jueves, 21 de octubre de 2010

Sobre la espera



Amiga,

En estos días de soles mezquinos, en los que me cuesta parir la mitad de una idea y apenas me siento a escribir las ganas se me van, me dedico más bien a leer como si una cosa pudiera sustituir la otra. Y a veces parece como si así fuera.

Estoy leyendo varias cosas a la vez, como siempre. Me quedan un poco más de cien páginas de Sumario, la novela de Federico Vegas que me trajo de Caracas Marcela. Y estoy tratando ahora de no avanzar muy rápido, para que me dure al menos por esta semana esa sensación de cercanía con la tierruca que me produce la sabrosa manera de narrar de Vegas.

Ayer terminé de leer Perder teorías, de Enrique Vila-Matas, uno de los libros más perfectos que he leído. Tiene sólo 64 páginas y una foto. Cuenta una historia mínima, que en realidad no es más que una excusa para un ensayo en el que al mismo tiempo se establecen y se desmoronan los caminos que deberá recorrer la novela del siglo veintiuno. Pensar sobre sí misma, parece decir Vila-Matas, es lo que le queda a la novela. Y también una trama mínima construida sobre la errancia y la espera.

Me gusta el tema de la espera, que me he encontrado varias veces en distintos textos en estos días. Como en la novela Basura, de Héctor Abad Faciolince, que me llegó en el mismo paquete en el que recibí el libro de Vila-Matas, junto con En otro orden de cosas, de Fogwill, y Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Gracias a mi amiga María Teresa, que vive en Barcelona cerca de una librería —¿se puede vivir en Barcelona lejos de una librería?— tengo estos libros frescos delante de mí y trato de leerlos todos al mismo tiempo, mezclando las tramas y los autores.

Pero te hablaba del tema de la espera. En el texto de Vila-Matas se elabora una teoría de la espera, o más bien, una contemplación o consideración de la espera como motivo de la existencia del escritor. Dice Vila-Matas:

…sentí que había comenzado a convertirme en un esperador. ¿No era lo que en realidad había sido siempre? / Si lo pensaba bien, mi vida podía ser descrita como una sucesión de expectativas. En realidad, siempre había sido un esperador. Y nunca había perdido de vista que Kafka nos descubrió que la espera es la condición esencial del ser humano. (…) “La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir”, ha escrito Fernando Savater. Lo mismo puede decirse de la espera, que no está conforme con nada salvo con el hecho de aguardar. La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro.


Una variante de la espera es el deambular, el vagar sin rumbo. Esa idea aparece en Sumario, como una revelación repentina. Dice el narrador de la novela de Federico Vegas:

Ese continuo deambular nos va convirtiendo en coleccionistas de sensaciones inexplicables, semejantes a los sueños y sus insólitas ilaciones, y así nuestra escritura se aprovecha de lo rezagado y lo inmundo, de lo inconfesable y lo incongruente. Los fracasos y las vagancias me habían preparado para esta tarea; sólo me hacía falta (…) dar tumbos por veinticinco años más, hasta aceptar cuál era el tema que la vida me tenía asignado.


Esa idea de celebrar el presente de la espera y la validez del deambular sin propósito aparente me ha acompañado en estos días. Leo y espero. Espero que las ideas que tengo se dignen a convertirse en frases que se puedan leer. Hago garabatos en papeles sueltos, dibujo proyecciones con flechas que suben y bajan, elaboro tramas que se me disuelven antes de cuajar. Escucho las voces de los vecinos que conversan en la plaza de enfrente. Leo, tomo notas. Miro el extraño cielo lleno de nubes que hay afuera y los cinco grados que marca el termómetro que está del lado de allá de la ventana. Y espero.

Hay un libro esperándome del otro lado de esta vagancia sin rumbo. Lo escribo como una afirmación, pero en mi cabeza resuena como una pregunta. ¿Hay un libro…? No me queda más que esperar que así sea.

Mientras tanto, sigo leyendo. Imaginando una forma de felicidad que se parezca a la del epígrafe de Basura, la novela de Abad Faciolince. Es una cita de Elias Canetti:

Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra. Dejar a lápiz todo lo que ha anotado; no cambiar nada, como si lo que ha escrito no tuviera destino alguno, como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira.


