lunes, 16 de agosto de 2010

Recordar las casas 2

Amiga,

Sigo con la historia de las casas en las que he vivido… La tercera casa en la que viví se llamaba la Rivasón. El flamante nombre que le quiso poner mi papá se suponía que era una mezcla de nuestro apellido con el inicio del nombre de mi mamá, pero la verdad es que el nombre no tuvo éxito y todavía hoy la llamamos, simplemente, la casa del cerro.

Había empezado a construirse unos años antes de que nos mudáramos y no parecía estar lista nunca. Todas las tardes, después de la siesta, mi mamá nos montaba en la camioneta Ford roja y subíamos por la larga carretera llena de curvas que iba al cerro. Era un camino angosto y peligroso, porque nadie pasaba nunca por ahí, pero cuando venía un carro bajando y en volandas el choque parecía siempre inminente. Sobre todo porque nuestra camioneta roja ocupaba por completo el camino y era complicado maniobrar con ella.

Cuando llegábamos arriba, al lugar en que la carretera se volvía plana y recta, respirábamos con alivio. Tomábamos el lado derecho de la vía, que bajaba en un desnivel extraño, dejando la carretera principal un metro más arriba, y por ahí llegábamos al final de la calle. Las últimas dos casas antes de la nuestra eran idénticas. Ahí vivían dos hermanos de origen español que habían instalado en el cerro sus casas mucho antes, cuando nadie más quería vivir en esos montes. Pero para cuando mis padres empezaron a construir su casa ya vivían ahí otras familias. Aunque nosotros nos sentíamos pioneras porque más allá de nuestra casa sólo había un largo montarrascal que llegaba hasta el colegio de los curas donde yo estudié quinto y sexto grado.

La casa fue construida con ideas de mi papá y mi mamá. Mi papá quería una cocina con salida directa a la calle, que tuviera el fogón en el medio, como él decía. Quería que se pareciera a un rancho del llano, en el que la vida toda de la casa girara alrededor de la cocina y el aparato mismo de cocinar estuviera también en el centro del espacio que serviría de cocina. La otra condición era que la casa debía tener una inmensa terraza. Ahí se aprovecharía el clima menos agobiante del cerro y por las largas ventanas que iban de un extremo a otro de la terraza, entraría la brisa a la sala y al comedor. En esta terraza habría dos puertas de entrada. Las visitas formales entrarían por la sala. La familia y los amigos más íntimos entrarían por la puerta del estudio, que daba también a la cocina.

Más allá estaban los cuartos de nosotras y hacia el lado de atrás de la casa el cuarto de mis padres, con un ancho vestier donde cabía una hamaca y un baño al fondo. En ese cuarto tenía que entrar holgada la cama de dos por dos metros en la que mi papá quería dormir por el resto de sus días. Abajo estaría el cuarto de servicio y el lavandero, además del garage donde se podían estacionar cómodamente cuatro carros. Es decir, la casa estaba casi montada en el aire, sobre el estacionamiento y las habitaciones de servicio. Los planes eran que ahí abajo sucedería poco o casi nada.

Pero, como suele pasar, una vez que las casas se construyen parecen tomar una especie de vida propia y empiezan a producir usos inesperados. En aquel sótano, que había sido destinado para guardar carros y nada más, nosotras instalamos nuestros cuarteles de juego. Ahí podíamos armar cualquier barullo sin que nos regañaran por hacer ruido a la hora de la siesta —que era lo que pasaba en la casa vieja. Desde ahí podíamos ver llover en las largas tardes de invierno y hasta quitarnos la ropa y aprovechar para bañarnos en los anchos chorrerones que venían de los desagües de arriba. En el llano todo niño tiene derecho a bañarse sin tapujos en cualquier aguacero.

En la parte de arriba, la terraza se llenó de sillas de jardín blancas con cojines amarillos y tumbonas reclinables de cojines azules. Toda la vida social de la casa se concentró en esa inmensa terraza y la puerta que había sido destinada a las visitas formales nunca se abrió, porque la sala jamás tuvo muebles, como tampoco llegamos a comer en el largo espacio vacío que iba a ser, y nunca fue, el comedor formal de la casa del cerro. A esa terraza se llegaba por una escalera que tenía al lado una inmensa mata de esas que llaman uñedanta —uña de danta, dicho finamente— que deben haber sembrado un año antes de que la casa fuera habitable, porque siempre la recuerdo enorme y verde.

