lunes, 6 de septiembre de 2010

Recordar las casas 3



Amiga,

Aunque esta serie de recuerdos se supone que se refiere a las casas en las que he vivido, voy a hacer un par de paréntesis para incluir casas en las que, aunque no viví literalmente, pasé tanto tiempo que se volvieron mis casas adoptivas en algún momento. Una de esas casas era la casa de la abuela Julia. Las casas, mejor dicho. Porque estaba la casa vieja, que ya no existe, y la casa nueva que todavía está en el mismo lugar y donde vive ahora uno de mis primos.

La casa vieja de la abuela es para mí un lugar fantástico. En la foto que ves arriba está el portón enorme por el que se entraba en aquella casa colonial, de zaguán y patio interno. Cuando miro esa foto se me vienen a la mente los olores y los sonidos de una casa que en realidad apenas recuerdo. En la foto está mi abuela y mi tía Cynthia, parada detrás de Rebeca, a la derecha. Se supone que la niña de vestidito blanco es mi hermana Ruth y que yo estoy a su lado, rascándome la nariz. Pero durante toda mi vida yo creí que esta era una foto de nosotras cuatro, las hermanitas Rivas. Hasta que le mostré a mi mamá la foto, hace unos seis años, y me dijo que la niña de pelo corto y trapo blanco en la mano no podía ser yo, porque yo tenía el pelo largo en ese tiempo y mi hermana Renée no había nacido. Después publiqué la foto en Facebook y mi tía Cynthia confirmó que en la foto estamos de derecha a izquierda, Rebeca, Ruth y yo. La otra niña parece ser mi prima Jaqueline, hija mayor de mi tío Miguel. Pero ese cambio de identidades sigue siendo para mí un misterio.

En fin, que esta no es la historia de una foto, sino mi memoria de una casa. La vieja casa de la abuela tenía, pues, ese portón inmenso que daba a la calle y estaba justo antes de la esquina de la cuadra en la que está el Ateneo de Guanare, que supongo que sigue estando en el mismo sitio, en una de las esquinas que da a la Plaza Bolívar. Así que la vieja casa de la abuela estaba, como se dice, en el mero centro de Guanare. Si uno se paraba en esa acera en la que estamos posando con la abuela era posible ver la parte de atrás de lo que en mi pueblo se llamaba, pomposamente, el Palacio Legislativo. Ahí funcionaba la asamblea del Estado, pero ahora creo que está el Concejo Municipal. De todos modos, no recuerdo haber caminado nunca desde la casa de la abuela a ningún lado. En los pueblos del llano caminar bajo el sol inclemente es casi una hazaña.

Después del portón había el típico zaguán oscuro y húmedo que en todas las casas de origen colonial separa la calle de la parte interna de la casa. El portón de afuera siempre estaba abierto durante el día. El portón de adentro se mantenía cerrado o entreabierto si había visitas. Después había una salita o un recibidor, porque creo que la sala formal estaba en otra parte, pero yo no me acuerdo dónde estaba ni cómo era. En ese recibidor, que estaba en un pasillo abierto que daba al primer patio, había un aparato de radio. No conozco los modelos de esas radios viejas, pero me atrevería a decir que era un aparato de los años cuarenta o cincuenta. Tenía un gran dial de disco blanco y unos enormes botones para sintonizarlo. Era todo un mueble, con cornetas y patas. Frente a ese mueble me imagino que se sentaba el abuelo Miguel Ángel a escuchar las noticias después de la siesta y antes de su caminata diaria, cuando no había televisión y no bastaban las noticias de la prensa.

Pero en realidad eso es algo que yo no alcanzo a recordar. Lo que sí recuerdo es estar sentada en una silla incómoda en ese recibidor informal con mi tía Kenya y quien en ese momento era su novio: Rafael Calles. Mi tío Rafael, que nunca permitió que le dijeran tío ni que le pidieran la bendición, se volvería con el tiempo mi tío favorito. Pero entonces yo no sabía eso y creo que no me gustaba que me instalaran de florero a vigilar a los enamorados mientras el resto de la gente se iba a cuchichear a la cocina.

La casa tenía un patio interno del que apenas me acuerdo. Había resolana y matas, un olor como a tierra mojada, y un mono que mi abuela vestía con ropa que ella misma le hacía. El mono fumaba y hacía vulgaridades, se trepaba por las columnas de los pasillos y se subía al techo de tejas para lanzar desde arriba todo lo que encontraba cuando las visitas le caían mal o se quería hacer el gracioso. Siempre asocio ese patio de la casa vieja de mi abuela con el mono fumador.