Te mando un abrazo escrito como quien respira,

r

lunes, 18 de octubre de 2010

De casas y árboles



Amiga,

Es lunes y después de limpiar la casa me quedo sin ánimo de hacer otra cosa que contemplar la obra. Miro las pelusas minúsculas que quedan todavía en el piso y las levanto con minuciosa saña. Persigo al gato recogiendo las motas de pelo que se empeña en dejar en la alfombra pulcra. Me preparo un té y me lo tomo despacio, viendo como el cielo se aclara poco a poco después de un día de lluvia empecinada. Y me obligo a sentarme en la compu a copiarte un poema de nuestra amiga Gina, que me dio permiso hace ya varios días de publicarlo aquí. Para acompañar las casas de las que hemos estado hablando. La foto es también de Gina...


Las casas mueren/Gina Saraceni

Las casas mueren cuando se vuelven árboles,
cuando una mancha vegetal las recubre
y las convierte en jardines verticales.

Brotan raíces de sus ventanas
venas que aferran el cielo hasta
sentir cómo se expande y se desangra

La casa muere con el verano en la garganta.

Hubo luz, un tiempo, en esa casa.
Hubo vidrios limpios que acogían una
mano temerosa que el viento los quebrara.
Hubo niños oliendo a pinos y a olivares
y una puerta grande donde entraba
todo el pasado y su memoria.

Los muertos regresan a la casa rosada.
Entran por sus grietas y quedan atascados
por tanta soledad que los atrapa.
Puede que la casa hable un lenguaje
incomprensible y cada noche
cuente el relato de su vida.

Puede que aquí el tiempo se detenga
y sea posible creer en el regreso del verano.

Tiembla la casa al son de las campanas.

Todo se mueve en su cuerpo de piedra,
hasta la hoja más pequeña que brota
del costado y espera otra madrugada.

No hay dónde agarrarse para
seguir de pie ante la casa;
para no caer delante de sus ruinas
y volverse una planta más que la recorre.

No se puede mirar tanto pasado
sin sentir que la lengua se hace agua
y gotea en el hueco vertical de sus abismos.

No se puede mirar en ese abismo
sin pensar que alguna vez
alguien fue feliz en esta casa
alguien aferrado al canto de los grillos.



Hasta aquí el poema de este lunes de casa limpia y largas miradas por la ventana...

Va con un abrazo nublado,

r

jueves, 14 de octubre de 2010

Los 33 encandilados



Amiga,

¿Cómo no conmoverse con el rescate de los mineros chilenos de Copiapó? Hasta la flemática BBC, en su programación de cable, estuvo encadenada por las más de veinte horas que duró el rescate. No sólo la BBC, sino también otras emisoras de noticias, mantuvieron en el lugar una cámara en vivo, y a un pobre reportero que a ratos ya no sabía ni qué decir, durante las lentísimas horas en las que salieron los mineros uno a uno. Y a pesar de ese abuso mediático yo no pude evitar conmoverme.

No por la presencia del presidente chileno, haciendo proselitismo político, ni por el protocolo agobiante al que fueron sometidos todos y cada uno de los rescatados al entrar y salir de la cápsula famosa, sino por la entereza de esos hombres tratando de dominar los nervios, adaptarse al encandilamiento, navegar sobre la confusión y la abrumadora avalancha de órdenes, abrazos e instrucciones que recibían al salir.

Pero uno tampoco puede pasar por encima de todas las preguntas que este caso deja abiertas. Más allá del heroismo de todos los involucrados en el rescate y del aguante sobrehumano de los mineros mismos, que ya de por sí son razones para aparecer en la prensa ¿cuál es la razón de esta desmedida atención mediática? ¿Será que el mundo en general, y los chilenos en particular, necesitan desesperadamente de buenas noticias?

Después del terremoto y del sunami de hace apenas unos meses, para los chilenos éste es sin duda uno de esos eventos reunificadores y esperanzadores, que devuelve la fe en el ser humano y en el futuro. Pero no deja de resultar desproporcionado el despliegue de los medios internacionales. ¿Qué necesidad tenía la BBC, o las cadenas alemanas, japonesas o de cualquier otro extremo del mundo de encadenarse por dos días a transmitir minuto a minuto la suerte de los mineros chilenos?

No tengo respuesta, amiga. Los resortes que mueven el espectáculo de las noticias internacionales me deja cada vez más pasmada. Sobre todo porque cada vez que busco noticias de la tierruca en la prensa o en cualquier otro medio local me encuentro con un vacío absoluto. El mundo no existe para los medios británicos a menos que haya una guerra o una lamentable catástrofe. Ni qué hablar de América Latina, un territorio que sólo aparece de manera esporádica en documentales ambientalistas o en momentos de tragedias inimaginables.

