miércoles, 24 de febrero de 2010

Las diez reglas de Atwood



Amiga,

El sábado pasado, en el suplemento literario del diario The Guardian, publicaron las recomendaciones que más de veinte escritores le harían a quienes se inician en el oficio de juntar palabras (puedes verlas todas aquí). Voy a ir traduciendo para ti algunas de las respuestas que más me gustaron. Comienzo por Margaret Atwood, porque admiro su ironía permanente y su desconfianza en toda forma de solemnidad. Aquí va:

Diez consejos, por Margaret Atwood

1. Llévate un lápiz para escribir en los aviones. Los bolígrafos chorrean tinta. Pero si se quiebra la punta del lápiz, no puedes sacarle punta en el avión porque está prohibido llevar objetos cortantes a bordo. Así que llévate dos lápices.

2. Si se te parte la punta de los dos lápices, puedes intentar afilarlos con una lima de uñas, preferiblemente de metal.

3. Llévate también algo sobre lo que puedas escribir. El papel funciona. Si estás en un apuro también puedes intentar escribir en piezas de madera o hasta en tu propio brazo.

4. Si vas a usar una computadora, respalda todo en una memoria auxiliar, un pendrive, por ejemplo.

5. Has ejercicios para la espalda. El dolor distrae.

6. Manten la atención del lector. (Esto funciona mejor si puedes mantener tu propio interés). Pero como no sabes quién es el lector, es como pegarle a un pez con una china en la oscuridad. Lo que le fascina a A puede aburrir a muerte a B.

7. Lo más seguro es que necesites un diccionario de sinónimos, un manual rudimentario de gramática y cierto sentido de la realidad. Esto último quiere decir que no existen las comidas gratis. Escribir implica trabajo. Pero también es una apuesta. No vas a ganarte una pensión. Alguna gente puede ayudarte un poco, pero esencialmente estás de tu cuenta. Nadie te obliga a hacer esto: tú lo elegiste, así que deja de quejarte.

8. Nunca vas a poder leer tu propio texto con la anticipación inocente que viene con esa deliciosa primera página de un libro nuevo, porque tú lo escribiste. Has estado entre bastidores. Ya viste cómo los conejos fueron escondidos dentro del sombrero. Así que pídele a uno o dos amigos que te lean antes de entregar tu libro a una editorial. Este amigo no debe ser alguien con quien mantengas una relación romántica, a menos que quieras separarte.

9. No te quedes parado en el medio del bosque. Si pierdes el argumento a mitad de la historia, retrocede hasta el momento en que te perdiste y agarra el otro camino o cambia de narrador o cambia el tiempo o cambia la primera página.

10. Rezar puede funcionar. O leer otra cosa. O una visualización constante de cómo va a lucir la versión final, publicada, de tu espléndido libro.

Hasta aquí mi versión libre de los irreverentes consejos de Atwood. Ya te iré contando lo que dicen los otros.

Un abrazo,
r

lunes, 15 de febrero de 2010

Cinco escenarios más uno

Amiga,

Gracias por enviarme el vínculo al nuevo blog de tus amigos Georgina y Fabián. Es una buena idea hacer el ejercicio de imaginarnos el país que vendrá después de Chávez. Pero sobre todo, es una excelente idea ejercitar el humor mientras tramamos historias que nos libren en la ficción —antes que en la realidad— del Chacumbele de Sabaneta.

Sin embargo, y así lo comenté en el blog, creo que imaginar la salida del incordio que nos abruma a partir de su mismo imaginario anti-imperialista le hace un flaco favor a nuestras esperanzas. Antes que imaginar que nos invaden los marines y otros militares nos “salvan” de Chávez a la fuerza, prefiero ejercer el humor y la ironía por otros lados.

Así que aquí va mi contribución para el blog de Georgina y Fabián. Son sólo unas cuantas salidas imaginarias, que me suenan divertidas por lo que tienen de justicia poética:

1. Primer escenario: Un grupo de venezolanos en el exilio compra un equipo de grandes ligas y le ofrece a Chávez convertirse en entrenador, cuarto bate y novio de la madrina del equipo. La única condición es que entregue el mando. Chávez acepta encantado, se va para yanquilandia a dirigir su equipo y deja a todo el mundo con los crespos hechos.

