miércoles, 29 de septiembre de 2010

Recordar las casas 4

Amiga,

Sigo con mi cuento de las casas. Antes de contarte de la primera casa en la que vivimos en Barquisimeto, tal vez debería escribir una entrada sobre las muchas casas que en Guanare eran como nuestras, por el tiempo que pasábamos ahí y porque me acuerdo de sus detalles como si hubiera vivido en ellas. Las casas de mi madrina Alcira, de José Gómez, de doña Reina Martínez, de la señora Beatriz y el señor Marcos Rodríguez, la de mi tía Nereida… y hasta la residencia del gobernador, donde entrábamos como Pedro por su casa. Pero creo que ese cuento es muy largo y lo voy a dejar para más adelante.

La primera casa en la que vivimos en Barquisimeto quedaba en la urbanización Los Leones. Creo que nos mudamos a esa zona de la ciudad porque ahí vivía una de las hijas de mi madrina Alcira con su esposo y ellos ayudaron a mis padres a encontrar esa casa. Yo no recuerdo haber ido a Barquisimeto nunca antes y cuando llegué, con el escaso equipaje de mi año en el internado en Boconó, me sentí rarísima en aquella casa asoleada y amplia. Tal vez en ese momento dejé de pertenecer a mi familia.

Sin embargo, creo recordar la casa bastante bien. Era de dos pisos. Tenía un pequeño jardín adelante con grama y sin cercas de ningún tipo. En ese tiempo la gente no se encerraba tanto como ahora. La puerta de entrada tenía al lado una jardinera llena de matas. Al entrar, directamente frente a la puerta, estaba un pequeño despacho donde mi papá instaló su escritorio, sus trofeos y sus libros. Al lado había un pequeño bañito para las visitas. A la derecha estaba la sala amplia, con ventanales del piso al techo que daban al patio de atrás. Para esa sala se compraron los dos sofás marrones, modernos y mullidos que sobrevivieron durante años a todas nuestras mudanzas.

Del otro lado estaba el comedor, en un espacio idéntico al de la sala. También tenía unas ventanas del piso al techo y una puerta de vidrio que daba al patio. Los muebles del comedor también eran nuevos, livianos y prácticos. Creo que por primera vez tuvimos una mesa de comedor de vidrio, que parecía como sostenida en el aire por una pata de metal apenas visible. El comedor tenía seis sillas de metal cromado con asientos de esterilla. A mí me parecía todo muy moderno.

La cocina estaba justo detrás del estudio. No recuerdo los detalles de los muebles de la cocina, pero recuerdo que era empotrada y tal vez marrón o beige. Aunque no era totalmente nueva, como la que teníamos en la casa del cerro, creo que tenía el mismo estilo del resto de la casa. Más allá de la cocina había un cuarto de servicio y un pasillito que daba tanto al patio de atrás como al de adelante. Había una especie de entrada de servicio cerrada con una reja que recuerdo azul. Ahí estaban los potes de basura y se guardaban cosas de limpieza y herramientas.

El comedor y la sala estaban divididos por una escalera de base de hierro y escalones de madera. A mí me parecía una escalera muy elegante. Y me acuerdo que al llegar a la casa fue una de las cosas que más me impresionó, además de los muebles nuevos. Durante el tiempo que vivimos ahí recuerdo haberme sentado en esos escalones más de una vez. A veces para escaparme del ruido que hacían las visitas, a veces para escuchar discretamente lo que se hablaba abajo sin ser vista. Era el lugar perfecto para espiar.

Arriba había una sala de estar que daba a un balcón. No sé por qué la puerta del balcón se abría poco. Supongo que porque el calor de Barquisimeto no permite que uno ande afuera mucho tiempo. O tal vez porque había que estar pendiente de no dejar la puerta abierta. No sé. El caso es que no recuerdo que usáramos mucho ese balcón. Pero me acuerdo de sus baldosas pálidas y del residuo blanco que le quedaba a uno en las manos, los brazos o la ropa si uno se recostaba del pretil para mirar hacia afuera.

En la salita de estar se amontonaban las sillas reclinables que habían estado en la terraza de la casa del cerro. Las sillas eran demasiado grandes para el espacio de esa pequeña sala, pero ahí estaban, frente a un televisor que, por primera vez, recuerdo que se convirtió en el centro de convivencia de la familia. Cuando vivíamos en Guanare teníamos un televisor en blanco y negro, pero sólo se veían el canal ocho y —creo— el cinco. Aparte de las comiquitas que pasaban en la tarde nada nos parecía interesante. Aunque si podíamos ver la lucha libre, tarde en la noche, era como un día de fiesta. Pero eso solamente pasaba cuando mis padres estaban afuera y las muchachas que nos cuidaban aceptaban romper las reglas sólo por esa vez.