Pero para compensar esa ausencia, digo yo, hemos pasado dos días viendo a treinta y tres hombres, confundidos y encandilados, salir de las entrañas de la tierra en una remota mina en el medio del desierto de Atacama. Ojalá la atención global se mantenga igual de solícita cuando esos mismos mineros demanden compensación a la empresa que —de manera irresponsable— mantuvo abierta una mina que sabían insegura y a punto de colapsar. O cuando el gobierno chileno tenga que responder por no haber fiscalizado como es debido no sólo ésta sino todas las empresas mineras del país.

Ya lo dijo el último minero en salir: esto no debe repetirse. Ojalá el circo mediático sirva al menos para que ese deseo genuino se cumpla. Mientras tanto, yo me permito conmoverme mirando las fotos, leyendo las declaraciones, viendo en la tele la alegría de la gente en las calles. Sólo por hoy. Sólo porque la alegría, como los bostezos, es contagiosa…

Te mando un abrazo hondo y ancho como el de un minero chileno,
r

lunes, 11 de octubre de 2010

De cómo NO conocí a dos premios Nobel



Amiga,

He estado leyendo en la prensa todas las reseñas de la vida de Vargas Llosa, en estos días en que la celebridad máxima acaba de alcanzarlo. Dicen los periódicos que ahora sí está a la par con García Márquez, después de años de sonadas rivalidades. Y yo, que no soy precisamente amiga de la gente que anda por ahí haciendo gala de las celebridades que conoce y llamándolas por su nombre de pila, no puedo evitar recordar que he visto con mis propios ojos, delante de mí, en carne y hueso, a estos dos premiadísimos autores.

A García Márquez lo vi en La Habana. Era el año 1994. Lo sé porque acabo de consultar mi CV y ahí aparece que ese año estuve en un Congreso en Casa de las Américas, presentando una ponencia sobre Cristina Peri Rossi. El congreso, que había sido interesante por muchas cosas que no tenían que ver con las ponencias que leímos y escuchamos, se había terminado y en la noche final se iban a anunciar los ganadores del premio que Casa de las Américas otorga todos los años a escritores, poetas, ensayistas y demás.

Desde temprano se rumoraba que el Gabo, como se supone que le debe decir todo el mundo, iba a estar en el público, o más bien departiendo con el público. Se llegó incluso a afirmar que el mismísimo Fidel aparecería sin ser anunciado de antemano. Así que teníamos que emperifollarnos para la noche de los anuncios y mantener los ojos bien abiertos para no perdernos a ninguna celebridad. Conmigo estaban María Julia y Eleonora, con quienes viajé a unos cuantos congresos por esa época.

Al llegar al auditorio donde se realizaría el evento nos encontramos de frente, casi en la puerta, con el primer premio Nobel que habíamos visto en la vida. El Gabo conversaba de lo más animado con un sujeto que sería seguramente sureño, por los gestos exagerados y la falta de respeto absoluta por el espacio personal que desplegaba. Parecía querer evitar que el Gabo desviara por un segundo la atención de lo que le estaba diciendo. El escritor llevaba una chaqueta que recuerdo marrón sobre una camisa tal vez blanca. Usaba unos pantalones azules, probablemente jeans, y unos mocasines de cuero que habían tenido mejores días. Recuerdo que me sorprendió su cabeza totalmente blanca, de una forma casi exacta a la cabeza grande y roma de mi papá.

Nosotras nos quedamos paralizadas. Parecíamos adolescentes frente a una estrella de rock. Salúdalo tú, yo no tú, no tú… En fin, que mientras dudábamos y nos moríamos de la pena, el Gabo dio media vuelta y se instaló a conversar con unas señoras sonrientes que vinieron a rescatarlo del sureño egoísta. Tengo la impresión de que, por el rabillo del ojo, el Gabo nos había estado observando y se divirtió al presenciar, una vez más, la conmoción que producía su sola presencia.

Durante mucho tiempo después de ese encuentro frustrado yo ensayé una y otra vez el diálogo que hubiera querido tener con el autor de El otoño del patriarca, uno de mis libros favoritos. Ya no me acuerdo del diálogo imaginario completo, pero sí recuerdo que entre otras cosas le hubiera dicho que yo era venezolana y que en Venezuela todos lo considerábamos nuestro escritor, nuestro premio Nóbel.