2. Segundo escenario: Otro grupo de venezolanos en el exilio, con la ayuda de algunos cubanos también en el exilio, compra una isla en medio del Caribe —no tiene que ser una isla grande, puede ser una islita como la Isla de la Fantasía. Construyen en ella todo el escenario de la Sierra Maestra y hasta una réplica de La Habana de los años cincuenta, con su malecón y todo. Le ofrecen a Chávez la réplica exacta en la que va a poder llevar a cabo una revolución de verdad-verdad, como la que hizo Fidel, con todo y sus barbudos, sus campañas en la Sierra y su entrada triunfal a la capital con los fusiles al aire. Chávez no puede resistir la tentación de hacer historia y acepta la oferta… ¿y la revolución en Venezuela? Que con su pan se la coman!

3. Tercer escenario: La guerrilla colombiana le ofrece a Chávez el cargo de comandante supremo. Chávez renuncia a seguir intentando hacer la revolución de mentira en Venezuela y se va pal monte a hacer una revolución auténtica. Con su uniforme de campaña se toma miles de fotos antes de cruzar la frontera y da declaraciones por diez horas seguidas sobre todo lo que va a lograr una vez que se convierta en el jefe supremo de la guerrilla. Se imagina que es Bolívar sobre el Chimborazo y promete que volverá victorioso a liberar a la patria del imperio. Dos meses después llegan noticias de la hermana república: Chávez ha salido corriendo en el primer enfrentamiento que le tocó comandar. Todavía lo están buscando.

4. Cuarto escenario: Un grupo de científicos latinoamericanos que trabaja en la NASA descubre una manera de viajar en el tiempo y construye la máquina perfecta para hacerlo. Le ofrecen a Chávez viajar en el tiempo a pelear al lado de su admiradísimo Simón Bolívar. Chávez duda. Se lo piensa por semanas, mientras el país se sigue cayendo a pedazos y sólo hay luz tres horas al día en todo el territorio nacional. Finalmente toma una decisión. Aceptará la oferta de viajar en el tiempo, pero no a la época de Bolívar, sino a los tiempos de la Guerra Federal, porque quiere conocer a su paisano Ezequiel Zamora y salvarlo de la muerte. Para allá se va, contentísimo. Lo que nunca le dicen los científicos de la NASA es que no han resuelto el pequeño detalle de cómo hacer que la gente regrese. Según se sabe después, los científicos deciden que no vale la pena resolver el problema y lo dejan de ese tamaño.

5. Quinto escenario: Chávez oye hablar de la nueva película de James Cameron, Avatar, y como sabe que se va a ganar unos cuántos Óscares y quiere estar enterado de qué se trata, alquila para verla él solito la sala VIP del CC San Ignacio. Cuando termina de ver la película en 3D está tan emocionado que se manda a hacer un juego particular, de realidad virtual como los que aparecen en Star Trek. En ese juego, que instala en el sótano de un galpón ultra-secreto en Fuerte Tiuna, Chávez se dedica a encarnar el personaje del militar energúmeno y destruye una y otra vez el árbol sagrado de Pandora y mata a cuántos bichos azules se le ponen enfrente. Se entretiene tanto en el juego que nunca más sale de los oscuros sótanos de Fuerte Tiuna. Muchos años después, cuando ya se ha resuelto sin su ayuda el problema de la electricidad, de la basura, del agua, del desempleo… un humilde trabajador de la limpieza lo encuentra todavía jugando, viejito y arrugado. Ya no se acuerda que una vez intentó destruir un país de verdad, sólo tiene ojos para seguir matando a los dragones y a los Na'vis del mundo imaginario.