En esta casa de Barquisimeto se veían más canales y adoptamos la costumbre de ver series de televisión y telenovelas. No me acuerdo cuáles, pero me acuerdo de haber pasado horas en ese lugar, viendo distintas series americanas. Tal vez en esa época veíamos Hawaii 5-0, Columbo, Koyak y alguna otra película de guerra o del lejano oeste, que eran las preferidas de mi papá. Supongo que veíamos también Sábado Sensacional, con Amador Bendayán, y los infaltables concursos de Miss Venezuela.

Alrededor de la salita de arriba se distribuían los cuartos, dos a cada lado. Creo que había un baño a la izquierda y que dentro del cuarto principal había un tercer baño. Pero no estoy segura de eso. Lo que sí recuerdo es que mantuvimos la distribución de los cuartos y seguimos durmiendo como antes, mi hermana mayor con mi hermana menor y las dos del medio juntas. El cuarto que sobraba era usado como cuarto de huéspedes y por un tiempo durmieron ahí mis primos Pedro e Indalecia, porque Pedro estaba haciendo una pasantía, o algo así, en Barquisimeto y se acababa de casar con su mujer. Hasta que por una razón que no recuerdo se pelearon con mi papá o con mi mamá y se fueron furiosos.

En el patio de atrás tuvimos un perro, Happy, que nos trajimos cachorrito de Guanare. Nos lo había regalado la señora Gladis de Parra y era hijo de un casar de mucuchíes que ella había tenido por años. Mi mamá, por supuesto, no quería más perros. Pero todo el mundo en la casa quería uno y había un patio tan grande que al final terminamos convenciéndola de que el perro no molestaría para nada. Yo me sentía responsable del perro y lo cuidaba lo mejor que podía cuidar a un animal una niña de doce o trece años. Era mi consentido y me acuerdo que me sentía el centro de la atención cuando salía a pasearlo, porque era inmenso, parecía un oso polar, y yo era todavía una flacuchenta desgarbada.

Aquel inmenso animal parecía que podía salir corriendo en cualquier momento, levantándome del suelo como una barajita, si quisiera. Pero me hacía caso y conmigo se portaba bien. Con el resto de la gente era una fiera. Más de una vez se escapó del patio y le dió sustos mortales a los carteros, heladeros y demás vendedores ambulantes. Cuando había visitas, teníamos que encerrarlo o amarrarlo porque ladraba sin parar durante horas. Por suerte, el patio de atrás estaba dividido en dos partes, una que estaba cubierta de ladrillos y quedaba a nivel de la planta baja de la casa, y otra que quedaba un metro más abajo, cubierta de grama y rodeada de una cerca con enredaderas muy tupidas. En ese patio de abajo Happy pasaba el día. Yo lo acompañaba todo lo que podía, pero la verdad es que a veces el pobre perro se quedaba solito por días y se distraía ladrándole a todo el que pasaba por detrás de la casa.

Tuvimos también un pato que se llamaba Charlie. No me acordaba del pato, pero mi hermana Renée me lo recordó en estos días, cuando supo que estaba escribiendo sobre la casa de Los Leones. El pato fue un regalo para ella y desde el principio se pensó que era macho. Pero en algún momento puso un huevo y se supo que el tal pato era en realidad una pata. Me acuerdo del patico caminando detrás de nosotras, en fila india, como hubiera hecho en su estado natural. Me acuerdo que olía a pan con leche y que se dejaba hacer cariño largo rato.

Aparte de las mascotas, una de las cosas que más recuerdo de esa casa es la libertad con la que seguíamos entrando y saliendo, como en Guanare. A Ruth y a mí nos habían regalado en diciembre unas bicicletas, de esas con manubrio alto, asiento alargado y frenos en los pedales, y nos dedicábamos a pasear por la urbanización Los Leones durante todo el tiempo que nos quedaba libre. De una de esas bicicletas se cayó Renée, mientras trataba de aprender a andar sin rueditas, y se fracturó un brazo. Yo siempre me sentí culpable de ese accidente, porque se suponía que yo debía sostenerla por detrás. Pero, por suerte, ella no se acuerda ya de mi responsabilidad en el asunto.