Ninguno de esos impulsos adolescentes me nubló el entendimiento cuando vi a Vargas Llosa por primera y única vez. Sería el año 1999 o, tal vez, 1998. Yo estaba haciendo mi tesis doctoral y todos los días caminaba desde mi casa hasta la British Library. Era mi lugar de trabajo, mi espacio para pensar y para aprender. Era el lugar en el que podía ver, en primeras ediciones, casi todas las novelas de los años cuarenta con las que estaba trabajando. Después de años pasando gran parte de la semana en ese templo del saber, ya me sentía como en mi casa.

En esa época había una rutina que todos los usuarios debían seguir sin falta. Al llegar, había que bajar al nivel donde estaban los acomodadores y dejar ahí abrigos, bolsos y cualquier cosa prohibida. A cambio le daban a uno una fichita con un número y una bolsa plástica transparente por si necesitaba guardar algo. Al salir se repetía el mismo proceso a la inversa. Uno entregaba su número y le devolvían sus pertenencias. Te puedes imaginar que en las horas pico se hacían unas colas gigantescas y mientras uno daba vueltas en círculos hasta que le tocara su turno no quedaba otra que distraerse mirando a los demás. Ese sistema lo cambiaron y ahora uno guarda directamente sus peroles en lockers, sin tanto protocolo.

Pero el nuevo sistema disolvió un ritual social que era de lo más entretenido. En esos minutos de ordenada cola se igualaba todo el mundo. No había privilegios y tal vez por eso a mí me parecía un lugar de lo más democrático. Sobre todo en los fríos meses de invierno, porque al despojarnos de abrigos, guantes, gorros y bufandas, todos parecíamos más vulnerables. Y fue en esa cola que me encontré al hoy flamante premio Nobel. Le había visto desde atrás la cabeza entrecana y el perfil aguileño —como se dice. Era un tipo alto, con el apenas disimulado aire arrogante de los que conocen su lugar en el mundo. Me parecía conocido pero no lograba ubicarlo.

Cuando entregó sus pertenencias con un gesto —digamos— adusto, me pareció notar que estaba muy lejos de mostrar la misma vulnerabilidad del resto de los mortales, que nos sentíamos desprotegidos al entregar nuestras pertenencias a totales extraños. Entonces me imaginé que sería un professor, es decir, uno de esos seres casi míticos que existen en las universidades británicas para escarnio del resto de los mortales. Pinta no le faltaba al hombre.

Pero, después de recibir su ficha y su bolsita plástica, me pareció que se tardaba más de la cuenta en la escalera que subía a las salas. Cuando había dado tres o cuatro pasos hacia arriba se detuvo como dudando y miró a su alrededor con aire majestuoso. Fue en ese momento que supe quién era. Sólo un latinoamericano famoso, sorprendido de la falta de reconocimiento que otorga a todos por igual la inhóspita ciudad de Londres, hubiera hecho aquel gesto. Sólo un ego bien alimentado se podía atrever a exigir reconocimiento en medio de una manada imparable de estudiantes e investigadores que sólo querían refugiarse lo más pronto posible en sus mullidos asientos en las salas de lectura con calefacción.

Tal vez el escritor estaba genuinamente esperando a alguien o tratando de ubicarse en el laberinto de pasillos y escaleras y yo le atribuí una arrogancia de la que no era en absoluto culpable. Como sea, esta vez no tuve el menor impulso de saludar al autor que tendría, diez o más años después, una celebridad a la altura de sus ambiciones. Al contrario, le pasé por al lado y no me digné a otorgarle ni siquiera una rápida mirada de incredulidad. Sin embargo, por pura curiosidad antropológica, busqué en los ficheros de la British Library, para ver cuántos de sus libros estaban en la magna casa de estudios. Estaban, por supuesto, todos. En primeras y sucesivas ediciones y en varios idiomas. Algo que, con seguridad, ya había averiguado con satisfacción el futuro premio Nobel.

¿Cuánto valdrían hoy dos libros firmados por esas dos figuras o un par de simples autógrafos en papel de servilleta? No creo que sea necesario hacerse esa pregunta. Hay que tener un talante novelero, del que yo carezco, para andar por la vida coleccionando celebridades. Pero no pude evitar echarte aquí mi cuento después de leer varios textos esta semana sobre los excelsos galardonados. El cuento de cómo no conocí —pero estuve en presencia de— los dos únicos premios nóbeles latinoamericanos de literatura vivos.