Además de la terraza, tal como mi papá quería, el otro lugar donde todo ocurría era la cocina, con sus hornillas empotradas en un mueble central y sus largos y elegantes gabinetes blancos y azules. Era la cocina más grande y hermosa que yo había visto. Y a todo el que visitaba la casa, fuera o no de confianza, había que enseñarle aquel prodigio. La cara de asombro y los elogios eran casi obligados. Y todo el mundo terminaba tomándose un cafecito en el pantry de la cocina, que tenía también una forma original, porque salía de la pared como un rectángulo y terminaba en un círculo, como la forma del hueco de una cerradura antigua. Es decir, no era una mesa cuadrada y tampoco una mesa redonda, sino las dos cosas a la vez.

Vivimos en esa casa tan poco tiempo que en mi memoria hay siempre un largo desfile de gente que viene a conocer la casa, como si todo el tiempo que estuvimos ahí hubiéramos estado estrenándola. Pero además del recuerdo de las visitas hay otras dos cosas que siempre asocio con esa casa: los juegos en el patio y nuestra primera perrita. Era una salchicha, hija de un casar que tenía una amiga de mi mamá, Mirna Grisolía. Para nosotras era una novedad inmensa tener un animal corriendo por la casa. Habíamos tenido loros en la casa vieja, pero los loros están siempre encerrados y no se puede correr con ellos por el patio.

Chocolita, que así le pusimos a la salchicha, era una perrita consentida. Dormía conmigo en la cama. Comía a escondidas jamón y queso. La metíamos en un bolso y nos la llevábamos de viaje, aunque mi papá lo había prohibido. Por alguna deformación genética, tenía las orejas levantadas como un cangurito en miniatura y eso la hacía extraña y al mismo tiempo divertida. Por más que le doy vueltas, no me puedo acordar qué pasó con ella. Pero me imagino que mi mamá la regaló cuando la familia se mudó a Barquisimeto, como regalaría en adelante todos los otros perros de los que nos antojamos en la vida.

Los juegos en el patio eran liderados por mi hermana Ruth, que se subía por las paredes y no parecía tenerle miedo a ningún tipo de riesgo. A fin de cuentas ya se había caído de un segundo piso, en la residencia del gobernador; se había fracturado un brazo, pegando brincos en el viejo estudio de la otra casa; le habían cogido puntos en una rodilla que se le quedó enganchada en una cerca; había rebotado contra una cuerda colgada en el patio, también en la casa vieja; y había sobrevivido a todo eso sin haber cumplido los siete años. Parecía invencible y nos lo demostraba subiéndose a la alta pared que rodeaba toda la casa y caminando por el borde haciendo equilibrio con los brazos extendidos.

Además de los juegos peligrosos que implicaban siempre un reto —¡a que no te subes!— estaban los juegos más calmados, en los que imaginábamos que teníamos un inmenso zoológico y que éramos las encargadas de curar, alimentar y cuidar animales tan exóticos como cocodrilos, hipopótamos o jirafas. Teníamos un mapa mental muy definido de dónde estaba la jaula de cada especie. El patio de la casa era nuestra particular arca de Noé y pasábamos horas preocupadas por los chimpancés que se habían escapado, o los rinocerontes que no querían dormir o los leones que se peleaban con los tigres.

Cuando no jugábamos al zoológico jugábamos a la guerra. Durante mucho tiempo hubo en el patio montones de tierra que se estaban usando para terminar alguna obra en la casa. Esas eran nuestras trincheras y desde ahí no sólo presenciábamos una guerra de dimensiones gigantescas, sino que reportábamos los sucesos a un periódico imaginario en el que trabajábamos. Desde que era una niña tenía la idea de que lo interesante de las cosas que pasaban no eran los hechos en sí, sino el cuento que había que armar después. Y por eso teníamos una redacción en el garage y me acuerdo que me sentaba en una mesita con una página en blanco delante de mí y hacía como que escribía en una máquina y mientras tanto contaba en voz alta, como en las películas, lo que iba escribiendo.