Cerca de la casa había unas canchas de tenis y ahí nos íbamos en bici a ver jugar a los muchachos. Supongo que fue ahí que mi hermana Rebeca conoció a Luis y fue alrededor de esas canchas que se enamoraron y comenzaron una relación que mis padres aceptaron sólo a regañadientes muchos años después. Era la primera vez —y tal vez la única— que mi hermana mayor hacía algo que no estaba de acuerdo con lo que mis padres querían.

Rebeca era una niña ejemplar. La mejor estudiante, la que jamás se portaba mal. No lloraba, no se quejaba, no se enfermaba nunca. Apenas le dió hepatitis una vez y, en lugar de sentirse mal por estar enferma, creo que mi hermana se sentía mal por poner a todo el mundo a correr con su enfermedad. Ella era el ejemplo a seguir. Y cuando las boletas con nuestras notas llegaban a la casa, todo eran elogios para mi hermana mayor y para el resto, quejas y reclamos del tipo, “¿por qué no puedes estudiar y sacar buenas notas como tu hermana?”.

Tal vez por eso los amores con un joven que, a los ojos de mis padres, sólo jugaba tenis y andaba de vago por la vida, era lo más imperdonable que mi hermana podía hacer con su existencia. Pero su única rebeldía en la vida sería la definitiva. Por eso la casa de Los Leones es el lugar en el que para mí comenzó la adolescencia. Porque ahí mi hermana mayor, dechado de virtudes, comenzó a tomar las riendas de su vida, es decir, a desobedecer a sus mayores. Y creo que nosotras seguimos después, portándonos cada una peor que la anterior. Hasta el punto de que mi hermana menor ya no tuvo que portarse mal, porque no había ya ninguna barrera que romper cuando le llegó su turno.

En esa casa, después de mucha resistencia y conciliábulos y altas y bajas, mis padres aceptaron que Rebeca recibiera a su novio. Porque a pesar de que sabía que estaba haciendo algo que sus papás no querían que hiciera, ella quería hacerlo, de todos modos, siguiendo las reglas. Esas visitas yo las recuerdo todavía como una de las cosas que más vergüenza ajena me han producido en la vida.

La visita debía durar un tiempo exacto, medido por reloj. Los novios debían sentarse en la sala y alguien debía estar, si no presente ahí en la sala con ellos, al menos en el comedor o en la cocina y asomar cada tanto la cabeza con el pretexto de ofrecer café o agua o jugo o algún postre. No eran ofrecimientos amables. Era más bien una manera de anunciar la permanente vigilancia y no me extrañaría que más de una vez, aunque el invitado hubiera dicho que sí, que quería un cafecito, la bebida no llegara nunca. Cuando el tiempo de la visita se cumplía mi mamá hacía un ruido ostentoso desde la cocina o el comedor y los novios sabían que tenían que empezar a despedirse. Si la despedida duraba mucho mi mamá salía furiosa señalando el reloj y apurándolos sin misericordia.

¡Cuánto esfuerzo se invirtió en esos años en frustrar algo que resultaría a fin de cuentas inevitable! Mi hermana terminó casándose con su único novio de la adolescencia y yo aprendí una lección definitiva. Jamás le diría a mis padres que tenía novio y nunca aceptaría que reglamentaran mis visitas, mis relaciones con otra gente, mis elecciones de vida. Yo tenía trece años y ya había decidido que dejaría de vivir con mis padres en la primera oportunidad que tuviera. Tres casas después lo cumpliría.

De resto, no recuerdo mucho más de esa casa. Para mí ese año en Barquisimeto resultó de una nulidad absoluta. En mi vida no parecía suceder nada, porque yo ya no me sentía una niña pero estaba lejos de ser una adulta, así que estaba en un limbo horroroso. Todo le pasaba a los demás, no a mí. Tal vez por eso no me acuerdo demasiado de la tristeza de irnos, aunque mi mamá hubiera decidido regalar nuestras mascotas a los vecinos de al lado. La tristeza por haber perdido a mi perro parecía compensarse con la promesa de la capital, donde la vida —finalmente— comenzaría.

En Caracas viví con mis padres en una casa en la California Norte y en un apartamento en Terrazas del Club Hípico. Después ellos se mudaron de nuevo a Barquisimeto y yo me quedé en Caracas, estudiando en la universidad. Estamos ya cerca del tiempo en que nosotras nos conocimos. Pero faltan dos casas, por las que te voy a pasear otro día.

Un abrazo,

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