sábado, 21 de noviembre de 2009

Los niños olvidados del reino


Amiga,

Esta semana asistimos horrorizados a las declaraciones, que aparecieron en la televisión y en la prensa, de sobrevivientes del tráfico de niños que este país llevó a cabo hasta los años setenta. La razón: el primer ministro australiano tuvo la decencia de pedir perdón a los sobrevivientes de esa catástrofe humanitaria que parece no importarle a nadie en el Reino de su majestad británica. El Primer Ministro Brown no se ha sentido obligado todavía a otorgar la gracia de su propia disculpa.

La historia comenzó hace siglos, pero tanto tiempo atrás a nadie le parecía una tragedia. Así que nos quedamos con nuestro pobre siglo XX, digamos con la primera postguerra, para no ir más lejos. En el Reino se había producido un serio desajuste social a raíz de la gran guerra. Familias separadas, niños huérfanos, desempleo, pobreza incontrolable. Y ante semejante estado, a los encargados del bienestar social de la victoriosa Gran Bretaña no se les ocurrió mejor idea que enviar a los pobres, en masa, a países como Australia, Canadá y Nueva Zelanda.

El asunto podría considerarse una solución más bien tradicional, nada innovadora, porque a fin de cuentas este país ha utilizado la emigración forzosa a lo largo de toda su historia conocida. El detalle relevante tal vez sea que, esta vez, los pobres que salieron a partir de la primera guerra -y que siguieron saliendo después de la segunda guerra- eran niños, algunos menores de tres años, que fueron “declarados huérfanos”. Es decir, que nadie se tomó la molestia de averiguar si sus padres vivían ni si era posible reunir a las familias desmembradas por la guerra. A los padres les dijeron que los niños habían muerto. A los niños les dijeron que eran huérfanos. Y asunto concluido.

Así salieron cientos de miles de niños en barco, acompañados por algunos adultos que sin duda obtuvieron algún beneficio del elegante tráfico humano, a sus improbables destinos. En Canadá, Nueva Zelanda o Australia los niños trabajaron hasta el agotamiento en granjas y casas de familia, fueron maltratados y abusados, se les negó su derecho a ser británicos y a regresar a su país de origen, se les impidió reanudar contacto con los familiares que podían seguir vivos, en una palabra, se les trató como escoria.

Muchos de ellos están todavía vivos, por supuesto. Porque, por increíble que parezca, cuando la excusa se la guerra dejó de ser válida, los funcionarios encargados de velar por el bienestar público del Reino, con la obvia anuencia del más alto gobierno, siguieron considerando válida la política de expatriar de manera forzada a los huérfanos pobres. Dice la prensa que esta política se mantuvo hasta los años setenta. Sí, ¡setenta!

Es por eso que esta semana vimos en la BBC a una señora de mi edad, tal vez apenas un poco mayor, llorando ante las cámaras y pidiendo que le devolvieran su dignidad, su pasado, su derecho a tener patria.

Estas cosas se cuentan y no se creen. Ante un hecho histórico como este, perfectamente documentado, uno no puede menos que comprender que la modesta proposición de Jonathan Swift, para prevenir que los niños pobres (de Irlanda) fueran una carga para el reino, lejos de ser una descabellada sátira sin fundamento alguno, está basada en un principio profundamente arraigado en esta sociedad. El principio de que los pobres son carne de cañón y que mientras más pronto se quemen, mejor para todos.

Tal vez por eso abundan las noticias de los más horrorosos crímenes contra niños. Tal vez por eso no pasa un día sin que leamos en la prensa que alguna pobre mujer ha sido golpeada y mutilada. Tal vez por eso hay tantas historias de viejitos abandonados a su suerte y muriendo de mengua en instituciones supuestamente creadas para salvarlos.

Se me dirá que esto pasa en todas partes, ¿no? Y supongo que es verdad. Pero lo que escandaliza, lo que para los pelos, lo que aterra de este caso, es que se trataba de políticas organizadas, de amplios aparatos burocráticos destinados al propósito sistemático y legalizado de deshacerse de niños pobres, engañando con premeditación y alevosía tanto a los niños como a los padres.

Y aún así, hoy, en el año final de esta primera década del siglo XXI, el primer ministro británico todavía se pregunta cuándo será el mejor momento para pedir disculpas y compensar a las víctimas.

Si eso pasa con auténticos ciudadanos británicos, nacidos en esta tierra, de piel blanca y ojos azules —como se sostiene, con el característico racismo local, en uno de los muchos textos que leí sobre el tema— ¿qué pueden esperar los desheredados de orígenes menos afortunados? No mucho, creo.

Te mando un abrazo desamparado,
r

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