lunes, 6 de diciembre de 2010

Tiranías de hielo


Amiga,

Seguimos sepultados bajo nieve. Hoy cayó una nevada menuda, indecisa entre agua y nieve, que dejó sin embargo un par de centímetros más de copos blancos sobre lo que ya se había acumulado. Como no tengo nada más que hacer en estos días aparte de leer y mirar por la ventana, he estado observando el comportamiento de los vecinos ante el avance de la nieve.

Parece haber una especie de código implícito relacionado con el asunto de apalear la nieve de los frentes de las casas. En principio lo lógico sería que cada quien apaleara la nieve que le corresponde, es decir, la que se acumula enfrente de su casa, porque es un espacio claramente delimitado. Visto así es de lo más simple. Pero todo se complica cuando comienzan a aparecer las excepciones.

Si tienes una vecina casi inválida, o demasiado viejita, te toca quitarle la nieve de enfrente, por puro sentido común y solidaridad elemental. La mayoría de los vecinos lo hace sin esperar nada a cambio y creo que ese es el lado loable del asunto. Los vecinos se ayudan entre sí y todo el mundo siente que está contribuyendo con su granito de arena, hoy por ti mañana por mí, etc.

Pero ese código de ayuda a los desvalidos se complica cuando aparecen los vecinos que trabajan más de la cuenta, los que van más allá de lo que razonablemente se espera de ellos, y se convierten en una especie de guardianes del bien público. Esos son los vecinos que esperan con la pala en la mano a que deje de nevar y de inmediato salen a la acera y se dedican a limpiar no sólo su frente sino el frente de la vecina que está demasiado gorda para fajarse con una pala, el frente de la vecina que tiene ya más de ochenta años, el frente de la otra vecina que trabaja en el día y no tiene tiempo para eso. Pero cuando llega al frente de mi vecino de la izquierda, se para y se devuelve, dejando una especie de frontera en la nieve que no es más que una forma de exclusión.

El punto es que Peter, mi vecino del lado izquierdo, no usa mucho su entrada del frente, porque él y su familia tienen un par de carros estacionados atrás y entran y salen por el patio. Así que muy rara vez se enteran de que la nieve está alta del lado de acá y la verdad es que no creo que les importe mucho. Por lo tanto, no la limpian. Y creo que están en su derecho, porque la casa del vecino está en el vértice de un ángulo de la plaza, lo que implica que sólo ellos tendrían en principio que pasar por su frente. Ellos y el cartero, si es que llega en medio de la nieve.

Al lado de Peter vivimos nosotros y si queremos salir sólo tenemos que usar la acera que bordea la plaza por la derecha en vez de la de la izquierda y asunto resuelto. Es por eso que Lyo ha estado limpiando nuestro frente y el de la vecina de la derecha, Susan, que apenas se puede mover dentro de su casa. Y del mismo modo que el vecino exagerado que limpia todo un lado de la plaza, Lyo también ha estado poniendo en evidencia, sin querer, la dejadez del vecino que le importa un pepino que su frente se llene de nieve.

Pero el tema del despeje de la nieve no termina ahí. Esta tarde, cuando terminó de nevar, vi venir desde el fondo de la plaza a un vecino que no había visto antes. Venía limpiando con una pala nueva, luminosa y escarlata. Hacía alarde del ímpetu típico de la gente que ha estado mucho tiempo encerrada y necesita estirar las piernas y mover los brazos. Yo lo oía venir con su pala, haciendo el sonido típico que hacen las palas al mover la nieve, como si levantaran arena: squashh, squashh…

Me asomé en la ventana para ver, una vez más, cómo el vecino se detenía en el límite imaginario que todos habíamos construido entre la eficiencia y la desidia. En algún momento el vecino levantó la cabeza y me vio. Yo no me moví. A fin de cuentas estoy en mi casa, mirando por mi ventana. No creo que eso tenga nada de malo. Lo vi dudar. Lo vi hacer una pausa. Y, para mi sorpresa, lo vi seguir acercándose, squashh, squashh, squashh, squashh, hasta que llegó a la puerta de Peter.

Ahí me empezó a dar vergüenza y me quité de la ventana pensando que, ahora que Lyo no está, me iba a tocar a mí pedirle la pala a la vecina para hacer mi parte: nobleza obliga. Pero seguí oyendo la pala sonar contra la nieve, pasar frente a mi casa y seguir por todo el resto de la acera hasta el final de la plaza. No podía creer que el vecino se hubiera tomado la molestia de apalear el frente de todas y cada una de las casas del vecindario. Abrí la puerta y me asomé para estar segura de que lo que estaba oyendo era cierto. En efecto, casi al borde ya de la calle el vecino al que le debemos las aceras limpias de hoy venía de regreso con puñados se sal a terminar su obra. Se le veía sonriente, orgulloso y decidido.

Y aquí es donde viene el punto retorcido de la historia. Hacer un favor simple, que implica apenas un esfuerzo mínimo, no requiere ningún otro reconocimiento más allá de unas bien sentidas gracias. Pero ¿qué tipo de reconocimiento espera el que ayuda de más, el que hace un despliegue de esfuerzo que va más allá de toda convención? No puedo evitar suponer que lo que espera va más allá de lo habitual.

En todo caso, tengo el presentimiento de que el vecino que hoy limpió todas las aceras que bordean la plaza se siente poderoso y digno. Y por descarte siente que sus vecinos están en deuda con él. Una deuda que no podrán pagar con ninguna forma de agradecimiento, sino tal vez sólo con un esfuerzo igual. Así que me temo que en los próximos días veremos a distintos vecinos tratando de devolver el favor. Porque esa será la única manera de que todos los demás saldemos una deuda que preferimos no tener sobre nuestras conciencias.

La nieve produce tiranías sutiles, amiga.

Cariños,

r

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