jueves, 26 de noviembre de 2009

Contra la tristeza


Amiga,

A riesgo de que esta entrada se parezca demasiado a una de esas columnas de autoayuda que se publican en las revistas de los domingos, voy a permitirme enumerarte mis artesanales soluciones para los tiempos de desasosiego agudo.

1. Caminar: Cuando el clima lo permite —como hoy, ¡bendito sea!— me enfundo mi chaqueta impermeable y antiviento y me voy al parque a caminar mis tristezas. Después de una hora de enérgico patear, de mucho mirar los árboles y el río, de escuchar en mi ipod música o entrevistas o reseñas de libros y películas, regreso como nueva, como si la vida valiera la pena y el mundo tuviera una densidad más ligera o menos trágica.

2. Tomar té: Es algo que he aprendido de este lado del mundo y que me ayuda a llenar los minutos huecos en los que sólo entra el frío. Cuando tengo los hombros contraídos y me empieza a doler el cuello de tanto luchar contra lo helado, me levanto —de donde estoy leyendo o escribiendo— y lleno la tetera, espero frente a la cocina que hierva en agua y pienso en las bondades del calor, en el modo como lo caliente se parece a lo bueno y en la inmortalidad de los cangrejos. Me sirvo mi enorme taza de té (¿se sigue acentuando “té”?) y le pongo un chorro de leche y cuatro pastillitas de azúcar falsa y desde el primer sorbo me reconcilio con la existencia. Había dejado de tomar té en las noches, porque me quitaba el sueño. Pero esta semana compré un té descafeinado que tiene un nombre simple, se llama 99. Es el número con el que los mezcladores de hojas de té reconocen desde tiempos remotos —dos siglos, al menos— esa particular mezcla de hojas. Sabe bien y me deja dormir.

3. Ver películas: Uno de mis pasatiempos favoritos ha sido siempre ir al cine. Sentarme frente a una gran pantalla es para mí sinónimo de desenchufar todos los cables y dejarme ir. Me gusta ir al cine sola y lo he hecho toda mi vida, aunque ahora lo haga con cierto sentimiento de culpa porque a Lyo le gusta acompañarme. Aquí es más difícil que en la tierruca, porque implica enfrentarse al frío y a la lluvia —no es una queja— pero igual lo hago, al menos una vez a la semana, sola o acompañada. Me subo en mi autobús y me voy al cine. Casi siempre al cine local, que tiene ocho o nueve salas enormes y donde siempre pasan al menos una película que me interesa, aunque sea comercial. Cuando estoy en el cine el mundo se detiene, la vida de afuera deja de existir y estoy en una especie de zona cero, ni aquí ni allá, ni antes ni después. Lo malo es salir afuera cuando la película se acaba. Pero aquí no estamos hablando de eso.

4. Hacer planes: Cuando no le veo el sentido a la existencia a veces me funciona hacer planes. Casi nunca los cumplo, pero ese no es el punto. El punto es imaginar un futuro probable en el que me pasan cosas. Un futuro en el que hago algo que vale la pena, que me salva de la nada de no hacer nada. Me imagino publicando un libro —ese es el plan básico. Me imagino dando un curso —los viejos hábitos son difíciles de cancelar. Me imagino viajando o aprendiendo algo nuevo o terminando de escribir ese texto que no termina de salir o hablando con alguien para hacer algo que va a implicar mucho trabajo. Soy una adicta al trabajo y en estos tiempos de desempleo, aunque parezca una de las cosas más absurdas que alguien puede querer, mis sueños se concentran en imaginar que trabajo mucho en algo realmente interesante. Esa posibilidad me hace sentir menos inútil.

5. Leer y escribir: No debería incluir estas dos cosas entre mis recetas para salir de la tristeza, porque en mi caso es como si dijera “respirar”. Escribo esto y siento de una vez que suena pretencioso. Pero no lo es. Porque yo leo por hábito, por gula, por necesidad, por desesperación… pero nunca porque creo que eso me hace mejor persona que el resto de la gente. No creo que leer muchos libros nos distinga de los demás. Creo que los adictos a la lectura somos seres huecos, marcados por un vacío imposible de llenar y que consumimos palabras como consumen ropa o comida o joyas los que tienen dinero y ganas de comprar esas cosas. Lo de escribir es más complicado, pero escribo tal vez por las mismas razones. A veces sin poner los dedos en el teclado o sin agarrar un lápiz, estoy siempre construyendo frases con puntos y comas. Imagino versiones y entonaciones, quito los adverbios terminados en mente, busco sinónimos, alternativas para los posesivos que se repiten siempre más de la cuenta. En fin, escribo siempre y tampoco lo veo como un acto de distinción. Es un modo más de enfrentarme a la nada.

6. Chupar pastillas de Flores de Bach: Sí, las pastillas de Flores de Bach existen en este país y vienen en unas latas amarillas con una especie de cierre mágico que las hace irresistibles. El cuento de las Flores de Bach es demasiado largo para contarlo en esta entrada y creo que tú no lo necesitas (pero para los neófitos hay detalles aquí). Pero no está de más recordarte que fue la acupunturista china que me recomendaste una vez, hace siglos, la que me inició en el tema de las famosas flores, que en la tierruca existen sólo en forma líquida. El asunto es que desde hace tal vez unos veinte años, cada tanto, me dejo llevar por la idea de que tal vez funcionan. Hay una mezcla que se llama “rescue remedy” —remedio de rescate— que se supone que es una especie de panacea que nos cura de todas las inseguridades, las nostalgias, las tristezas y los desasosiegos. Esa es la mezcla que se consigue aquí en pastillas. Nunca había comprado unas para mí, aunque las he usado para regalar, porque me parece que si regalo una de esas latitas amarillas con remedio de rescate, es como si regalara la calma envasada, la paz en gomitas que se disuelven en la boca. Esta semana, sin embargo, me compré mi latita amarilla y me he estado chupando una pastilla de rescate cada mañana después de desayunar. Debo decir que me ayudan a sentirme menos desamparada. No sé si funcionan o no, pero el sólo hecho de que alguien se haya tomado la molestia de producir y envasar esta especie de consuelo chupable me hace sentir como acompañada por todas las almas solitarias que en el mundo han sido. Y eso me reconforta.

En un rato se me van a ocurrir unas cuatro o cinco ideas más, como jugar con mi gato, ver en la tele documentales sobre animales —delfines y ballenas— o largas series en las que lo más interesante siempre pasa la semana siguiente, escuchar música, mirar viejas fotos… pero no alargo más esta entrada porque ya te haces una idea.

Puestos a dejar de quejarnos, sólo queda enumerar consuelos, ¿no?

Te mando un abrazo de rescate,
r

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