6. Sexto escenario: En las elecciones de septiembre de este año todo el mundo vota y, por primera vez en la historia, el porcentaje de abstención es CERO. Contra todo pronóstico, al CNE no le queda otra que aceptar que su jefe supremo ha sido derrotado, no tienen modo de cambiar las cifras por más que tratan de presentarlas de la mejor manera posible. En la nueva asamblea la oposición es la mayoría. Cuando se instala la asamblea, a pesar de todos los actos de saboteo que el chavismo intenta llevar a cabo, Chávez se declara en rebeldía y se lanza con sus tupamaros y demás paramilitares a la calle. Declara una cadena que dura tres días en los cuales se le ve en traje de campaña, caminando por polvorientos caminos no identificados, arengando a unas masas que nunca se ven en pantalla. De pronto la señal se interrumpe. Durante 24 horas las radios y los canales de televisión sólo transmiten música de cámara y comiquitas —algunas de lo más entretenidas. Finalmente aparece el nuevo presidente de la Asamblea Nacional anunciando que el ejército venezolano ha arrestado al ex-presidente y que éste se encuentra preso, en espera de los juicios que se iniciarán en su contra de inmediato. También se anuncia que habrá elecciones en menos de un año y que ya se ha procedido a intervenir y auditar PDVSA y todas las demás empresas del estado. En su celda, aunque no tiene ninguna otra comodidad extra, a Chávez le han puesto un televisor para que se entretenga viendo, por la nueva RCTV, cómo el país se reconstruye y avanza, sin extrañarlo en lo más mínimo.

De más está decir, amiga, que éste último escenario es el que más me gusta.

Un abrazo,
r

domingo, 14 de febrero de 2010

El exilio de adentro

Amiga,

Acabo de leer la columna que Alberto Barrera publicó hoy en El Nacional y no puedo menos que copiarla aquí abajo, sin ningún comentario porque habla por sí sola. Me recordó tanto lo que siempre me dices de no reconocerte como parte del país que te rodea, de sentirte extranjera en tu propio espacio. Es como si te estuviera escuchando. Aquí va:

Extranjeros/ Alberto Barrera Tyszka

De pronto tengo la sensación de que estoy en un país extranjero.

No reconozco ni entiendo lo que ocurre.

Siento un desconcierto que, lentamente, va dando paso a una extraña impotencia. Como si de repente hubiera caído en mitad de un país lejano, cuyas costumbres y formas de relación me resultan incomprensibles. Amaneciste en Indonesia, Barrera, ¿qué tal? Un ejemplo: las cadenas. Hay dos cosas que siempre me sorprenden y me dejan con todas las vocales volteadas. Lo primero es ese empeño del Presidente por hacernos creer que todo es repentino, que se trata de algo inesperado. Cualquiera que haya trabajado en radio o televisión sabe que, con suficiente antelación, un despacho público avisa a los medios privados que deben encadenarse a la señal del Estado. Esto hace todavía más patético lo segundo: el sketch que muestra al público de un acto oficial pidiéndole una cadena al Presidente, como la masa desaforada que le grita a Juan Gabriel en un concierto: ¡"Querida"! ¡"Querida"! ¡Canta "Querida"! La escena promueve una forma de placer perversa. Me complace someterte. Me hace feliz obligarte a verme, imponerte mi figura, mi voz. El mismo Presidente, hace pocos días, en un acto público, tras el numerito que acabo de narrar, exclamó lleno de alegría que, cuando eso pasaba, los escuálidos se molestaban y se morían de rabia. El auditorio volvió a aplaudir. Con gozo.

Como si condenar a una cadena a los sectores más pobres del país, que son los que no tienen cable, fuera una victoria política. Que el sufrimiento de los otros sea una forma de la felicidad, no parece una pasión demasiado saludable.

Otro ejemplo: el culto a la personalidad. Con el carisma de Hugo Chávez, el Gobierno ha construido una industria.

Probablemente es la empresa estatal más eficaz, más rentable. Se trata de una desproporción militarmente organizada.

Es un exceso trabucado en rutina. Tanto hablar de marxismo y resulta que Chávez se ha convertido en una mercancía, en la mercancía más importante del socialismo del siglo XXI.

Cuando veo y escucho cómo se comportan algunos compatriotas, suelo quedar demasiado perplejo. Me cruje la identidad. No nos reconozco.