No creo que vaya a releer a Varguitas. No soy precisamente admiradora de su prosa totalizante, de sus universos abarcadores ni de sus personajes acartonados, aunque haya disfrutado La tía Julia y el escribidor, tal vez el único de sus libros realmente entretenido. Pero he estado leyendo algunos de sus ensayos y sus textos periodísticos, con los que me siento menos incómoda. Tal vez por ahí me reconcilie con esa imagen arrogante que me tropecé una vez en Londres. No que sea necesario, de todos modos. Bastantes lectores le sobran ya al encumbrado autor.

Espero que la suerte te libre de los relectores del susodicho.

Un abrazo,
r

lunes, 4 de octubre de 2010

Seis años



Amiga,

Hoy he iniciado el día con un ritual que he repetido todos los 4 de octubre desde hace seis años. Encendí una vela delante del retrato de mi hermana y traté de recordarla de la mejor manera posible.

En años anteriores este ritual terminaba siempre con una tristeza terca y dura que me era difícil soportar. Pero esta mañana me di cuenta de que la tristeza, más tarde o más temprano, termina retrocediendo, para dar paso a una especie de paz.

Así que hoy, en vez de sentarme a llorar frente a la imagen de mi hermana, decidí recuperar algunos recuerdos que me permitieran mantenerla viva en mi memoria y, en lugar de lamentar su muerte, decidí celebrar su vida.

Me acordé de las veces que viajamos juntas. Sobre todo de aquella vez que fuimos a Apure a quedarnos en carpa en el medio de la sabana. Antes de agarrar rumbo a lo desconocido teníamos que dormir en San Fernando y no se nos ocurrió mejor idea que aceptar la sugerencia de mi papá —apureño por los cuatro costados— de quedarnos en un hotel del que nos dió todas las señas. Nunca encontramos el famoso hotel, que debió desaparecer años atrás. Y después de horas de deambular, cuando ya se había hecho de noche, decidimos quedarnos en el primer hotel que encontramos.

Mientras nuestros respectivos maridos resolvían lo de las habitaciones, Rebeca se asomó a la camioneta donde yo los esperaba, acompañando a Patricia, que tenía apenas unos dos años y estaba dormida. Rebeca venía doblada de la risa. Yo no entendía de qué se reía y cuando ella trataba de hablar y reirse al mismo tiempo era imposible entender nada. Al final logré descifrar que se reía del nombre del hotel. Por más que intento no me puedo acordar del nombre, pero sí me acuerdo que Rebeca estuvo años contando el cuento de aquel lugar, que parecía más bien un burdel de ínfima categoría. Se llamaba algo así como “El Matadero”.

También me acordé de cuando fuimos al matrimonio de Yndhibeth, una prima nuestra que se casaba en el templo votivo de la virgen de Coromoto. No sé si has estado ahí, pero eso es mucho más que una iglesia, es un lugar gigantesco, hecho para albergar multitudes. Veníamos tarde, porque salir con Rebeca era un ejercicio de paciencia, a última hora siempre se tenía que devolver a buscar algo que se le había quedado y siempre miraba el reloj con toda calma y anunciaba que todavía teníamos tiempo, aunque lleváramos media hora de atraso. Cuando llegamos, vimos que la boda había empezado y entramos apuradas a la iglesia.

Yo andaba con una cámara y quería tomar fotos antes de que la ceremonia se terminara, así que me adelanté, con mi cámara en la mano, y un par de veces intenté enfocar a los novios. Pero estábamos lejísimo y no era posible, así que seguí caminando casi hasta llegar al altar. Cuando pudimos ver con claridad a los novios nos dimos cuenta de que no eran ellos. Rebeca no se pudo contener y lanzó una carcajada inmensa que retumbó en la bóveda del templo con un eco casi siniestro. La carcajada nos dio todavía más risa y tuvimos que salir por una de las puertas laterales casi corriendo, para no interrumpir más la boda ajena. Pero los familiares de los novios desconocidos con seguridad estuvieron escuchando nuestras carcajadas por un buen rato hasta que logramos calmarnos.

Con esos recuerdos de mi hermana riéndose he pasado este día, sorprendida de sentir que de verdad, con el tiempo, el dolor se cura. Aunque queden en pie la nostalgia y una aguda sensación de vacío, que tal vez no se acabe.

Te mando un abrazo menos triste que antes,

r