Después del patio estaba la cocina, que es el único otro espacio que recuerdo vagamente de esa casa. Recuerdo sobre todo el olor, porque olía como a comino y a leche hirviendo, a granos en remojo, a ajo y a alguna hoja verde que tal vez colgaba del techo, perejil o cilantro. Es un olor compuesto por muchos olores que en la memoria se me mezclan y no sé desenredar. Pero es un olor que todavía mantengo en la memoria y espero que ahí se quede por un rato. De la cocina no recuerdo nada más. Sólo que era un oásis de sombra después de la resolana del patio y que había que reajustar la vista cuando uno entraba y salía.

Había un patio pequeño más allá de la cocina. Me acuerdo que era un patio encerrado entre cuatro paredes altas y que había algunos morrocoyes. Fue ahí que pisé una vez el fondo roto de una botella y me hice una herida tan profunda en el pie izquierdo que tuvieron que cogerme puntos, no sé cuántos. Durante mucho tiempo estuvo rodando por la casa la sandalita de cuero manchada de sangre que yo cargaba puesta ese día. Recuerdo que Felipe, un muchacho que mi abuela crió desde que era chiquito, me cargó y me llevó en brazos, sangrando, para anunciarle a los adultos que me había herido un pie. Hoy tengo una desvaída cicatriz que apenas se me ve en el pie y no tengo ninguna memoria de dolor o sufrimiento por esa herida.

Más allá de eso recuerdo muy poco de la casa vieja de la abuela. Pero sí sé que mis abuelos se mudaron para la casa nueva más o menos en el tiempo en el que yo estaba con el pie vendado por aquel accidente con la botella. Y me acuerdo porque mi tía Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que tampoco dejó nunca que le dijéramos tía, me paseó cargada por la casa nueva cuando estaban por terminarla y todavía olía a cemento fresco. De ese paseo sólo recuerdo mi imagen, con un pie vendado y en brazos de mi tía, en el espejo del baño grande de la casa nueva.

La casa nueva nos parecía enorme. Supongo que porque éramos pequeñas. Pero también porque tenía un patio adelante y un patio atrás, lleno de árboles de mango, que daba por una puerta al fondo a la redoma de una de las calles ciegas de Fundaguanare. Por esa puerta entrábamos nosotras cuando regresábamos a pie del grupo escolar Giraluna donde estudiamos un par de años. Ese patio lleno de mangos era el lugar que más me gustaba de la casa cuando era niña. Pero creo que, en realidad, el lugar donde se concentraba la gracia de esa casa era el porche.

Cuando éramos pequeñas ese porche era el lugar en el que podíamos jugar como si estuviéramos afuera. Más allá del jardín estaba la avenida y sólo nos separaba de ella una cerca baja. Mi abuela había sembrado junto a la cerca lo que se llamaba antes un seto vivo —¿se seguirá llamando así?. Eran unas matas tupidas, del mismo alto de la cerca, con hojas muy verdes y flores muy rojas que espero sigan estando en el jardín, a pesar de que ahora la casa está escondida tras una pared alta. En aquella época las matas que separaban el jardín de la acera daban una sensación de espacio abierto y una de las delicias de aquel patio era poder sentarse a ver pasar la gente mientras se agarraba el fresco de la tarde.

En aquel jardín y aquel porche nosotras inventábamos juegos y hacíamos más ruido del que el abuelo tenía la paciencia de soportar. Me acuerdo de mi abuelo Miguel sentado en una silla de mimbre, hablando con mi papá o con cualquiera que quisiera escucharlo. Siempre se estaba quejando por algo y siempre tenía una solución para los miles de asuntos por los que se quejaba. El pasillo que dividía en dos el patio de adelante es para mí el lugar del abuelo. Como el porche era el lugar de la tía Fefé, la hermana de mi abuela.

Me imagino que como la abuela reinaba dentro de la casa, y era implacable con su hermana, la tía prefería instalarse todas las tardes en ese lugar neutral desde que llegaba a hacer su visita diaria, con su porte impecable. La tía Fefé era un personaje de película de Almodóvar. En su mejor época se vestía como si acabara de salir de una revista de modas de los años cincuenta, usaba medias de nylon en el calor sofocante de Guanare y cargaba siempre unas carteras antiguas que seguramente atesoraba de los tiempos de su juventud. Tenía una risa contagiosa y a veces, aunque sus cuentos no se entendían, porque la tía Fefé vivía en su propio mundo, su risa era suficiente para alegrarle a uno cualquier tarde.

Desde el porche se entraba a la sala de la casa, que era amplia y cuadrada. En la sala había un gran sofá y dos butacas que miraban hacia una mesita de centro. Pero el mueble más importante creo que era la mecedora en la que la abuela se sentaba a ver la tele, a tejer y a conversar con las visitas o la familia. La mecedora de la abuela era para mí uno de los muebles que definía aquella casa. Todavía me acuerdo de la sensación de importancia que me daba sentarme con sumo cuidado en aquella silla, que tenía un viejo cojín que ya había tomado la forma del cuerpo de la abuela. Era como estar a cargo del universo.

