lunes, 1 de febrero de 2010

Adiós a Tomás


Amiga,

Acabo de enterarme hoy de la muerte de Tomás Eloy Martínez y es una noticia que me entristece y me abruma. No sabía ni siquiera que estaba enfermo. La última vez que me comuniqué con él fue cuando murió Susana, su esposa, en un accidente absurdo. Le escribí un par de líneas sólo para que supiera que yo también lo estaba acompañando y no esperaba ninguna respuesta, porque me imaginé que él estaría destrozado y sin ganas de escribirle a nadie. Pero me respondió, con el cariño de siempre y, como siempre, interesado por saber cómo estaba y qué estaba haciendo.

Así era Tomás Eloy. Nos conocimos en el taller de narrativa que dictó en el CELARG. En ese taller estábamos Ybéyice Pacheco, Carlos Moros, Hugo Prieto, Sonia Pirona, Raúl Lotito, Nadia Badra, Luis Barrera, María Celeste Olalquiaga y la misma Susana Rotker, que asistía como oyente, pero que también compartió con nosotros algunos de sus textos. Durante años cargué de una mudanza a otra una carpeta con los textos que intercambiamos en ese taller que para nosotros se volvió legendario. Pero en algún cambio de casa o de país esos papeles se traspapelaron y los perdí para siempre.

En algunas de esas mudanzas se desaparecieron también cuatro o cinco cassettes en los que había grabado las charlas que nos dio en la vieja casita del CELARG en Altamira, al lado del Colegio Cristo Rey donde terminé mi bachillerato. Esas charlas tenían como telón de fondo los grillos del patio, y a través de esos ruidos se oía la voz lenta de Tomás, llena de pausas y largos suspiros, tratando de pasearnos por la historia de un tema o de un género. En nuestras conversas en la casita de Altamira se mezclaba la exigencia y el estímulo permanente. Pero sobre todo estaba la solidaridad, porque Tomás creía en cada uno de nosotros y nos lo dejaba saber. Creo que para todos el apoyo de Tomás era al mismo tiempo un reto y un honor inmenso.

En los días en que Tomás y Susana estaban por irse a los Estados Unidos, hicieron una comida en su casa para los que habíamos participado en el taller. Ellos no quisieron llevarse toda su biblioteca así que fueron invitando grupos de gente para que se fueran repartiendo lo que quedaba. Salimos de la casa de Tomás con bolsas de libros y nos despedimos con abrazos y promesas de mantenernos en contacto.

Cuando García Márquez le pidió a Tomás que lo ayudara a crear la Fundación para el Nuevo Periodismo, que iba a financiar con parte del dinero del Premio Nóbel, Tomás me pidió algunos de los textos que yo había escrito. Se los llevó a Bogotá junto con muchos otros que seguramente recopiló entre los jóvenes periodistas que conocía. Yo no estuve entre los periodistas que dieron inicio a ese proyecto, pero siempre me sentí orgullosa de al menos haber estado entre quienes Tomás eligió para ofrecer como parte de su propuesta al Gabo.

También perdí en alguna mudanza las cartas que me escribió cuando se fue. Yo le escribía para mantenerlo al día de mis cosas —antes de que existiera el correo electrónico— y él respondía siempre con el mismo cariño y la misma generosidad que nos demostró a todos. Cuando me antojé de ir a estudiar afuera, él fue uno de los primeros en ofrecerme una beca en Rutgers, donde trabajaba. Al final no me decidí y, entre una cosa y otra, dejamos de escribirnos por largas temporadas. Pero yo sabía que Tomás estaba ahí y que podía acudir a él si necesitaba cualquier cosa, aunque sólo fuera contarle lo que estaba leyendo o escribiendo.

Una vez nos vimos en la presentación de uno de sus libros en Caracas. Creo que fue durante el éxito de Santa Evita. Tomás iba a hablar en una de las salas del Ateneo. La sala estaba llena con todos sus amigos y admiradores incondicionales. Yo me llevé mi ejemplar de Santa Evita y lo esperé en la puerta con la intención de pedirle que me lo firmara. Llegó un poco tarde y casi me arrepiento al verlo bajar las escaleras rodeado de gente. Sin embargo, cuando me reconoció me saludó con una gran sonrisa, me dio un enorme abrazo y se instaló a firmarme el libro con una larga dedicatoria, sin importar que todo el mundo lo estuviera esperando.

Me acuerdo que cuando me fui a estudiar mi doctorado en Londres le pedí nombres de gente a la que pudiera acudir en caso de necesitar ayuda en la universidad o en la logística típica de cambiar de país. Me respondió inmediátamente dándome nombres y números de teléfonos, ofreciéndome recomendaciones y poniéndose una vez más a la orden.

No creo que uno se recupere nunca de la pérdida de los amigos más queridos, pero al menos nos queda recordarlos y seguirlos queriendo. Como dijo Tomás en una de las últimas entrevistas que le hicieron: “Un ser que existió persiste a través de la memoria. (…) No sólo en los recuerdos que tienes sino en los recuerdos que dejas. Por eso el cielo y el infierno son tus buenas y tus malas acciones, aquello que dejaste y eso que queda en la memoria de los otros.”

Un abrazo entristecido,
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