lunes, 8 de febrero de 2010

Sobre trenes y polentas

Amiga,

Viajar en tren es una experiencia para la que no tenemos referencia en la tierruca. Para nosotros los trenes son objetos exóticos que pertenecen al pasado —y los recordamos en blanco y negro, como los hemos visto en viejos documentales de los tiempos de los abuelos y bisabuelos— o a países remotos más desarrollados que nosotros —y entonces los imaginamos veloces y coloridos, futuristas e inalcanzables. Por eso, porque pertenecen al territorio de los sueños, me encanta viajar en tren.

Todos los sábados me embarco en el tren que va de Edimburgo a Leeds a recibir unas clases que no sé muy bien si van a servirme para algo. Pero, me digo cada sábado, sólo el viaje vale la pena. Y me dispongo feliz a disfrutar el traqueteo de los vagones, el ritual de enseñar los tiques al supervisor —que los marca a veces con un bolígrafo, a veces con un abrehuecos, otras con un aparato de lo más sofisticado que deja una muesca en relieve—, los anuncios que van indicando la estación siguiente, el carrito que pasa con café y sánduches cada media hora, y el paisaje que pasa por la ventana cambiando apenas.

En una parte del trayecto el tren viaja al borde del mar. Esa es, por supuesto, mi parte favorita. Dejo de hacer lo que sea que esté haciendo y contemplo el mar gris, con el asombro que siempre me causa esa inmensa masa de agua. El resto son campos sembrados hasta donde alcanza la vista, algunos ríos, rebaños de ovejas y pequeñas ciudades que duermen todavía cuando paso el sábado en la mañana y parecen seguir durmiendo cuando vengo de regreso el sábado en la tarde.

Siempre me llevo un libro y un cuaderno. Alterno la lectura con los apuntes que hago para algunas cosas que estoy tratando de escribir: un cuento, un capítulo de la novela que no avanza, un artículo sobre Rocanegras de Fedosy Santaella. Este sábado me llevé el libro de Santaella para releerlo y poder ubicar algunas citas que quiero hacer para una charla que se supone que voy dar en el King´s College. Durante la primera hora leí tomando notas, con afán académico. Pero después me dejé atrapar otra vez por la historia y me perdí en las sombrías calles de El Silencio de los años veinte.

En un momento culminante de la lectura el tren dio un salto o un frenazo y yo levanté la vista para mirar afuera. Lo que vi por la ventana, el frío campo inglés tapado de densa niebla, me hizo recordar de pronto que no estaba en Caracas sino aquí. Y fue lo más parecido a esos momentos en los que nos damos cuenta de que no somos eternos y que un día todo esto que somos no va a existir más.

La experiencia del exilio no es algo que asimilas de una vez por todas y para siempre. Porque vives en dos idiomas y en dos —o más— culturas, estás siempre oscilando entre tus recuerdos del lugar al que perteneces y tu constatación permanente de lo que está frente a ti, que no es otra cosa que una extrañeza, una extranjeridad que no deja de sorprenderte y que no cesa.

En ese momento en que dejé de leer Rocanegras para mirar por la ventana del tren deteniéndose sentí un escalofrío bajándome por la columna como un terrible presagio. Era el desamparo del exilio, el desasosiego de no pertenecer, el vértigo de la distancia. Duró sólo un segundo y lo reconocí de inmediato, porque es un susto que he sentido muchas veces. Pero no por haberlo sentido antes se hace menos terrible.

Como siempre que me entran estos miedos, compenso de algún modo cocinando algo rico. Hoy me fui al abasto en medio del frío inclemente y traje a casa el cargamento de todo lo necesario para hacer una polenta dominicana como la hacía mi abuela, recordando su comida, también en una tierra extranjera. Pero, esta vez, la masa adquirió un poco más del sentimiento del exilio: mezclé dos recetas e incluí algunos ingredientes de la sopa paraguaya que aprendimos a hacer con dos amigos recientes, Lubo y Liz, el fin de semana pasado.

Creo que la voy a bautizar como la polenta de la nostalgia. Porque los amigos que nos enseñaron a preparar y a comer la sopa paraguaya también están en el exilio, también se comunican en otra lengua, también extrañan sus tierras —ella es paraguaya, él es eslovaco— y se consuelan cocinando platos que les recuerdan un tiempo menos duro.

La casa huele hoy a maíz y a queso, a la cocina de mi abuela en Guanare y a ingredientes de este otro lado del mundo. Todo junto y revuelto. Esa es la mejor definición del exilio que se puede sentir en carne propia. Esa mezcolanza del tiempo de antes con el tiempo de ahora, de lo que recordamos con lo que vivimos día a día. Tal vez por eso es verdad que, como siempre me dices, todos nos sentimos de algún modo en una especie de exilio.

Te mando un abrazo,
r

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