Hay una suerte de postración devota, de constante gimnasia testicular, que me resulta perturbadora. Cada dos o tres frases de pronto, como si fuera normal, aparece una mención, una alabanza. Que si "como usted dice, comandante", blablá-blablablá. Que si esto y lo otro, "gracias a que usted lo ordenó, comandante" y etcétera, etcétera. Que si "no hubiera sido por usted, comandante, que tuvo la idea" y patatín y patatán. Es un protocolo nuevo, que no conocíamos, que no practicábamos. La veneración social. Siempre, además, con el rango militar por delante.

Poco a poco, el vocabulario civil se va borrando del idioma público. Amaneciste en un cuartel, ¿cómo la ves? Antes de que se me acaben las páginas, un ejemplo más: la incoherencia oficial como el orden natural del país. Lo que pasó este jueves puede resultar emblemático. En pleno plan de racionamiento eléctrico, al mismo tiempo que aparece como protagonista de una propaganda en la televisión, el Presidente convoca a un juego de beisbol, a las 7:00 de la noche, donde él departirá deportivamente con más de treinta peloteros venezolanos de las grandes ligas. Menos mal que aquellos sectores del país que, a esa hora, no tuvieron luz, tampoco pudieron ver el espectáculo del gran estadio iluminado en Fuerte Tiuna.

El derroche de vatios es un detalle sin importancia. Porque nada de lo que haga Chávez es contradictorio. Su lógica personal ha desplazado la lógica colectiva. El Presidente puede pedirte que te bañes en tres minutos, puede exigirte que recortes el uso de energía en tu casa, pero también puede organizar una caimanera privada de beisbol, para despedir a los beisbolistas nacionales que... ¡se van a jugar al imperio! ¡Al corazón mesmo del capitalismo que todo lo pervierte y que pasa los días planificando cómo invadirnos!

Las relaciones entre la retórica oficial y aquello que llamamos realidad, por momentos, nos pueden sacar de la geografía. O peor: pueden dejarnos dentro pero con la rara sensación de ser extranjeros en nuestro propio patio. Hay que vivir traduciendo todo: eso que llaman "revolución" es como un golpe de Estado en cómodas cuotas. Cuando mencionan "socialismo del siglo XXI", no trates de comprenderlo: es una expresión muy particular, que no tiene una traducción exacta. Cada día varía su significado. Si escuchas decir que "ser rico es malo", piensa que están diciendo todo lo contrario. De eso se trata. Amaneciste sentado en el absurdo, ¿cómo te sientes?


Va con un abrazo solidario desde esta distancia que no siempre es exilio,
r

lunes, 8 de febrero de 2010

Sobre trenes y polentas

Amiga,

Viajar en tren es una experiencia para la que no tenemos referencia en la tierruca. Para nosotros los trenes son objetos exóticos que pertenecen al pasado —y los recordamos en blanco y negro, como los hemos visto en viejos documentales de los tiempos de los abuelos y bisabuelos— o a países remotos más desarrollados que nosotros —y entonces los imaginamos veloces y coloridos, futuristas e inalcanzables. Por eso, porque pertenecen al territorio de los sueños, me encanta viajar en tren.

Todos los sábados me embarco en el tren que va de Edimburgo a Leeds a recibir unas clases que no sé muy bien si van a servirme para algo. Pero, me digo cada sábado, sólo el viaje vale la pena. Y me dispongo feliz a disfrutar el traqueteo de los vagones, el ritual de enseñar los tiques al supervisor —que los marca a veces con un bolígrafo, a veces con un abrehuecos, otras con un aparato de lo más sofisticado que deja una muesca en relieve—, los anuncios que van indicando la estación siguiente, el carrito que pasa con café y sánduches cada media hora, y el paisaje que pasa por la ventana cambiando apenas.

En una parte del trayecto el tren viaja al borde del mar. Esa es, por supuesto, mi parte favorita. Dejo de hacer lo que sea que esté haciendo y contemplo el mar gris, con el asombro que siempre me causa esa inmensa masa de agua. El resto son campos sembrados hasta donde alcanza la vista, algunos ríos, rebaños de ovejas y pequeñas ciudades que duermen todavía cuando paso el sábado en la mañana y parecen seguir durmiendo cuando vengo de regreso el sábado en la tarde.

Siempre me llevo un libro y un cuaderno. Alterno la lectura con los apuntes que hago para algunas cosas que estoy tratando de escribir: un cuento, un capítulo de la novela que no avanza, un artículo sobre Rocanegras de Fedosy Santaella. Este sábado me llevé el libro de Santaella para releerlo y poder ubicar algunas citas que quiero hacer para una charla que se supone que voy dar en el King´s College. Durante la primera hora leí tomando notas, con afán académico. Pero después me dejé atrapar otra vez por la historia y me perdí en las sombrías calles de El Silencio de los años veinte.

En un momento culminante de la lectura el tren dio un salto o un frenazo y yo levanté la vista para mirar afuera. Lo que vi por la ventana, el frío campo inglés tapado de densa niebla, me hizo recordar de pronto que no estaba en Caracas sino aquí. Y fue lo más parecido a esos momentos en los que nos damos cuenta de que no somos eternos y que un día todo esto que somos no va a existir más.

La experiencia del exilio no es algo que asimilas de una vez por todas y para siempre. Porque vives en dos idiomas y en dos —o más— culturas, estás siempre oscilando entre tus recuerdos del lugar al que perteneces y tu constatación permanente de lo que está frente a ti, que no es otra cosa que una extrañeza, una extranjeridad que no deja de sorprenderte y que no cesa.

En ese momento en que dejé de leer Rocanegras para mirar por la ventana del tren deteniéndose sentí un escalofrío bajándome por la columna como un terrible presagio. Era el desamparo del exilio, el desasosiego de no pertenecer, el vértigo de la distancia. Duró sólo un segundo y lo reconocí de inmediato, porque es un susto que he sentido muchas veces. Pero no por haberlo sentido antes se hace menos terrible.

Como siempre que me entran estos miedos, compenso de algún modo cocinando algo rico. Hoy me fui al abasto en medio del frío inclemente y traje a casa el cargamento de todo lo necesario para hacer una polenta dominicana como la hacía mi abuela, recordando su comida, también en una tierra extranjera. Pero, esta vez, la masa adquirió un poco más del sentimiento del exilio: mezclé dos recetas e incluí algunos ingredientes de la sopa paraguaya que aprendimos a hacer con dos amigos recientes, Lubo y Liz, el fin de semana pasado.

Creo que la voy a bautizar como la polenta de la nostalgia. Porque los amigos que nos enseñaron a preparar y a comer la sopa paraguaya también están en el exilio, también se comunican en otra lengua, también extrañan sus tierras —ella es paraguaya, él es eslovaco— y se consuelan cocinando platos que les recuerdan un tiempo menos duro.

La casa huele hoy a maíz y a queso, a la cocina de mi abuela en Guanare y a ingredientes de este otro lado del mundo. Todo junto y revuelto. Esa es la mejor definición del exilio que se puede sentir en carne propia. Esa mezcolanza del tiempo de antes con el tiempo de ahora, de lo que recordamos con lo que vivimos día a día. Tal vez por eso es verdad que, como siempre me dices, todos nos sentimos de algún modo en una especie de exilio.

Te mando un abrazo,
r

lunes, 1 de febrero de 2010

Adiós a Tomás


Amiga,

Acabo de enterarme hoy de la muerte de Tomás Eloy Martínez y es una noticia que me entristece y me abruma. No sabía ni siquiera que estaba enfermo. La última vez que me comuniqué con él fue cuando murió Susana, su esposa, en un accidente absurdo. Le escribí un par de líneas sólo para que supiera que yo también lo estaba acompañando y no esperaba ninguna respuesta, porque me imaginé que él estaría destrozado y sin ganas de escribirle a nadie. Pero me respondió, con el cariño de siempre y, como siempre, interesado por saber cómo estaba y qué estaba haciendo.

Así era Tomás Eloy. Nos conocimos en el taller de narrativa que dictó en el CELARG. En ese taller estábamos Ybéyice Pacheco, Carlos Moros, Hugo Prieto, Sonia Pirona, Raúl Lotito, Nadia Badra, Luis Barrera, María Celeste Olalquiaga y la misma Susana Rotker, que asistía como oyente, pero que también compartió con nosotros algunos de sus textos. Durante años cargué de una mudanza a otra una carpeta con los textos que intercambiamos en ese taller que para nosotros se volvió legendario. Pero en algún cambio de casa o de país esos papeles se traspapelaron y los perdí para siempre.

En algunas de esas mudanzas se desaparecieron también cuatro o cinco cassettes en los que había grabado las charlas que nos dio en la vieja casita del CELARG en Altamira, al lado del Colegio Cristo Rey donde terminé mi bachillerato. Esas charlas tenían como telón de fondo los grillos del patio, y a través de esos ruidos se oía la voz lenta de Tomás, llena de pausas y largos suspiros, tratando de pasearnos por la historia de un tema o de un género. En nuestras conversas en la casita de Altamira se mezclaba la exigencia y el estímulo permanente. Pero sobre todo estaba la solidaridad, porque Tomás creía en cada uno de nosotros y nos lo dejaba saber. Creo que para todos el apoyo de Tomás era al mismo tiempo un reto y un honor inmenso.

En los días en que Tomás y Susana estaban por irse a los Estados Unidos, hicieron una comida en su casa para los que habíamos participado en el taller. Ellos no quisieron llevarse toda su biblioteca así que fueron invitando grupos de gente para que se fueran repartiendo lo que quedaba. Salimos de la casa de Tomás con bolsas de libros y nos despedimos con abrazos y promesas de mantenernos en contacto.

Cuando García Márquez le pidió a Tomás que lo ayudara a crear la Fundación para el Nuevo Periodismo, que iba a financiar con parte del dinero del Premio Nóbel, Tomás me pidió algunos de los textos que yo había escrito. Se los llevó a Bogotá junto con muchos otros que seguramente recopiló entre los jóvenes periodistas que conocía. Yo no estuve entre los periodistas que dieron inicio a ese proyecto, pero siempre me sentí orgullosa de al menos haber estado entre quienes Tomás eligió para ofrecer como parte de su propuesta al Gabo.

También perdí en alguna mudanza las cartas que me escribió cuando se fue. Yo le escribía para mantenerlo al día de mis cosas —antes de que existiera el correo electrónico— y él respondía siempre con el mismo cariño y la misma generosidad que nos demostró a todos. Cuando me antojé de ir a estudiar afuera, él fue uno de los primeros en ofrecerme una beca en Rutgers, donde trabajaba. Al final no me decidí y, entre una cosa y otra, dejamos de escribirnos por largas temporadas. Pero yo sabía que Tomás estaba ahí y que podía acudir a él si necesitaba cualquier cosa, aunque sólo fuera contarle lo que estaba leyendo o escribiendo.

Una vez nos vimos en la presentación de uno de sus libros en Caracas. Creo que fue durante el éxito de Santa Evita. Tomás iba a hablar en una de las salas del Ateneo. La sala estaba llena con todos sus amigos y admiradores incondicionales. Yo me llevé mi ejemplar de Santa Evita y lo esperé en la puerta con la intención de pedirle que me lo firmara. Llegó un poco tarde y casi me arrepiento al verlo bajar las escaleras rodeado de gente. Sin embargo, cuando me reconoció me saludó con una gran sonrisa, me dio un enorme abrazo y se instaló a firmarme el libro con una larga dedicatoria, sin importar que todo el mundo lo estuviera esperando.

Me acuerdo que cuando me fui a estudiar mi doctorado en Londres le pedí nombres de gente a la que pudiera acudir en caso de necesitar ayuda en la universidad o en la logística típica de cambiar de país. Me respondió inmediátamente dándome nombres y números de teléfonos, ofreciéndome recomendaciones y poniéndose una vez más a la orden.

No creo que uno se recupere nunca de la pérdida de los amigos más queridos, pero al menos nos queda recordarlos y seguirlos queriendo. Como dijo Tomás en una de las últimas entrevistas que le hicieron: “Un ser que existió persiste a través de la memoria. (…) No sólo en los recuerdos que tienes sino en los recuerdos que dejas. Por eso el cielo y el infierno son tus buenas y tus malas acciones, aquello que dejaste y eso que queda en la memoria de los otros.”

Un abrazo entristecido,
r