El otro juego era el de explorar los alrededores. Ese era un juego más complicado, porque, en teoría, teníamos prohibido salir de la casa y si nos aventurábamos más allá de los límites de lo permitido, sabíamos que podían castigarnos. El castigo era siempre una forma de encierro y eso era lo peor que se le podía hacer a unas niñas acostumbradas a andar de su cuenta por la vida. Pero, aún así, nos arriesgamos más de una vez a explorar los caminos que misteriosamente cruzaban los montes que estaban más allá de los límites de la casa. Buscábamos piedras y hojas, animales raros —bachacos, hormigas, gusanos— y sonidos extraños. Todo lo registrábamos con ánimo naturalista y al regresar hacíamos un balance y planeábamos las nuevas incursiones. Más tarde, cuando hicimos un grupo de amigos entre los vecinos, las incursiones las hacíamos en bicicleta y llegábamos hasta el colegio, que era lo más lejos que se podía ir en esa época.

Cuando nos cansábamos de los juegos de varones jugábamos a las mises. No creo que haya una niña en Venezuela que no haya jugado al menos una vez en la vida a las mises. Pero lo que a mí más me gustaba de ese juego era que al final, ganara quien ganara, a cada reina de belleza le tocaba ir a cenar con un actor famoso. Yo siempre elegía a un actor que hacía de Tarzán y que me parecía el hombre más hermoso sobre la faz de la tierra. No porque tenía un cuerpo perfecto —que lo tenía— sino porque su sonrisa era dulce y pícara. No me puedo acordar del nombre, lo que demuestra que todos los grandes amores pueden terminar en el olvido.

Usábamos la terraza para jugar a las mises, porque era a nuestros ojos el lugar más glamoroso de la casa y porque tenía escalera. Para ser miss era fundamental bajar con gracia una cantidad decente de escalones. Hacíamos varios desfiles y teníamos jueces y premios y discursos en otros idiomas y todo. Era un juego larguísimo que no se terminaba nunca. Tal vez el único juego del que nos avergonzamos tiempo después, porque cuando crecimos nos daba pena habernos creído alguna vez reinas de belleza.

En esa casa ya no dormíamos apretujadas en un mismo cuarto, sino en dos habitaciones que estaban una frente a la otra y tenían en el medio un baño para nosotras solas. Esa era una total novedad, como era una novedad absoluta que el baño estuviera cubierto desde el piso hasta el techo con unas baldosas decoradas con arabescos de lo más complicados. Años después vi balsosas como esas en las paredes de las casas de Lisboa y entendí que de ahí venía el gusto por las baldosas decoradas: algún portugués de los muchos que había en Guanare puso seguramente de moda el asunto y los guanareños lo adoptaron como signo de modernidad y distinción. Hoy, seguramente, me parecerían horribles.

Yo dormía con Ruth en el cuarto que estaba a la derecha, más cerca de la cocina. Rebeca y Renée dormían en el cuarto de la izquierda, que daba hacia el cuarto de mis padres. Los dos cuartos eran exactos y tenían ventanas que daban hacia la entrada del estacionamiento y a la pared que colindaba con las casitas idénticas de los españoles que teníamos de vecinos. Como he sido insomne toda la vida, también recuerdo haber pasado en esta casa noches largas en las que me costaba conciliar el sueño, mirando las vigas de hierro que sostenían el techo machimbrado y escuchando los grillos y las ranas que era lo único que se oía en el cerro en esa época. Los insomnios de esta casa, sin embargo, olían a pintura nueva a madera tibia y a cemento fresco.

Viví en esa casa menos tiempo que mis hermanas, porque entre los once y los doce años me mandaron a un internado en Boconó a comenzar la secundaria. En Guanare sólo había bachillerato en el colegio de las monjas y en algún momento mi mamá se había peleado con ellas y —como se dice— les hizo la cruz y juró que sus hijas no estudiarían jamás en ese lugar. Y en efecto así fue. Pero una niña de su casa no podía estudiar bachillerato en el liceo público, que era por supuesto mixto y donde —según mi mamá— estudiaban todos los patoteros, vagos y maleantes del pueblo. Así que las niñas tenían que irse a estudiar a otro lado al terminar la primaria. Mi hermana Rebeca se había ido ya a Caracas, a vivir en casa de la tía María. No me podían mandar a mí también, porque hubiera sido un abuso, de modo que me tocaba internado.