El otro mueble fundamental de la casa de la abuela era el moderno aparato de sonido que había sustituido al radio antiguo de la casa vieja. El aparato tenía radio, reproductor de cassettes y tocadiscos, donde se podían escuchar discos de acetato de larga duración y esos discos pequeñitos que tenían sólo una canción de cada lado y había que oírlos a una velocidad más rápida. En ese tocadiscos escuchábamos merengues y la música de la Billos, que era tal vez el símbolo de la hibridez dominicano-venezolana de la familia. Con esa música aprendimos a bailar dirigidas por la tía Cynthia, que era y es la mejor bailarina de la familia. También recuerdo haber escuchado en ese aparato, a todo volumen, a Miriam Makeba cantando Pata Pata. Rafael y Julio Iglesias sonaron hasta el cansancio en ese aparato. Y la canción Cucurrucucú paloma, que a mi abuela le encantaba, porque una vez mi abuelo le había llevado una serenata con mariachis y le habían tocado esa canción.

Desde la sala se podía pasar directo a la cocina o cruzar a un par de cuartos que estaban a la derecha y se comunicaban entre sí y con un bañito de servicio que a su vez daba a un cuartico que se comunicaba con la cocina. Es decir, toda el ala derecha de la casa podía recorrerse desde el primer cuarto, que era el que usaba el abuelo, hasta la cocina sin pasar por la sala. En el ala izquierda estaba el baño principal y los otros dos cuartos: el de la abuela y el que por unos años fue el cuarto de la tía Cynthia y después se volvió otro cuarto de huéspedes.

Más allá de la mecedora, que era su trono, el espacio de la abuela era la cocina. Ahí preparaba los platos más deliciosos como si no implicaran ningún esfuerzo. La cocina era de fórmica amarilla y en ella se guardaba un estricto orden. Cuando la ayudábamos a lavar los platos o a guardar los peroles, la abuela nos indicaba con precisión dónde debía ir cada cosa. Si había que buscar algo, la abuela sabía exactamente dónde buscarlo y si no lo encontraba se enfurecía. No toleraba encontrar nada fuera de lugar y una de sus eternas quejas con las mujeres de servicio era que le desordenaban su cocina.

Más allá de la cocina había un ancho corredor que daba al patio de atrás. En ese corredor, en el que con frecuencia había colgada una hamaca, la abuela hacía cada diciembre sin falta los mejores pastelitos que he comido en mi vida. Se trataba de una operación conjunta, en la que participábamos sus hijos y nietos, siguiendo sus estrictas instrucciones. También hacíamos torrejas y helados de ron con pasa y hayacas. Pero para hacer las hayacas la abuela Julia, que era dominicana y no quería dárselas de criolla, cedía el mando a mi papá, por única vez en el año.

Todas las comidas familiares se preparaban y se comían en ese pasillo. Una vez, para una cena navideña, mi tío Julio intentó matar un pavo clavándole una aguja en la frente, porque había leído no sé dónde que si uno hacía eso el pavo caía muerto al instante. No debe haber sido verdad, porque aquel miserable pavo se paseó por el patio y el corredor de atrás, con la aguja clavada en la frente y en medio de los gritos de los niños, por horas de horas sin dignarse a caer muerto por nada del mundo. Al final, mi papá terminó matando al pobre pavo de una certera cuchillada en el cuello.

Además de la cocina, el otro lugar en el que reinaba la abuela era su cuarto. Nosotras entrábamos a aquel lugar impecable como en puntas de pie. Había una cama ancha con copete de madera y una peinadora de gavetas bajas y espejo altísimo, que mí me parecía uno de los muebles más elegantes que había visto. El cuarto olía a cremas y a talcos y a ropa recién lavada. La cama tenía siempre encima un cubrecama que había sido tejido por la abuela, cuadrito por cuadrito. Así como todos los muebles y todas las mesas de la casa tenían algún tapete que la abuela había fabricado con sus propias manos incansables.

Mi abuela dormía sola en ese cuarto, porque el abuelo comenzó a dormir en otro cuarto a raíz de no sé qué problema de salud y ahí terminó quedándose. El cuarto del abuelo era mucho menos interesante, porque no había nada ahí que llamara la atención. Había sólo una cama grande y un par de mesitas. Tal vez el único objeto de ese cuarto que siempre me intrigó fue la bacinilla que el abuelo se llevaba al cuarto todas las noches y que la abuela o alguna mujer de servicio vaciaban y lavaban todas las mañanas. Había también un maletín de médico que tenía adentro medicinas, aparatos para medir la tensión y jeringas para poner inyecciones. Decían que el abuelo había estudiado medicina y que estuvo a punto de graduarse. Creo que ese maletín negro fue lo único que le quedó de su frustrada carrera de médico.

Además de los cuartos de la abuela y el abuelo estaba el cuarto que por un tiempo fue de mi tía Cynthia. Ese cuarto pasó por muchas transformaciones a lo largo de los años y tengo memoria de algunos de sus distintos momentos, incluyendo algunas de las veces que dormí ahí y en mi insomnio crónico veía reflejadas en el techo las luces de los carros que pasaban por la avenida. También me acuerdo de ese cuarto como el lugar en el que nos vestíamos para las reuniones familiares, cuando éramos más grandes y la tía Cynthia nos ayudaba a elegir ropa y nos enseñaba a maquillarnos. Tal vez en ese cuarto me puse mis primeros vestidos de fiesta y me pinté por primera vez la boca.

Los cuartos de la tía Cynthia y la abuela estaban separados por el baño principal de la casa. La gran novedad de ese baño era que en lugar de ducha tenía una bañera. No creo que nadie la haya usado nunca para darse un baño de inmersión, pero sin duda el baño tenía por eso un aire de lo más elegante, a pesar de lo incomodísimo que era entrar y salir de la pretenciosa bañera. La otra novedad era una ducha eléctrica que calentaba el agua en el instante en que uno abría el chorro. Ese tipo de duchas se volvieron populares después y hubo versiones simplificadas. Pero la del baño de la abuela no era una simple ducha Corona, sino un perol enorme que hacía un ruido como de motor de lancha y producía un agua humeante totalmente superflua en el clima infernal del llano.

El cuarto que estaba atravesando la sala, justo delante del baño, era el cuarto de las visitas. Ahí dormimos muchas veces, en dos camitas angostas que a veces se juntaban para que cupiéramos al menos tres de nosotras. Pero ese cuarto lo recuerdo más como el cuarto de los cachivaches, porque tenía un closet inmenso, del piso al techo, lleno de las cosas más insólitas. Había muchos materiales que mi abuela había usado cuando cosía trajes por encargo y vendía ropa interior. También estaban ahí guardados muchos de los implementos de costura de la abuela, hilos en carretes y madejas de todos los colores y texturas, agujas de todos tamaños y formas, botones por docenas, dedales, desbaratadores, enhebradores, y una cantidad infinita de cosas guardadas en bolsas, bolsitas, cajas y cajitas.

Mi mamá cuenta que, cuando murió la abuela y a ella le tocó revisar todo y decidir qué valía la pena guardar y qué había que botar, pasó días y días revisando y descartando las miles y miles de cosas que la abuela fue acumulando con el tiempo en todos los grandes closes de la casa. Porque la abuela nunca botaba nada, ni siquiera las cajas de regalos ni las botellas vacías. Tal vez pensaba que algún día las necesitaría para algo. Yo soy igual. Si no me hubiera mudado tantas veces, si no hubiera tenido que cambiar de ciudades y de continentes, si me hubiera quedado cuarenta o cincuenta años en la misma casa, con seguridad a mis familiares también les tocaría botar bolsas y más bolsas de peroles inútiles.

Tal vez por eso la casa de la abuela sigue siendo para mí un lugar que identifico no sólo con la infancia, sino con parte importante de lo que soy. Porque fue el lugar que se mantuvo fijo y seguro mientras todo cambiaba alrededor y nosotras nos mudábamos cada par de años. Es el lugar donde la familia entera se sentía como en su propia casa. El lugar donde entrábamos sin anunciarnos, metiendo la mano por la ventana para abrir la puerta usando la llave que estaba siempre colgada en un clavito en el marco de madera. El lugar donde en cualquier momento podíamos estar seguras de encontrar algo rico para comer o para merendar. Donde siempre había una historia que escuchar o algo que aprender o recordar.

Cuando murió la abuela yo estaba en Londres y mis escasas finanzas de estudiante no me daban para hacer un viaje tan costoso, así que no fui a acompañar a mís tíos y a mis primos a su entierro. No recuerdo haber vuelto a esa casa desde entonces. Me dice mi mamá que la casa ha cambiado totalmente y la verdad es que prefiero no verla distinta de como la recuerdo. Prefiero seguir imaginando la casa como era antes. Y seguir recordando a Julita con las manos ocupadas en algún tejido, meciéndose en su trono mientras comenta las noticias de la familia y ofrece algo de comer a todo el que llega.

Me imagino que a ti te pasa lo mismo con la casa de tu abuela, que sé que era para ti una casa llena de encantos. Algún día te animarás a escribir sobre esa casa en ese blog que estás planeando para Alejita, ¿no?

Un abrazo,
r

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