerpos no demasiado viejos todavía. Yo le mostraba mis canas, que nunca han pasado de un puñado cerca de la frente, y ella me mostraba su pelo negrísimo. Yo le contaba de mis dolores de espalda y ella me contaba de sus jaquecas. Intercambiábamos consejos, teléfonos de médicos, nombres de pastillas, recetas caseras para aliviar males menores. Sin decirnos nada nos comparábamos, tratando de saber cuál de las dos se veía más joven o más vieja, más allá de la edad implacable. Un año y unos meses no es diferencia suficiente para evitar esas comparaciones.

Ahora que me acerco a los cincuenta me doy cuenta de que ya no tengo a mi hermana cumpliendo años delante de mí, avisándome cómo se ve el panorama allá adelante, cómo va a ser tener un año más. Tampoco puedo mirarla para ver en su piel el modo como mi propia piel va a seguir arrugándose. Ahora soy yo la más vieja y sé que mis hermanas me examinan cada vez que me ven, buscando los mismos signos que yo buscaba en Rebeca. El anuncio, tal vez, de que la edad no va a tratarnos tan mal después de todo. O la certeza, al menos, de que una de nosotras va primero, dando cuenta de las novedades.

En este día en que yo debería estar llamando a mi hermana para desearle feliz cumpleaños, me cuesta creer que ya no está. Que ya no puedo levantar el teléfono y preguntarle qué se siente estar tan cerca de los cincuenta. Pero todavía me puedo imaginar el tono de su voz contándome cómo se siente, qué va a hacer en el día o qué le regalaron Luis, Raúl y Patricia. Tal vez sea verdad que los seres que queremos siguen vivos mientras podamos recordar cómo hablaban, a qué olían, cómo sonaba su risa. Al menos hoy, aunque sea por un rato, necesito ese consuelo para no quedarme aquí sentada, llorando por el resto de la tarde.

Te mando un abrazo,

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