Me acuerdo de los preparativos, que incluían bordar en cada uniforme, en cada camisa, media, pantaleta, paño o piyama, un numerito que identificaba mis pertenencias. Creo que era el 52, pero no estoy segura. Pasamos semanas bordando aquellos números rojos en todas partes. Tal vez Sofía estaba todavía trabajando en la casa, o tal vez era otra la muchacha que nos ayudó con aquel inmenso equipaje que parecía un ajuar de novia. Pero me acuerdo que para mí era una gran intriga eso del bachillerato, porque no me explicaba cuál era la diferencia con la primaria. Recuerdo que le pregunté a Sofía, o a la muchacha que trabajaba en la casa en ese momento, y que la respuesta fue que el bachillerato era exactamente igual que la primaria, pero en vez de tener una sola maestra y un solo salón uno tenía distintos salones y muchos profesores. Ocho, creo que eran las materias en ese momento. Me acuerdo que me pareció un número de vértigo y que lejos de tranquilizarme su respuesta me hizo pasar horas de horas sin dormir.

En la casa del cerro había mil lugares donde esconderse y supongo que jugábamos al escondido, porque me acuerdo de haber entrado muchas veces en silencio a la enorme sala vacía o al comedor sin muebles para desaparecer por horas. La sala que nunca se usó para recibir gente sí se usaba en diciembre, para montar el nacimiento y el arbolito. En aquel espacio enorme los símbolos de la navidad lucían desamparados, pero ahí amanecieron, al menos una vez, los regalos traídos por el Niño Jesús, cuando la única que todavía creía en esos milagros era Renée.

El olor a nuevo de la casa del cerro nunca envejeció para mí. Ni siquiera muchos años después cuando volvimos, ya adolescentes, antes de que vendieran la casa, para jugarle a algunos amigos una broma cruel. Era un diciembre. Habíamos venido a pasar navidades en el pueblo después de vivir un par de años afuera, en Barquisimeto. Nos estábamos quedando en casa de la abuela, pero teníamos todavía la llave de la casa del cerro, que estaba por venderse. Así que decidimos hacer una fiesta de día de los inocentes.

Creo que la idea fue de Ana Mercedes o de algunas otras amigas de mi hermana Rebeca. Ellas eran las que conocían muchachos y muchachas en edad de ir a fiestas. Yo seguía pensando que las fiestas eran unas reuniones aburridísimas donde la gente grande se echaba palos y los niños corrían por los patios hasta caer rendidos en todos los muebles disponibles. Reuniones en las que no había lugar para la adolescente tímida y retraída que yo era.

El asunto es que mi hermana Rebeca y sus amigas hicieron circular la noticia de que iba a haber una gran fiesta en aquella casa enorme que tenía meses vacía. El lugar ideal para una fiesta sin la supervisión de los adultos. Cerca de la hora en la que habíamos convocado a los invitados nos fuimos para allá y pusimos música y luces de colores que se apagaban y se prendían en el cuarto que había sido el estudio de mi papá. Desde ahí veíamos llegar los carros que se estacionaban afuera y a los muchachos animados y bullangueros que se bajaban a tocar el timbre. Nos moríamos de la risa al verlos maldecir después de leer, en el gran letrero que habíamos puesto en la reja, que habían caído por inocentes.

Ese es el último recuerdo que tengo de la casa del cerro. Pero para mí el cerro, que hoy se llama pomposamente “Colinas de Curazao”, sigue siendo un lugar especial. Muchísimos años después escribí una novela breve, que llamé Apuntes para juego, y que está entera en un blog aquí al lado. Nada de lo que se cuenta ahí es real. Pero el cerro, con su calle que sube y baja y su colegio de curas al final, que en mi historia es un ancianato, está construído sobre mi memoria de ese lugar que ya no existe tal como era. Hoy el cerro entero está lleno de casas y no sé si el viejo colegio en el que terminé la primaria sigue en pie.

Cuando salí de mi año de internado en Boconó, en julio de 1974, ya la familia vivía en Barquisimeto, en la urbanización Los Leones. La casa del cerro había quedado atrás. Ahí habíamos dejado los juegos y los baños de lluvia, las excursiones a lo desconocido, la infancia toda. Lo que vino después fue la adolescencia, un tiempo duro y lleno de malentendidos, pleitos, descontentos y fugas. Pero la casa de Barquisimeto fue un paréntesis y una especie de portal a otra dimensión de la vida. Por eso merece un cuento aparte.

Espero que me sigas acompañando al menos por dos casas más, donde voy a parar la serie para escribir el resto en privado. Es una historia que se vuelve más íntima a medida que avanza y quisiera guardarla para mis hermanas y mis sobrinos. Además, en este blog nuestro se supone que tengo que contarde de mi día a día en este exilio en el que a veces la memoria no cabe.

Cariños,
r

No hay comentarios: