jueves, 29 de diciembre de 2011

Vivir en guerra

Amiga,

Acabo de leer el informe anual que dio a conocer el Observatorio Venezolano de la Violencia con las cifras de asesinatos cometidos este año en la triste tierruca. El observatorio ha declarado este año el más violento de la historia nacional. Como suscribo enteramente el informe y creo que siempre es poco lo que se haga para dar a conocer las terribles cifras de la violencia en nuestro país y para divulgar un mínimo de sensatez, te copio abajo el texto íntegro, que también puede leerse aquí:


Con tristeza, los centros de investigación de las universidades nacionales que formamos parte del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) debemos informar al país que el 2011 concluirá como el año más violento de la historia nacional, como aquel en el cual se han cometido más homicidios, para un total de 19.336 personas asesinadas.

En los archivos oficiales, ya para el mes de noviembre de 2011, los casos de homicidios habían llegado a 15.360, superando ampliamente los 13.080 casos que oficialmente se había reportado para todo el año 2010. Al añadir a esta cifra un estimado conservador de los asesinatos cometidos en el mes de diciembre, proyectamos que en los archivos oficiales se contabilizarán 17.336 casos de homicidios.

Hace una década, en el año 2001, se registraron en el país en ese mismo archivo la cantidad de 7.960 homicidios; es decir, este año lo concluimos con casi 10.000 homicidios más que hace diez años. Estas cifras muestran que entre el año 2001 y el 2011 hemos tenido un incremento sostenido de 1.000 homicidios más cada año.

Esa cifra, sin embargo, no refleja la realidad de la victimización que es todavía más cruel y dolorosa, pues en el año 2011 se registrarán más de 4.000 casos como “averiguaciones de muertes”; éstas son personas fallecidas en condiciones violentas o extrañas, pero que las limitaciones de la investigación policial y judicial no ha permitido realizar una acusación de homicidio, ni tampoco de clasificarlas y archivarlas como suicidios o accidentes. Por lo tanto, si de manera conservadora consideramos que solo la mitad de estos 4.000 muertos fueron asesinatos y sumamos apenas esa cantidad, tenemos que en Venezuela se cometieron al menos 19.336 homicidios en el año 2011.

Esta cifra nos indica que en Venezuela se cometen en promedio 1.611 homicidios cada mes, lo cual representa 53 asesinatos cada día. Cabe recordar que el Libertador Simón Bolívar, en su informe del 25 de junio de 1821 sobre los resultados de la Batalla de Carabobo, escribió: “nuestra pérdida no es sino dolorosa: apenas 200 muertos”. En Venezuela, en el 2011 cada 4 días tuvimos la misma cantidad de fallecidos que en la Batalla de Carabobo; cada mes, 8 veces más muertes que en dicho acontecimiento histórico.

Si asumimos las últimas proyecciones de población del Censo 2011 que indican que Venezuela tiene para este año 28.500.000 habitantes, y calculamos la proporción de víctimas por el número de habitantes, tenemos para Venezuela, en 2011, una tasa de 67 homicidios por cada 100.000 habitantes.

Si realizamos el cálculo exclusivamente con las cifras incompletas del registro oficial, tenemos una tasa de 60 víctimas por cada 100.000 habitantes. Cabe recordar que de acuerdo a los estándares de los organismos de las Naciones Unidas, una tasa por encima de 10 homicidios por cada 100.000 habitantes se considera una epidemia, por lo tanto podemos concluir que Venezuela vive una muy grave epidemia de homicidios.

Esta situación contrasta de manera radical con lo que ha sucedido en otros países con condiciones sociales similares a la nuestra. En Colombia, para el año 2001, se registraron 27.840 homicidios y en el año 2011, la cifra hasta el 24 de diciembre, era de 13.520 casos. Es decir, en Colombia se ha dado una reducción a la mitad, mientras en ese mismo periodo en Venezuela los homicidios se duplicaron.

Para tener una idea de estas magnitudes podemos comparar lo sucedido en Venezuela con las víctimas de la guerra en Irak. Entre marzo del año 2003, cuando se iniciaron los ataques, y el final oficial de la guerra, en diciembre de 2011, murieron 4.485 soldados americanos. Es decir, que solo en el año 2011 hubo en Venezuela 4 veces más muertos que soldados americanos caídos en Irak.

En un estudio realizado por la Universidad de Londres y el King’s College sobre los víctimas civiles de la guerra, se encontró que entre 2003 y 2010 los terribles ataques con bombas suicidas (en vehículos o a pie) mataron a 12.284 civiles. En Venezuela, en el año 2011, murieron 1,5 veces más personas que todas las fallecidas por bombas suicidas en Irak del 2003 al 2010.

El Observatorio Venezolano de Violencia calcula, de manera conservadora, que entre los años 2001 y 2011 ocurrieron en el país 141.487 asesinatos.

Las investigaciones científicas realizadas en distintos países han mostrado que la aparición de esos altos y sorprendentes incrementos de los homicidios y la violencia criminal coincide con situaciones cercanas a las guerras. Así ocurrió en Gran Bretaña o Alemania después de las Guerras Mundiales; en Estados Unidos después de la Guerra Civil o de la Primera Guerra Mundial. Algo similar ocurrió en América Latina donde la violencia y los homicidios se incrementaron en El Salvador después de los Acuerdos de Paz o en Colombia con la guerra entre el gobierno nacional y los dos ejércitos de guerrillas y el de los paramilitares. Lo singular es que estos incrementos en la violencia criminal ocurren así las guerras sean internas o externas, y ocurren con independencia de que en ese país o región se pierda o se gane la guerra.

Pero en Venezuela no hemos tenido guerras. ¿Cómo explicar lo ocurrido?

A pesar de no haber sufrido guerras, lo que ha sucedido en la sociedad venezolana tiene unos efectos sociales de “como si” hubiésemos padecido un conflicto bélico muy violento, tanto en sus casusas como en sus consecuencias.

La guerra incide y perturba dos mecanismos centrales de contención de la agresión en la sociedad. En primer lugar, la guerra legitima la violencia y el uso de la fuerza; es decir, la no-ley. La guerra destruye los mecanismos de diálogo y arreglo de conflictos por las normas y el acuerdo mutuo; se basa en la imposición de un grupo o país sobre otro y se procura la destrucción del otro, que no es considerado rival sino enemigo.

En segundo lugar, la guerra deslegitima los mecanismos de contención de la violencia: deja sin fundamento la censura a la violencia y a los violentos, y la creencia de que la violencia no es el mejor camino para solucionar conflictos entre las partes. La guerra deslegitima el valor del respeto a la vida y la enseñanza ancestral del “no matarás”; la guerra otorga impunidad a la matanza de otros seres humanos y le da poder a la creencia de que por las armas y la fuerza se pueden lograr las metas individuales o colectivas.

En Venezuela, estos efectos se han dado sin haber tenido una guerra, por el continuo elogio de la violencia y de los violentos, por la impunidad creciente en el país y por los llamados continuos a la guerra. La vida social regida por normas ha sido substituida por el uso de la fuerza.

El control de la violencia y la reducción de los homicidios requieren construir una sociedad basada en el consenso y en las normas. El antiguo dilema de barbarie o civilización se repite en la actualidad en el conflicto entre la violencia y la paz. La barbarie de hoy está representada por el homicidio, la fuerza de las armas y la impunidad; y la civilización está representada por el diálogo, las leyes, la fraternidad y el castigo a los violentos.

No podrá existir progreso ni bienestar en la sociedad mientras se irrespete el derecho a la vida y los derechos del otro, y se viole la norma consensuada como el eje del pacto social. La civilización y el progreso se fundan en el consenso y en la coexistencia, en la fraternidad y la solidaridad, nunca en la destrucción del otro.


Hasta aquí el informe del Observatorio Venezolano de la Violencia. Después de leerlo no queda más que concluir que los venezolanos se han acostumbrado a vivir en medio de ese clima en el que la fuerza y el atropello prevalecen. Pero, como muestran las cifras de otros países, como la vecina Colombia, no se trata de un proceso irreversible.

Cuando la cordura regrese, la violencia se irá disolviendo. No se trata de tener más policías, ni más cárceles, ni más calles cerradas con vigilantes privados. Se trata de volver a respetarnos los unos a los otros, de volver a creer en el valor de la vida.

Y se trata, por supuesto, de bregar por un Estado que promueva la paz por todos los medios.

Por eso tengo un sólo deseo para la tierruca en el 2012: que nos devuelvan la PAZ.

Te mando un abrazo alejadísimo de la violencia!

r

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Balance reticente


Amiga,

Aquí estoy sufriendo después de los excesos de las fiestas decembrinas. Como todos los diciembres, cumplimos con el único ritual de fin de año que conservamos: hicimos hayacas, horneamos pan de jamón, revolvimos todos los ingredientes de la infaltable ensañada de gallina y nos comimos nuestra cena de navidad como es debido. Pero el día 25 amanecí con una gastritis que seguramente me va a acompañar hasta los primeros días del año próximo. Y no hay nada como un permanente dolor de estómago para hacer balance del año que termina.

Había pensado, hace ya doce meses, que éste sería el año en que que encontraría trabajo. Porque sigo en el fondo –aunque hago esfuerzos porque no sea así en la superficie– considerando que un trabajo como es debido tiene que tener sueldo a fin de mes. Pero no, amiga, el trabajo con sueldo fijo no llegó este año. Hice un par de cosas, sin embargo, que se verán en el futuro como trabajos tal vez válidos. Traduje mi primer libro completo: Cenando con Mugabe. Recibí la buena noticia de que mi primer libro de cuentos va a ser publicado por Equinoccio el año próximo y se va a llamar El patio del vecino.

Y hasta ahí me llega el lado positivo del balance de este año lento y abismado. El resto fue viajar, escribir mis cuentos semanales siempre a destiempo y seguir garabateando, sin mucho provecho, un borrador al que no termino de darle cuerpo. También di un par de charlas para mantener viva mi precaria presencia académica y recibí la buena noticia de que uno de mis artículos se va a publicar en un libro sobre el exilio y el otro en una revista en nuestra querida Mérida. Así que ahí está el resto de la suma: dos artículos que con suerte saldrán el año que viene, muy bien acompañados.

Con el ánimo arrugado por la lluvia y la oscuridad no puedo pensar en nada más que pueda sumar a esa columna, a menos que me ponga trillada y sentimental y sume la salud, el amor, las cuentas pagadas con un dinero que yo no me he ganado, esas cosas que sólo se nombran cuando faltan. Y con ese mismo ánimo tampoco me alcanza la vista para mirar al año que se acerca. Porque he estado haciendo planes inútiles por mucho tiempo y ya no me quedan ganas.

Lo único que sé del año que está por venir es que me agarrará cumpliendo cincuenta y sin mucho más que agregar a ese medio siglo. No voy a decirte que ha sido medio siglo mal vivido, porque tú lo has vivido casi todo conmigo y sabes que algo hicimos, que algo descubrimos y, sobre todo, que todo lo vivimos de manera intensa. Pero tal vez en este fin de año, con dolorones de estómago que me despiertan a la media noche y me obligan a saltar de la cama y terminar de dormir en el baño, la intensidad no basta.

No sé cómo imaginarme el año que comienza. No tengo planes. Ni siquiera ganas de imaginar deseos. Quisiera solamente tener ganas de seguir escribiendo, que algo sólido salga al fin de ese garabateo sin fin. Nada más. Sólo eso y que el tiempo pase sin hacerme demasiado daño.

Aunque tal vez sí: tal vez una mudanza. Tal vez cambiar de casa sea un buen deseo para el año próximo. Cuando cambiamos de casa dejamos entrar una vez más el futuro. Y lo único que una cincuentona necesita, además de salud y otro par de pies calientes debajo de las sábanas cada noche, es una casa distinta de vez en cuando. Con esa idea tal vez pueda empezar el año nuevo con mejor ánimo.

Te mando un abrazo abierto como una casa nueva,

r

sábado, 10 de diciembre de 2011

Memorias urbanas


Amiga,

Te debo un cuento más largo de mis días en Londres. Pero ya estoy otra vez en casa, con tanta comodidad, tanto silencio y tanta soledad que me cuesta recordar las multitudes, las calles atiborradas, el ruido intenso que nunca cesa. Cuando estás en la mega-ciudad no puedes pensar en ella, porque la tienes demasiado cerca. Y cuando te alejas su ruido se apaga tan rápido que parece que estuviste en medio de un espejismo y que en lo que dejas de verlo ya no existe más.

Pero yo sé que Londres sigue ahí y que tengo recuerdos recientes de gente tropezando en sus calles. Recuerdo el Támesis inmenso, siempre más grande en la realidad que en la memoria: una exposición de fotos de Sicilia montada en el lado sur y tres esculturas hechas en la orilla pedregosa del río con una arena traída de quién sabe dónde. Me queda la imagen de los niños patinando sobre hielo al compás de un vals, en la pista de Sommerset House, con los viejos sentados alrededor en sillas de hierro viendo el espectáculo a la intemperie mientras se toman un vino dulce y tibio, agarrando la taza con las dos manos para calentarse.

Conservo la visión de la larga cola de gente esperando para poder comprar entradas a la exposición de seis cuadros –¡sólo seis!– de Leonardo en la National Gallery. Mantengo la memoria de Brixton, de sus calles olorosas a comida caribeña, de su colorido mercado donde se puede escuchar hablar español con tanta soltura como cualquier otro idioma. No me olvido de Camden Town y el olor de las cachapas que comimos en el puesto de un venezolano que también vendía arepas, como las hacemos nosotros, en el horno, y no fritas como las preparan los colombianos. Siguen llegando a mi memoria ramalazos del Regents Canal, cuando caminamos tratando de recordar viejos tiempos, pero nos encontramos con más basura e inmundicia de la que hubiéramos querido ver.

Sigo despertándome en las mañanas con una extraña sensación de fin de mundo, porque amanece oscuro y el sol brillante que teníamos en las mañanas ya no está y no hay gente en la calle de enfrente andando de aquí para allá con maletas y maletines. A mitad del día me asomo a la ventana y me pregunto a dónde se ha ido todo el mundo, cuando veo la plaza desierta que tengo enfrente, con su solitario banco donde nunca nadie se sienta. Y me acuesto en la noche pensando que algo no encaja, porque el silencio aquí es tan constante y cerrado que parece mentira que hace apenas unos días estuvimos en el medio de todo aquel ruido.

Pero aparte de eso no hay nada más. La ciudad se me ha ido del ánimo y del gusto. Estoy sola otra vez con mi pueblo solo. Como si se tratara de un destino del que no puedo escapar. Sin embargo, la experiencia urbana nos terminó de convencer de intentar mudarnos a la ciudad el año que viene. Porque estamos convencidos de que es vital tener a mano todo el estímulo y el impulso que produce la ciudad. Por suerte, Edimburgo es más bien un pueblo grande y está muy lejos de alardear del ruido y la furia de una metrópolis como Londres.

Así que, para compensar, me fui ayer al centro comercial a dar una vuelta, con la excusa de comparle al Gussi la grama que come para que no se le atoren los pelos en el estómago y que solamente venden en una tienda específica allá en Livingston. Esperé el autobús mucho más tiempo de lo necesario, estaba lleno de gente, y al llegar al centro comercial las hordas de compradores me sorprendieron. Hice mis compras y me refugié apurada en el cine, donde por suerte no era todavía hora de grandes audiencias.

Al regresar me subí a otro autobús atestado y llegué a casa con la sensación de que ya no disfruto el exceso de gente. Y ciudades y gentío son una y la misma cosa. Así que pasará tal vez un rato largo antes de que me anime otra vez a probar la experiencia de la metrópolis. Hoy habíamos planeado acercarnos a la ciudad a ver la feria navideña que ya instalaron en el centro, como lo hacen todos los años, pero nos ganó la flojera y la falta de luz.

Así que aquí estamos, amiga, otra vez en el pueblito. Suspendidos en un baño de nieve.

Te mando un abrazo helado,
r

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Notas para Eliza by Raquel Rivas Rojas is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-CompartirIgual 3.0 Unported License.

lunes, 28 de noviembre de 2011

En la república sin límites


Amiga,

(El viernes pasado me llevé la compu para la biblioteca y te escribí el texto que te copio abajo. Estuvimos paseando el fin de semana y es hoy que me siento a subirlo a este blog nuestro).

Nos queda sólo una semana en Londres y yo no te he escrito ni siquiera una línea para contarte mis impresiones de la ciudad. Así que hoy me traje la compu a la sala en la que leo en la British Library y desde aquí te escribo con una sensación de estar en uno de los pocos lugares en los que siento que no tengo que pedir permiso para existir. Estoy sentada en el puesto 3119, en una de las zonas de la sala de Humanidades en las que el techo es más alto y por las claraboyas se puede adivinar la claridad del cielo que sigue vivo arriba.

Ayer, mientras entraba a la biblioteca pensé que ninguna ciudad es una cosa única para quien la vive o la padece. La ciudad está hecha de fragmentos: el recorrido que hacemos de la casa al abasto, de la casa al lugar de trabajo, al cine o al museo. Las ciudades son recorridos, preestablecidos o inesperados, pero siempre parciales. La ciudad nunca es toda ella una experiencia que se pueda abarcar. Así que sólo puedo contarte de mi Londres particular. Este Londres que está hecho de retazos y que se centra en el barrio en el que viví antes, el muy historiado Bloomsbury, con Russell Square y el Museo Británico en el ombligo.

Mi Londres tiene dos polos: el lado sur del Támesis, desde Waterloo Bridge hasta la Tate Modern y el puente del milenio, y la zona de la British Library, con la estación Saint Pancras dominando todo el horizonte. Podría agregar otros dos lugares para completar los puntos cardinales: la zona de los cines y las librerías en el cruce entre Shaftebury Avenue y Charing Cross Road y las callecitas laberínticas alrededor de Covent Garden y el obelisco minúsculo donde confluyen las Seven Dials. Pero está también la zona del mercado de Camden Town, al norte; y las callecitas alrededor de Spitalfields al este, en la ciudad vieja. No soy muy amiga de los espacios monumentales de Westminster, donde está el Big Ben, el parlamento y el palacio real, pero me gustan los parques –el Green Park y el St. Jame’s Park– a los que esta vez no me he acercado, pero espero poder visitar antes de irme.

No he tenido tiempo de volver a ver todo, porque he estado tratando de armarme un ritmo de trabajo y lo que hago, después de flojear un poco en la mañana, es enfundarme en un abrigo y caminar las dos cuadras escasas que me separan de la British Library. Al llegar tengo siempre la sensación de estar entrando, si no en el territorio, al menos en las vecindades de la tribu a la que pertenezco. Y cuando me dieron al llegar mi pase de lector, sentí que me estaban otorgando el pasaporte que me acreditaba como ciudadano de esta república. Un país virtual al que pertenecen todos los seres, de la nacionalidad que sea, que aman los libros y todo lo que se relaciona con ellos.

No me cuesta nada reconocer que los académicos son seres insoportables, sean estudiantes o profesores o aspirantes a cualquiera de las dos posiciones. Y si hay una sub-especie más insoportable que todos los demás modos de ser académico, es ésta que pulula alrededor de la British Library. Sin embargo, cuando has pasado suficiente tiempo entre ellos y conoces las virtudes y los defectos de esta tribu, y sabes cómo pasar de largo por lo que más te molesta, terminas entendiendo que la pertenencia es precisamente eso: reconocer al otro dentro de tu misma especie. Porque también se trata de aceptar que, a pesar de todo, me siento más cómoda entre los intelectuales y los académicos que se pasan el día entre libros y documentos, que rodeada de cualquier otro tipo de seres con preferencias distintas. ¡Qué le vamos a hacer!

Así que ésta es mi república elegida, amiga. Y cuando entro a la sala de Humanidades 2 y tomo posesión de un asiento con mi libreta y mi lápiz, casi siempre buscando una afinidad con los números que me haga sentir que algo en el universo funciona bajo una especie de orden, me siento en casa. Recuerdo los cuatro años que estuve aquí, en esta misma sala, leyendo, pensando y escribiendo mi tesis doctoral. En esos cuatro años en que la nostalgia, la oscuridad y la furia no me dejaban vivir, lo único que podía soportar era este refugio de madera y papel. Mientras estaba aquí me sentía en paz. Cuando salía, junto con el frío y la lluvia, me golpeaba el alma la certeza de no estar en el lugar en el que debía estar.

Y ahora vuelvo a sentir lo mismo. Es decir, la paz de estar en un lugar que me acepta sin ningún requisito. O más bien con el único requisito de compartir la pasión por los libros, por las palabras. El otro sentimiento, el que siento al salir de aquí –esa sensación de estar en un lugar al que no me amaño– no ha desaparecido. Pero ahora es un extrañamiento que se ha vuelto parte de lo cotidiano. Me he acostumbrado a no pertenecer y me parece una sensación cada vez más natural. Es el modo de estar en el que me he instalado ya para siempre.

Pero debo reconocer que todo ha cambiado y ahora esta tribu se ha adaptado a los tiempos y a las nuevas tecnologías. Por todas partes hay gente con un aparato enfrente ­–computadoras, iPads, teléfonos, tabletas de diversos tipos– comunicándose con alguien que está en otro lado o navegando por un mundo virtual que está muy lejos de este. Ese cambio ha convertido a esta tribu, que antes tenía una edad promedio de –digamos– treinta y cinco años, en una multitud de postadolescentes ansiosos de ver y ser vistos.

Y los pasillos de la biblioteca que antes estaban casi vacíos ahora están atiborrados de una multitud de seres que no parecen pertenecer del todo, que tal vez no tengan siquiera acceso a las salas, pero viven desde los márgenes la experiencia vicaria de formar parte de esta comunidad de lectores. Y esta república generosa los acoge sin mezquindades ni exclusiones, en las decenas de sillas, bancos, banquitos y banquetas que han instalado en cada espacio disponible, y hasta en el piso cuando las sillas no alcanzan.

Tal vez por eso, y aunque la ciudad que dejo afuera cuando me encierro aquí me llama a recorrerla, a volver a ver los lugares conocidos o a explorar lo mucho que todavía no conozco, siento que es aquí donde tengo que estar y vuelvo a refugiarme todos los días en esta sala de altos techos y en los libros que descubro con una alegría tal vez digna de mejores causas. He estado leyendo sobre la literatura del exilio, sobre nuestros autores desterrados, como Teresa de la Parra. Por eso no te he contado largo de Londres. Pero ya encontraré un tiempo para escribirte sobre el par de cosas que he hecho afuera de la biblioteca.

Mientras tanto, te mando un abrazo oloroso a libros,

r

jueves, 3 de noviembre de 2011

A Londres


Amiga,

Estamos otra vez haciendo maletas. Te escribo desde un escritorio invadido por cerros de ropa interior y potes de cremas humectantes, con la maleta abierta al lado, despanzurrada y llena. Nos vamos a Londres a pasar un mes y aunque el viaje nos pone ahorita los pelos de punta, nos anima la idea de pasar cuatro semanas en la gran ciudad.

Lyo amaneció canturreando la canción de Sabina que dice que uno no debe volver al lugar donde ha sido feliz. Pero como yo no fui exactamente feliz en Londres, no creo en sus malos augurios. Creo más bien que siempre es emocionante volver a un lugar que uno conoce bien, aunque no sea el lugar al que uno pertenece. Vamos a estar apenas a unas cuadras de donde vivimos los cuatro años que estuvimos en Londres, cuando éramos más jóvenes y teníamos por delante un futuro largo que incluía volver a la tierruca y arraigarnos tal vez para siempre.

Esta vez el futuro es bastante más incierto y sin duda más corto. No nos espera ninguna forma de arraigo cuando se terminen las cuatro semanas citadinas. Pero mientras estemos allá, en una de las capitales del mundo, nos esforzaremos por volver a verlo todo, por llenarnos la memoria de asfalto y los pulmones de smog. Volveremos a sentirnos en el centro del universo. Y nos quejaremos de las multitudes, de lo maleducados que son los londinenses, del tráfico, del ruido.

Pero le daremos a la gran ciudad una nueva oportunidad de sorprendernos y atraparnos. Caminaremos por las calles como si perteneciéramos, porque sabemos que en realidad nadie pertenece aunque todos se sientan en casa en la metrópoli. Nos sentiremos ignorados, masificados, convertidos en multitud. Seremos dos más entre muchísimos y nadie nos mirará ir o venir. Nos disolveremos y la disolución nos hará libres.

Así que aquí vamos, con todo y gato, a entregarnos a la gran ciudad. Ya te iré contando mis andares citadinos.

Mientras tanto, te mando un abrazo viajero,

r

sábado, 29 de octubre de 2011

Entre vivos y muertos


Amiga,

Sigo leyendo el abecedario de Czeslaw Milosz y una de sus entradas me pareció ideal para acompañar la conversación privada que hemos tenido en estos días sobre las desapariciones de seres queridos. El texto de Milosz aparece al final del ABC, como una especie de epílogo en el que el autor explica su deseo de recordar los nombres de las personas y los lugares que ha conocido. Traduzco del inglés un texto que a su vez fue traducido del polaco. Espero que no suene demasiado raro.

Desaparición, de personas, de objetos. Porque vivimos en el tiempo, estamos sujetos a la ley de que nada dura para siempre. Todo pasa. La gente desaparece, como lo hacen los animales, los árboles, los paisajes y, como sabe todo el que vive el tiempo suficiente, la memoria de aquellos que una vez vivieron también desaparece. Sólo unas pocas personas conservan su recuerdo –la memoria de los familiares y los amigos más cercanos– pero incluso en su mente, las caras, los gestos, las palabras se van disolviendo gradualmente hasta desaparecer para siempre cuando ya no queda nadie que pueda dar testimonio.

La fe en una vida más allá de la muerte, que es común a todo el género humano, dibuja una línea entre los dos mundos. La comunicación entre esos mundos es difícil. Orfeo tiene que aceptar ciertas condiciones antes de que se le permita descender al Hades en busca de Eurídice. Eneas puede cruzar gracias a ciertos encantamientos. Los que viven en el infierno, el purgatorio y el paraíso de Dante no abandonan sus lugares póstumos para informarle a los vivos lo que les ha pasado. Para saber de su suerte, el poeta debe visitar la tierra de los muertos guiado por Virgilio, un espíritu él mismo, porque murió hace años en la tierra, y luego por Beatriz, que vive en los cielos.

Sí, pero la línea que divide los dos mundos no es del todo clara entre la gente que profesa el animismo, que cree en la presencia protectora de los ancestros. Ellos continúan existiendo en alguna parte cercana al hogar o al pueblo, aunque no puedan ser vistos. Los cristianos protestantes no tienen un lugar para los muertos y nadie se vuelve hacia ellos pidiéndoles su intervención en el mundo de los vivos. Los católicos, sin embargo, al introducir la intermediación de los santos y multiplicar la cantidad de personas beatificadas, presumen que estos espíritus buenos no están separados de los vivos por un límite intransitable. Es por eso que el día de todas las almas, que se celebra en Polonia, aunque tiene un origen que se remonta al animismo pagano, recibió la bendición de la Iglesia como un gran ritual de intermediación.

Mickiewicz creía en los espíritus. Aunque fue un voltariano en su primera juventud y se burlaba de ellos, mientras traducía la Juana de Arco de Voltaire seleccionó precisamente la escena de la violación de Juana y el castigo al que fueron sometidos en el infierno a los perpetradores de ese crimen. Sus Baladas y su obra Forefathers’ Eve (la noche de los antepasados) podrían servir como un manual de espiritualismo. Y después, ¿no fue él quien le recomendó a la gente actuar en la vida porqie “es muy difícil para un espíritu hacer cosas sin un cuerpo”? Sin mencionar los cuentos, asumidos literalmente, de las almas que entran en los cuerpos de los animales como una forma de castigo, que Mickiewicz aparentemente recogió de la tradición popular o de las creencias cabalistas en la reencarnación.

El rito de los ancestros, original de Bielorrusia, ofrece el testimonio más contundente de la independencia entre los vivos y los muertos, ya que los vivos convocan a los espíritus, ofreciéndoles comida de la manera más terrenal. En la noche de los antepasados de Mickiewicz, pero no solamente allí, los dos mundos entran en contacto. No hay nada aquí que hable de la imposibilidad de regresar de la tierra de los muertos.

Debido a que las personas desaparecen una tras otra y las preguntas sobre su existencia más allá de la muerte se multiplican, el espacio religioso se ubica en los bordes del espacio histórico, si entendemos este último como la continuidad de la civilización. Por ejemplo, la historia de un idioma determinado se presenta como un territorio en el que nos encontramos con nuestros ancestros, aquellos que escribieron en nuestro idioma hace cien años o quinientos años. El poeta Joseph Brodsky solía incluso decir que escribía no para los que iban a venir después, sino para complacer a las sombras de los antiguos poetas. Tal vez vivir inmerso en la literatura no es más que una celebración permanente del día de los antepasados, un llamado a los espíritus con la esperanza de que por un momento se encarnen.

Algunos nombres de la literatura polaca vienen con claridad a mi mente porque su trabajo sigue vivo en el presente; otros no lo están tanto e incluso hay otros que se resisten a aparecer. Pero no me interesa solamente la literatura. Mi tiempo, mi siglo veinte, pesa sobre mí como si yo fuera el administrador de una serie de voces y de las caras de la gente que una vez conocí, o de las que escuché hablar, y que ahora ya no existen. Muchos fueron famosos por algo, esos están en las enciclopedias, pero la mayoría de ellos ya han sido olvidados y no les queda más que hacer uso de mí, del ritmo de mi sangre, de mi mano sosteniendo la pluma, para volver a estar entre los vivos por un breve instante.

Mientras trabajaba en este abecedario, con frecuencia pensé que era preferible indagar en el corazón mismo de la vida y el destino de cada individuo, en lugar de limitarme a los hechos objetivos. Mis héroes aparecen como en un destello, a partir de un detalle no particularmente esencial, pero tienen que contentarse con eso, porque es preferible escapar del olvido, aunque sólo sea de esa manera. Tal vez mi ABC es un libro que escribo en vez de: en vez de una novela, en vez de un ensayo sobre el siglo veinte, en vez de mis memorias. Cada una de las personas que he recordado aquí pone en movimiento una red de alusiones entramadas y de interdependencias relacionadas con los hechos de mi siglo veinte. Si hago un balance final, no me arrepiento de haber mencionado gente importante de una manera tan despreocupada o de haber convertido en una virtud mi informalidad.


Hasta aquí Czeslaw Milosz. Su voz como testigo y su sentido de responsabilidad ante la memoria que guarda de los seres que conoció, en la vida real o a través de los libros, me hace pensar en el valor de dar testimonio. Puede ser verdad que a veces escribimos más para los que se han ido que para los que vendrán. Pero también es cierto que escribimos para no olvidar –creamos o no en una vida inmaterial o en el límite entre los vivos y los muertos– porque sabemos que la memoria que tenemos de los que se han ido se está gastando.

Pero, sobre todo, me gusta la idea de pensar que ese mundo de palabras e imágenes que estamos creando se proyecta hacia una forma del futuro. Como dice la canción de Chico Buarque, tal vez, algún día, dentro de milenios, en alguna ciudad sumergida –después de algún diluvio universal– alguien descubra –“un escafandrista”, dice Chico– los fragmentos que estamos dejando hoy: retratos, cartas, diarios, blogs... “vestigios de una extraña civilización”. Y tal vez entonces renazcan en la mente y en el corazón de esos futuros exploradores los miedos, las angustias, las ansiedades, pero también las alegrías que tratamos de representar en estos torpes textos mientras vamos viviendo.

Te mando un abrazo memorioso,

r

martes, 25 de octubre de 2011

ABCs


Amiga,

El oficio de hablar de uno mismo puede parecerle a los demás un gesto egoísta o narcisista. Mirarse el ombligo parece de ociosos. Pero para el que indaga en su propio ánimo, en sus extrañas manías y precarias inclinaciones es más bien un oficio de descubrimiento de la entera naturaleza humana. Si podemos mirarnos a nosotros mismos y explicar con palabras al menos un par de los complicados modos en que nos movemos por el mundo, tal vez estemos desentrañando un misterio humano y no sólo un capricho particular.

En estas cosas he estado pensando desde que, por recomendación de Liliana Lara, comencé a leer dos libros extraños y por eso mismo reveladores. Son los ABC de Czeslaw Milosz y Dan Tsalka. Inspirados uno en el otro, en estos libros los autores tejen y entretejen sus recuerdos personales guiados por el abecedario. Siguiendo el caprichoso orden de las letras recuerdan personas, lugares, momentos, impresiones. Son libros fragmentarios, deshilvanados, que sin embargo le dejan al lector una impresión firme del territorio que el autor ocupa, de su manera de estar en el mundo. Y al dibujar ese espacio se revela también la cercanía con el resto de la especie humana.

Liliana se inspiró en estos dos libros para escribir su propio abecedario, que comienza con la palabra “agua” y una historia estremecedora y contundente (puedes verlo aquí). Yo me contagié y empecé a hacer una lista de las palabras que usaría si quisiera escribir mi propio abecedario, pero llegué hasta la jota de juegos y me quedé muda. Mis recuerdos no parecen alcanzar para el abecedario completo.

De todos modos pienso que el ejercicio es productivo y por eso quería hoy compartir contigo un fragmento de una de las entradas del ABC de Tsalka que se llama “Autorretrato a los veintisiete años”:

No resultó nada fácil, pero una noche me puse a trabajar en mi autorretrato. Para sobrellevar mejor el rechazo que sentía hacia el hecho de escribirlo, me convencí a mí mismo de que no me encontraba elaborando una autobiografía sino un autorretrato, como si ese género existiera, como si se pudiera pintar con palabras en lugar de carboncillos y pinturas.
Mi gusto por la palabra autorretrato se remonta a mi primera juventud. Me gustaba recrearme mirando libros de arte, y en repetidas ocasiones me encontraba en esos libros con retratos hechos por los grandes de la pintura. Al pie de muchos de esos retratos aparecía escrito quién era la persona retratada, su estatus y el carácter que tenía según podía deducirse de la obra misma. (...) Inútilmente buscaba yo los rasgos representativos del orgullo, las ansias de poder, la altivez, el fanatismo o las distintas formas de idealismo que allí se indicaban. Ese hecho me producía un gran desasosiego e incluso hizo que aumentara la falta de seguridad en mí mismo. (...)
Pero con respecto al autorretrato eso no era así. Los comentarios entonces me parecían precisos y, en ocasiones, incluso extremadamente agudos en cuanto al desciframiento de las estrategias que el pintor había empleado para mostrarse públicamente tal como era. Entrega, insolencia, elegancia, autocompasión, amor propio, horror... en todo lo tocante a los autorretratos las apreciaciones de los historiadores eran de lo más agudas y no dejaban lugar a dudas acerca de su acierto.
Me gustaba imaginarme al pintor espiándose en el espejo y tocando el lienzo con el pincel. ¡Si yo pudiera pintar un autorretrato!
¿Un espejo? ¿Un pincel? ¿Un lienzo? Me quedaba mirando la botella de retsina que tenía en la mesa, el plato con los dados de queso de cabra y con las espléndidas aceitunas griegas. Anda, ve tú y conócete a ti mismo...
Tantísimas palabras.
Unos cuantos trazos y un poco de color lo hubieran conseguido en un abrir y cerrar de ojos.

Hasta aquí el autorretrato de Tsalka. El tono tal vez suene algo acartonado, pero es una traducción del hebreo y supongo que no debe ser fácil darle vida en otro idioma a un lenguaje literalmente resucitado de entre los muertos. Aún así, queda en pie el gesto de la memoria, el amor por las palabras, el intento de reconstruir un impulso de juventud que no se materializa. La vida, pues. Pero también una evidencia más de que cuando alguien se mira al espejo y trata de describir lo que es o pretende ser no se ve solamente a sí mismo, sino que a través de esa figura íngrima mira la historia, el largo camino de toda una especie.

Te mando un abrazo como pintado,

r

viernes, 14 de octubre de 2011

Viajar con Neuman


Amiga,

Esta semana terminé de leer el libro de Andrés Neuman, Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 2010). Lo compré en la nueva Amazon de España, que es una joya y que me permite pedir los libros editados en la madre patria sin molestar a nadie. Con los resabios que me quedan de nacionalismo, de los que me avergüenzo como es debido, leí primero lo que Neuman tenía que decir sobre Venezuela. Pero desde ya te adelanto que ese capítulo es el menos interesante del libro.

No puedo, sin embargo, dejar de citar la frase que me pareció más acertada, porque creo que es la conclusión a la que llega todo viajero que tiene la desgracia de pasar por la tierruca. Neuman, de paso por Caracas, dice: “Seas quien seas, hagas lo que hagas, pienses lo que pienses, en Venezuela no se puede no hablar de Chávez. Esa es quizá su mayor opresión y su mayor conquista” (p 123).

Hay otras dos frases memorables: “A lo largo de la semana, le digo, todavía no me he encontrado a ningún intelectual chavista. «No creo», me contesta, «que se pueda ser las dos cosas»” (p 129); “«Lo peor de todo», dice una amiga, «es que ni siquiera podemos apoyar a la oposición. No somos chavistas, pero aquí la oposición es nazi»” (p 122).

Creo que en esas frases está el resumen de lo que alguien que viaja, sin necesidad de ver mucho, puede captar en una semana de paso por la tierruca. Pero para medir realmente el impacto de estas impresiones hay que leer el libro entero y sentir la falta de peso que tiene nuestro huequito, nuestro triste lugar, en el espacio latinoamericano. En lo que llamarían aquí el “diálogo” entre los países de América Latina, Venezuela parece un loco de carretera monologando sobre un único y absurdo tema. Todos los demás están hablando de otra cosa, buscando un horizonte nuevo, peleándose entre sí por salir adelante, tal vez, pero abiertos a una discusión agitada con el mundo. Nosotros, mientras tanto, seguimos discutiendo con un fantasma.

Como sea, me quedo con un párrafo del final de Cómo viajar sin ver. Dice Neuman:

Buena parte de mi vida ha consistido en aprender a despedirme. Así se resume el aprendizaje de cualquier vida: darles a las cosas la bienvenida que merecen, despedirlas con la debida gratitud. Desde mi infancia emigrante hasta hoy puedo reconocer una hilera de despedidas, unas mayores, otras minúsculas. En esa sucesión de adioses, cuya longitud se parece al rastro de lo andado, distingo mis transformaciones. Antes, cuando volvía a mi país natal, sentía que yo me despedía de todos. Ahora, no sé muy bien por qué, siento que los demás se despiden de mí. Quizá sea el efecto de haberme acostumbrado a irme. Uno pierde el temor a soltar su equipaje, pero también la certeza de que su contenido le pertenece. Los aeropuertos son el escenario de separaciones desgarradoras. Y me doy cuenta de que he ido pasando, por así decirlo, de despidiente a observador. De protagonista de mis propias despedidas a testigo de las ajenas. Las maneras de irse cambian tanto como los que se van. (p 245)


Hasta aquí Neuman. Su texto me ha servido para mirar la tierruca desde otro lado y también para sentir, o presentir, la distancia que me separa ahora de mi lugar de origen. Creo que he pasado, aunque de otra manera, por ese mismo extraño tránsito entre el dolor de las despedidas y la distancia o la indiferencia –y, también, ¿por qué no? la nostalgia– frente a las despedidas de los otros. Ya no me conmueve demasiado ir o volver. Ya estoy definitivamente en tránsito y ese estado no es otro que el del desarraigo permanente.

No sé qué he ganado en el camino.

Te mando un abrazo volandero,

r

martes, 4 de octubre de 2011

Siete años


Amiga,

Mi hermana está cumpliendo hoy siete años de muerta. Los científicos dicen que las células del cuerpo se renuevan completamente cada siete años. Eso equivale a decir que cada siete años estrenamos un cuerpo nuevo. Para hacer más redonda la cuenta, este año en que tengo 49, mi cuerpo entero ha cumplido ese ciclo de renovación siete veces. A pesar del cambio, el dolor persiste y no parece responder a esos ciclos perfectos. Aunque es verdad que el tiempo hace que aprendamos a vivir con las ausencias y que los rituales nos ayudan a acomodar la tristeza en un sitio donde duela menos.

Lo primero que hice al levantarme hoy fue prender una vela frente al retrato de mi hermana. Es un ritual que, como sabes, sigo desde el primer aniversario de su muerte. No puedo explicar exactamente qué significa, porque no creo en la vida más allá de la muerte. Al menos no creo “racionalmente” en esa posibilidad. Y, sin embargo, cuando enciendo la vela que conmemora el aniversario de su muerte, le hablo a mi hermana y le digo que mientras esté en el recuerdo de los que la quisimos ella va a seguir viva. Le cuento que ya entró el otoño, que hace frío afuera y que el viento resuena en las rendijas de las ventanas. Y le digo que ayer estuve escuchando en su honor las viejas canciones de Armando Manzanero, mientras cumplía con el ritual de limpieza de los lunes.

Porque a Rebeca le gustaban, como a mí, las viejas canciones románticas y le gustaba cantarlas. Me acuerdo que una vez que me fue a visitar a Mérida, cuando yo vivía en La Mano Poderosa, ese caserío cerca de Tabay que tú conoces, fuimos a dar una vuelta por los alrededores y de regreso se nos vino encima una neblina espesa. Rebeca estaba manejando y en el asiento de atrás iban Patricia y Raúl, no tan chiquitos pero niños todavía. Se había hecho de noche de pronto y la neblina nos dejaba ver apenas medio metro delante. Si poníamos las luces altas la niebla se volvía una pantalla blanca y era imposible ver más allá de esa nube densa. No nos quedaba más que ir despacio, adivinando el camino lleno de curvas y cruzando los dedos para que nadie se nos atravesara.

Entonces Rebeca, para calmar a los niños y tal vez para distraerse ella misma de la tensión de manejar en esas condiciones, nos dijo: vamos a cantar. Y arrancó con “Esta tarde vi llover, vi gente correr, y no estabas tú...” Tardamos tal vez una hora en llegar a la casa y en ese recorrido lentísimo pasamos revista a todas las canciones de Armando Manzanero que nos sabíamos: Somos novios, Adoro, Contigo aprendí, Mía, Esperaré, Aquel señor... Cuando se nos acabó la lista de Manzanero nos paseamos por rancheras y boleros hasta que llegamos sanas y salvas a la casa.

Esa costumbre de cantar en los viajes la aprendimos de mi papá, que en los larguísimos recorridos que hacíamos de un extremo a otro del país, cuando nos íbamos de vacaciones, insistía en que no debíamos quedarnos dormidas, porque había que ver el paisaje para conocer el país. Y para mantenernos despiertas –y mantenerse él también alerta– nos hacía jugar “veo-veo” y descubrir la respuesta a sus complicadas adivinanzas y cantar por todo el camino. Por eso, cuando Rebeca me dijo en ese viaje tenebroso en medio de la niebla merideña, “vamos a cantar”, a mí me pareció lo más natural del mundo.

Y por eso entre ayer y hoy he estado escuchando a Armando Manzanero y resucitando los recuerdos que tengo de mi hermana para hacer que siga viviendo en mi memoria, aunque todas y cada una de las células de mi cuerpo ya no sean las mismas de siete años atrás.

Te mando un abrazo cantado,

r

jueves, 29 de septiembre de 2011

Donar un libro


Amiga,

Creo que te había contado antes que aquí hacen una vez al año un intercambio de libros patrocinado por dos periódicos. No había participado antes, porque al final nunca estoy pendiente y el tiempo se me pasa. Pero este año decidí que quería probar suerte, no sólo regalando un libro, sino buscando entre los lugares a donde voy habitualmente a ver si encontraba un libro del que pudiera apropiarme. Pude con lo primero, pero con lo segundo no tuve suerte.

El intercambio se llama book swap y los periódicos que lo patrocinan son el Guardian y el Observer. Durante una semana la gente regala al menos uno de sus libros y cualquiera puede quedarse con un libro si lo encuentra en un sitio público debidamente marcado. La semana pasada, todo el que compraba alguno de esos dos periódicos recibía una calcomanía que le podía pegar a la contratapa de un libro que quisiera regalar. La calcomanía tiene dos partes, una que se pega dentro y que explica el procedimiento y tiene un recuadro en blanco donde el antiguo dueño puede hacer un comentario del libro que está donando; y otra, que se pega en una esquina, en la parte de afuera del libro, que dice: “ahora este libro te pertenece”.

Para incentivar el intercambio los dos periódicos dejaron en distintos espacios públicos quince mil libros de distintos géneros y diversas especialidades. Y parece que la gente respondió al llamado con entusiasmo (si entras en el mapa aquí, puedes ver todos los lugares donde la gente ha dejado libros). Es de verdad una idea genial y, sobre todo, simple. Pero si quieres participar, el primer paso es elegir uno de tus libros. Como seguramente te pasaría a ti también, desprenderme de uno de mis libros es un auténtico drama. Para empezar, tenía que ser un libro que ya hubiera leído, porque aunque sé que hay muchos que no voy a leer, no puedo siquiera imaginar en regalarlos si no le he echado por lo menos un vistazo a las primeras cincuenta páginas.

Así que, con mi calcomanía en la mano, mi primera tarea fue recorrer mi biblioteca a ver qué libro cumplía con los requisitos exigidos en la página web del Guardian. El libro debía estar en buenas condiciones y “limpio” (traduzco literalmente) y no debía tener ningún contenido inapropiado, en el caso de que fuera encontrado por un niño. Las recomendaciones no me ayudaban mucho, porque todos mis libros están en buen estado y, que yo sepa, ninguno contiene material “inapropiado”. Así que tuve que establecer mis propias reglas: debía ser un libro que ya hubiera leído; que no quisiera volver a leer; y que estuviera en inglés (más de la mitad de mi biblioteca está en español, por supuesto). Pero, además, pensé que debía ser un libro que de alguna manera hablara de América Latina, de su cultura o su historia.

Esta última regla me pareció imprescindible para que mi donación tuviera algún sentido. Pensé que el intercambio iba a ser ya suficientemente “monolingüe” y que un mínimo de multiculturalismo no le haría daño a nadie. Así que después de acumular unos tres o cuatro candidatos terminé seleccionando el libro de Julia Álvarez, Saving the World. Es un libro que me gustó mucho cuando lo leí, pero estaba segura de que ya no iba a volver a leerlo, y cumplía con mi misión multiculturalista de contar una historia no sólo latinoamericana sino también –y tal vez sobre todo– de integración de Europa y América.

Le pegué la calcomanía a la contratapa del libro y le escribí un comentario alentador. Me propuse acercarme a la ciudad durante la semana para elegir un lugar donde “soltarlo”. Como el clima estaba más bien horrible, consideré la posibilidad de dejarlo en alguno de los dos cafés que hay en el pueblito, o tal vez en el pub que queda enfrente. Pero me pareció que iba a hacer trampa, porque nunca jamás voy a esos lugares y me pareció que la donación tenía que realizarse en un espacio que fuera, al menos para mí, significativo. Entonces pensé en el parque, mi querido parque al que voy a caminar todos los días. Pero el clima estaba tan infame la semana pasada, que pensé que iba a ser un desperdicio dejar a mi pobre libro a la intemperie.

No me quedaba otra que montarme en el autobús y acercarme hasta la ciudad. Estaba lloviendo y no parecía que el clima iba a mejorar. Me puse un sueter y un impermeable y me fui con mi libro en el bolso. De vez en cuando le hacía un cariño escondido, como si tratara de explicarle que estaba haciendo aquel acto de desprendimiento por su propio bien. Vas a conocer a otra gente, le dije, vas a viajar y a ampliar tus horizontes; te van a querer mucho y te van a guardar en una biblioteca bien bonita, más bonita que la mía, donde vas a tener nuevos amigos para conversar sobre muchos temas que ahorita no conoces. Vas a ser feliz, le dije, dándole palmaditas en el lomo.

Mientras iba en camino, tratanto de acallar mi mala conciencia por abandonar a su suerte a uno de mis queridos libros, consideré los distintos lugares en los que podía dejarlo. Pensé en lugares amables que conocía bien, en cafés y en parques, en centros comerciales y en plazas públicas. Descarté las librerías porque una de las instrucciones expresas del periódico patrocinante era precisamente “evitar las bibliotecas o librerías”, por razones más bien obvias. Y dándole vuelta a los sitios que siempre visito en la ciudad, me di cuenta de que había un lugar al que había ido desde la primera vez que estuve en Edimburgo, hace doce o trece años: la Filmhouse, que nosotros llamamos “la cinemateca”.

Cuando llegué al centro estaba haciendo un sol espléndido y yo estaba, como se dice aquí, sobre-abrigada. Aún así, me armé de valor, me quité el impermeable y caminé decidida por Lothian Road camino a la cinemateca. Tenía días sin ir al centro y de pronto me sorprendió la cantidad de gente y en desorden que había en las calles, porque una vez más habían cerrado Princess Street para hacer no se qué reparaciones o conexiones relacionadas con el tram que se habían hecho mal la primera vez. Uno se desacostumbra al ritmo de la ciudad y a sus repentinos cambios cuando vive encerrado en un pueblito de dos calles en el que nunca pasa nada.

Llegué a la cinemateca casi a mediodía. Estaban pasando una película que había querido ver desde hacía tiempo, así que me compré una entrada y decidí que mi generoso acto de donación lo haría al salir. La película se llama Arrietty y cuenta la historia de unos seres diminutos que viven entre los humanos, pero están en peligro de extinción (puedes ver el trailer aquí). Me gustan las películas de dibujos animados y estoy muy lejos de creer que se trata de películas sólo para niños. De hecho, ese día que entré a ver Arrietty en la cinemateca había sólo dos niños acompañados por sus padres. El resto éramos adultos desocupados, casi todos solos, que por alguna razón teníamos dos horas libres en el medio del día para sentarnos a ver una película supuestamente infantil.

Salí con el ánimo ligero. Me acerqué al café que nos ha servido cantidad de veces de lugar de encuentro y donde me encanta comer un plato que sólo he comido aquí: curry de garbanzos. Había poca gente, porque el clima afuera seguía de lo más decente. Consideré en qué mesa mi libro sería más visible y elegí el lugar que puedes ver en la foto: una mesa alta con taburetes donde me he sentado más de una vez a esperar a Lyo o a tomarme un tecito. Me pareció que era un homenaje válido para ese lugar que me ha servido de refugio tantas veces.

Al salir hice un recorrido por algunos cafés y plazas a ver si me tocaba en suerte algún libro. Se suponía que la idea del intercambio era esa. Pero no tuve suerte. Nadie había dejado ningún libro en mi camino. Así que me resigné a entrar en la biblioteca nacional a pasar el resto de la tarde en compañía de otros libros, también públicos, pero que no puedo llevarme comigo a mi casa. No fue una mala tarde, la verdad. Estuve un par de horas leyendo a Saer y se me ocurrieron un par de ideas que tal vez pueda usar más adelante.

Una película que te levanta el ánimo, un libro donado, dos ideas útiles: no es un mal balance para un sólo día.

Te mando un abrazo explayado como un libro abierto,

r

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Recordar las casas 6



Amiga,

Acabo de darme cuenta de que en diciembre del año pasado fue la última vez que escribí sobre las casas en las que he vivido. No sé por qué uno se asombra con el paso del tiempo, pero ese susto de ir andando sin darse cuenta ni cómo es algo que siempre está ahí y se vuelve un lugar común cada vez que lo anunciamos: ¡Qué rápido pasa el tiempo!

Debería haberte contado hace meses sobre la sexta casa en la que viví, la penúltima que iba a compartir con mi familia. Sé que he empezado a escribir sobre ese lugar varias veces, pero por alguna razón no encuentro el archivo, así que me toca empezar de nuevo. El último lugar en el que viví en Caracas con toda mi familia era un apartamento en Terrazas del Club Hípico que quedaba frente a un colegio de monjas donde estudió mi hermana Renée. No me acuerdo cómo se llamaba el colegio ni la calle ni el edificio en el que vivíamos. El apartamento quedaba, si mal no recuerdo, en un séptimo piso. Desde el ventanal de la sala, que daba al estacionamiento, sólo se veía el enorme muro de contención que mantenía en su sitio la colina que estaba atrás, donde se alineaban las casas de la urbanización en la que vivía gente más acomodada que nosotros.

Esa sala con su ventanal sin vista era tal vez el espacio que mejor definía ese lugar al que habíamos ido a parar por algún revés del destino, que supongo que tenía que ver con el inminente cambio de gobierno. Mi papá debe haber tenido que dejar el cargo en el Ministerio y la familia tuvo que reducir gastos, porque me imagino que ya no era posible pagar el alquiler de la casa de La California. Así que, por primera vez en nuestra existencia, tuvimos que mudarnos a un apartamento. Hoy en día puede parecer difícil de imaginar, pero vivir en un apartamento por primera vez a los 16 años no es un ejercicio cómodo.

Uno se acostumbra a las casas, a sus amplitudes y recovecos, a la posibilidad siempre presente de apartarse de todos y meterse en un agujero donde nadie moleste. Las casas tienen patios y jardines y, si hay suerte, balcones. Las casas están pegadas de la tierra y para escapar de ellas basta abrir una puerta. Pero los apartamentos son esos espacios colgados en el medio del aire donde uno se siente como en una jaula y de los que escapar es más difícil, porque hay escaleras y ascensores y muchas llaves y rejas de por medio y se pierde el impulso de la huida en el camino. Y acostumbrarse a ese encierro y a esa falta de espacio es complicado si uno está en medio de una adolescencia más bien explosiva.

Aunque puedo describir el apartamento de Terrazas, no creo que se diferencie mucho de los cientos de miles de apartamentos –o tal vez millones– que existen en Caracas. Se entraba a un pasillo que tenía la cocina a la izquierda. Pasando la cocina había un lavandero y creo que un baño de servicio, pero no estoy segura. Al final del pasillo estaba la sala comedor, con su ventanal por donde se veían las casas de gente que no tenía que pasar las apreturas de espacio por las que nosotros estábamos pasando. En medio de la sala, hacia la izquierda, se abría un pasillo donde estaban alineadas las puertas de los cuatros. Tres cuartos, dos baños, uno dentro del cuarto principal.

Los muebles que habíamos tenido en la casa de la California se apiñaban en este espacio mínimo, haciéndolo más incómodo y opresivo. Los inmensos materos que habíamos tenido desde que vivíamos en Guanare y que nos habían acompañado en la California habían desaparecido. Ya no había nada verde dentro de la casa y creo que no hubo nunca más un matero, ni grande ni pequeño, en las casas en las que vivieron mis padres después. El equipo de sonido todavía ocupaba un lugar en la sala, donde ya no se sentaba nadie sino para ver la tele o cuando había visitas. Mi mamá se había encargado de regalar a Nevado, no sé a qué vecino o familiar. Así que estábamos nosotras cuatro, solas y encerradas en aquel lugar minúsculo, con dos padres que parecían cada vez más furiosos el uno con el otro.

El refugio natural era el cuarto. Como siempre, yo dormía con mi hermana Ruth, y Rebeca y Renée dormían en el otro cuarto, que estaba al fondo del pasillo. Las ventanitas de cada habitación parecían más un filo que una ventana y el aire circulaba apenas o así me parecía. Teníamos unas camas con copetes de mimbre que en un espacio más grande apenas se notaban, pero en aquel huequito resaltaban como una extravagancia descolocada. Había una mesa de noche, también de mimbre, entre las dos camas. Y creo recordar una mesita muy pequeña que servía como de escritorio, pero es posible que esté imaginando un mueble que en realidad sólo tuve más tarde, cuando vivía sola. Como sea, mi recuerdo de ese cuarto es oscuro, opresivo.

No tengo ninguna otra memoria particular del apartamento de Terrazas. No me acuerdo de los detalles de la cocina ni del baño. Ni siquiera me acuerdo de cómo era el cuarto de mis padres ni de los colores de las paredes o de ningún detalle de la decoración, aparte de los eternos cuadros pintados por mi mamá que ocupaban todas las paredes. Para mí ese espacio es un lugar del que sólo quería salir. Yo tenía entre dieciséis y diecisiete años. Había terminado de estudiar bachillerato y había aplicado para estudiar periodismo en la Universidad Central. En esa época no existían los exámenes de admisión ni todo el drama del cupo. Uno llenaba una planilla en la que hacía un listado en orden de preferencia de las tres carreras por las que quería optar. Mandaba la planilla a lo que se llamaba el CNU –Consejo Nacional de Universidades– y esperaba a que le asignaran el cupo.

Me atreví a llenar una sola opción, porque yo quería ser periodista o nada. Así de arrogante y así de segura de mí misma era yo en ese entonces. ¡Qué ingenuidad! Lo increíble es que la realidad no me contradijo y cuando salieron los listados ahí estaba mi número de cédula: me habían dado un cupo para estudiar periodismo en la Central. Pero, por uno de esos típicos reajustes de la UCV, las clases iban a empezar en enero de 1979 y estábamos en septiembre de 1978. Tenía cuatro larguísimos meses por delante. Y para una adolescente con ganas de salir a la calle y comenzar a vivir su propia vida eso era muchísimo tiempo. Así que me empeñé en que quería conseguir un trabajo para hacer algo mientras comenzaban las clases.

Mi papá habló con un conocido suyo, que tenía una imprenta, y este señor me dio un trabajo de aprendiz de todo, en el que me pagaron el primer sueldo que gané en la vida. Sueldo mínimo: mil doscientos bolívares mensuales. Como era todavía menor de edad, mi papá tuvo que acompañarme a que abriera una cuenta en un banco que estaba en el Centro Comercial Terrazas del Club Hípico, a unas tres cuadras de la casa. Ahí depositaba regularmente lo que me pagaban cada mes y sólo gastaba en transporte, libros y discos. Yo me sentía muy orgullosa de estar ganando mi propio dinero a una edad en que las niñas de mi edad andaban disfrutando de sus últimos años de libertad mantenida por los padres.

Así que fue en el apartamento de Terrazas donde empecé lo que yo llamo mi vida productiva. Me levantaba muy temprano, agarraba el autobús en la esquina y me bajaba en la principal de Las Mercedes. Desde ahí caminaba las cinco o seis cuadras largas que había entre Las Mercedes y la casa de tres pisos donde estaba instalada la imprenta, en una callecita que subía desde la Avenida Miguel Ángel y se perdía en un recoveco de la montaña. Creo que la calle se llamaba Minerva. Años y años después, siempre que pasé por el inicio de esa calle sentí un golpe de nostalgia. Esa zona de Bello Monte es para mí el lugar en el que me adueñé definitivamente de la ciudad y me acostumbré a su ritmo, a escuchar sus ruidos y a soportar sus olores. Tal vez por eso, cuando viví en Bello Monte, casi treinta años después, sentí que había regresado a casa.

Estoy consciente de que me alejo del apartamento de Terrazas del Club Hípico. Pero es que así era, amiga, mi vida en ese tiempo. Yo apenas quería estar en aquel lugar donde se respiraba un aire de encierro y resignación, donde el ambiente se hacía cada vez más insoportable. Pero la verdad es que sí tengo recuerdos del lugar, más del edificio que del apartamento. Rebeca había empezado a estudiar en la USB y se iba a la universidad en el Maverick morado de mi mamá, porque le habían sacado un permiso especial para que manejara, aunque no había cumplido los reglamentarios 18 años. Mi hermana Ruth se había empatado con un muchacho que vivía en el edificio. Se llamaba Carlos Cámara, o al menos ese es el nombre que me viene a la mente. Tenía un hermano mayor y varias hermanas menores, así que con ellos armamos una especie de grupo, que no sustituía al grupo grande y bullanguero que teníamos en la California, pero hacía las veces. Creo que mi hermana Renée se unía a veces a ese grupo porque se hizo amiga de la hermana menor de Carlos.

Con ellos íbamos a pasear al Concresa y al Humboldt, jugábamos bowling en un sitio que se llamaba algo así como Pin 18 o 21, que quedaba en el CC Terrazas del Club Hípico, y veíamos todas las películas que podíamos. Estos nuevos amigos eran hijos de un diplomático y habían vivido en Alemania y en otros lugares. Hablaban en inglés y en alemán con sus padres y a mí me parecían el colmo de lo exótico. Nos pasábamos horas conversando en la entrada del edificio y hacíamos loqueras como si no quisiéramos que la infancia se terminara. Me acuerdo que con la patineta de alguno de ellos me lancé por la loma de la avenida que daba al Club Hípico y, por supuesto, terminé en el asfalto, con las rodillas rotas y las manos reventadas.

En el patio de ese edificio adquirí la segunda –perdón, la tercera– cicatriz que tengo en el cuerpo (sin contar operaciones quirúrgicas). Cuando nos mudamos, por falta de mejor entretenimiento o por alguna razón que ahora se me escapa, consideramos que era divertido escalar el muro de contención del estacionamiento. Hacíamos competencias a ver quién subía más alto. Cuando dominamos el arte de llegar hasta arriba y esa meta ya no fue suficiente, el reto comenzó a ser pasar al otro lado. Al final del muro había una pared con esa fila de vidrios rotos que son tan usuales en Caracas y que se supone que sirven para mantener afuera a los intrusos. Si queríamos ir más allá del muro teníamos que superar esa trampa para bobos. Yo lo intenté, segura de que una fila de vidrios rotos no era un obstáculo suficiente. Pasé mi brazo derecho por encima de la pared para agarrarme de la reja que estaba atrás y tomar impulso. Pero hasta ahí llegó mi valor: un vidrio transparente y filoso se me clavó en el lado interior del brazo y al instante la piel se me abrió en una zanja profunda. No me acuerdo qué pasó después, no recuerdo la sangre ni el dolor, pero sé que esa fue mi última incursión en el muro. Y tal vez la última vez que jugué a ser una niña.

Una vez que empecé a trabajar mi interés cambió radicalmente, porque me enamoré de un señor bastante mayor que yo que trabajaba en la imprenta del amigo de mi padre, y a donde me habían dejado ir a trabajar porque se suponía que estaría a salvo de los peligros del mundo exterior. La historia de ese romance llega hasta la época en la que nosotras nos conocimos, y no viene al caso contarla aquí, pero sólo te lo cuento para explicarte por qué mi lugar era ya otro cuando vivíamos en Terrazas. Yo tenía una excusa perfecta para salir de la casa: iba a trabajar. Y en efecto eso hacía de lunes a viernes. Pero trabajaba con el hombre que se iba a convertir en mi primera pareja adulta y durante esos meses yo entré aceleradamente a un mundo al que no había tenido acceso hasta entonces y me sentía dueña de mi destino.

Salía del trabajo a las cuatro y media, pero siempre me las arreglaba para llegar a la casa apenas antes de que oscureciera. En la familia había una regla no escrita que indicaba que todos los miembros menores de edad debían estar recogidos cuando comenzara a anochecer. Yo aprendí temprano a respetar esa regla. Pero también aprendí bastante pronto que todo lo que se puede hacer en la noche se puede hacer también durante el día. Así que mis encuentros con el compañero de trabajo se hicieron todos a la clara luz de las tardes después del trabajo, justo antes de que se hiciera de noche. Y el tráfico de Caracas sirvió de excusa perfecta para justificar las dos horas largas que pasaban entre la hora en la que yo salía del trabajo y la hora en la que llegaba. Y hay que ver lo que se puede hacer en dos horas.

También usaba los fines de semana para escaparme. Pero en ese caso utilizaba la excusa de que iba a visitar a mi amiga Efigenia. Ella vivía en El Marqués. Mi mamá la conocía desde que estudiamos juntas en bachillerato, así que no resultaba demasiado sospechoso que yo dijera que quería ir a pasar una mañana de sábado o una tarde de domingo con mi amiga, en su casa. Nunca me negaron el permiso y entre Efigenia y yo había un código que siempre respetamos. Yo la llamaba y le decía “no me llames hoy, que voy a ir a visitarte”. Y esa era la clave para tener una mañana entera o una tarde toda para dedicársela a mis emocionadas incursiones en el mundo “verdadero” de los adultos, al que había entrado de la mano de aquel compañero de trabajo, que era 14 años mayor que yo, periodista, argentino y casado. Nos sobraba el tiempo en esas tardes de domingo y yo llegaba siempre puntual a mi casa antes de que se ocultara el sol, sintiéndome como la heroína de una canción de Serrat.

Cuando comenzaron mis clases en la Central, en enero de 1979, mi familia ya se había mudado a Barquisimeto. Me buscaron una residencia de señoritas en Las Acacias, donde viví un poco menos de un año, o tal vez un poco más. Mientras tanto mi familia vivía en la segunda casa que tuvimos en Barquisimeto, donde se casó mi hermana Rebeca, en la iglesia que quedaba literalmente cruzando la calle. Con esa casa, que espero que me acompañes a recorrer pronto, se cierra el primer ciclo de las casas en las que he vivido.

Después vienen los apartamentos, cuartos, cuarticos y cuartuchos en los que viví por mi cuenta, sola o acompañada. Pero tú conociste la mayoría de esos lugares y ya no sé si vale la pena que te siga echando el resto de ese cuento. Pero, quién sabe, tal vez resulte un buen ejercicio de memoria, ahora que todo ese mundo me resulta tan increíblemente lejano.

Te mando un abrazo para el que hoy no encuentro adjetivos,

r

viernes, 16 de septiembre de 2011

La escala de los mapas

Amiga,

Estoy leyendo la primera novela de Belén Gopegui, La escala de los mapas (1993) y estoy encantada. Cuando uno trata de retomar el ritmo de la escritura, después de meses ocupado en otra cosa, no hay nada como un libro que le demuestre a uno que escribir vale la pena porque con este oficio se pueden lograr cosas increíbles, que están más allá de la lógica cotidiana, de la simple supervivencia.

El libro empieza con una frase que ha sido muy celebrada por la crítica, por razones que entenderás de inmediato. La primera frase dice así: “Si un hombre pequeño nos besa la mano y acto seguido empieza a describirnos una manivela, ¿qué hacer?”

Los protagonistas de la novela de Gopegui son dos: el narrador, que se llama Sergio Prim, y la mujer que ama o que lo ama, que se llama Brezo Varela. Él la ha amado toda la vida sin que ella lo note. Ella de pronto lo acepta y se enamora. Lejos de ser los ingredientes de un final feliz, es más bien el inicio de una historia de obsesiones y desencuentros, de malentendidos y planes de fuga. Te dejo aquí dos botones de muestra para que veas por qué me tiene fascinada este libro.


No, no fueron celos, pero de pronto me sentí muy desvalido. Envidiaba la desenvoltura de aquel archivófilo para apoyar su mano. Sin duda, pertenecía a ese grupo de afortunados que, cuando se desplazan, basculan entre los cuerpos. Usan hombros o cinturas como asideros y de ese modo atenúan el desequilibrio congénito de nuestra especie. No así yo. A mí no me fue dado el don de esbozar un gesto de afecto detrás de otro, un gesto correctamente elegido, que no parezca inseguro ni tampoco forzado. Mi mano siempre divaga y se retira antes de haber conseguido alcanzar el codo del otro, su espalda o su cadera. Manos en retirada soy, cuerpo en retirada, separado en medio del tráfago de cuerpos, porque no me enseñaron a besar las mejillas ni a aferrar antebrazos ajenos. No sé abandonarme, ni siquiera en el deseo, ni siquiera desvaneciéndome en ti. Yo entro en el deseo y tal vez descanso, pero en seguida se enciende un cerco luminoso, un resplandor naranja e intermitente, que me incita a cruzar, a correr.

(...)

Mi primer movimiento sería una retirada en toda la regla, y diría así: «Óyeme, loca, muchacha que acaricias las tazas como si fueran gatos y a un hombre como si fuera una banda de música, óyeme: yo ya no tengo ímpetu. Han pasado los años y me he instalado en el retraimiento. Vivo como ese pequeño país autárquico que ponían de ejemplo en los colegios: soy Albania. Mi medio natural es sobrio, retazos de llanuras insalubres, mesetas desiguales y un complejo de montañas abruptas. En mi república se practica la autarquía de repliegue: producir para autoabastecerse y permanecer inmodificado, al abrigo de influencias extranjeras. Porque habitar con los otros es la guerra y me destruye, he preferido rodearme de una difusa constelación afectiva. Sus luces están lejos y aunque apenas iluminan, también me dañan poco. Vivo casi a oscuras. Vivo en mi casa breve de lecho breve y breves vistas al exterior. Y no puedo ilusionarme, porque soy un escéptico.»

(...)

Y a Brezo se le ocurría sugerirme una odisea de vagones y equipajes, camas desconocidas, desayunos inesperados. (...) Cientos de kilómetros y al final la arena de las playas, para qué si uno vuelve siempre, para qué, si es aquí donde uno debe habérselas con el tiempo que no descansa nunca, para qué dar rodeos. Brezo pasajera, yo soy de los que un día decidieron emplear sus vacaciones en aprender a quedarse.


Hasta aquí los fragmentos de La escala de los mapas, de Belén Gopegui.

Me gusta esa voz que tiene miedo y que quiere escaparse. Esa mirada que observa los gestos y los ubica en un mapa de afectos. Me gusta la mezcla de interés e indiferencia, la desalmada falta de fe en todos y en todo. Me gusta la eficiencia de esa voz masculina inventada por una mujer.

Espero que a ti también te guste y que allá en la tierruca se consigan los libros de Gopegui.

Un abrazo,
r

martes, 13 de septiembre de 2011

Sufrir en Sicilia


Amiga,

Me estoy recuperando apenas del viaje a Sicilia. La gripe que viajó conmigo para allá y para acá no se me ha quitado todavía. Siento que sigo agotada y que el calor que me atormentó durante todo el viaje se me ha quedado adentro. Me senté ayer a escribirte un recuento del viaje pero me aburrí a mitad de camino y lo dejé para hoy. Releí lo escrito y me pareció fastidiosísimo, así que decidí empezar de nuevo y contarte sólo mis impresiones generales, en vez de hacerte un recuento detenido día por día.

El resumen es más o menos así:

1. Si uno quiere visitar Sicilia como es debido, para ver las famosas ruinas greco-romanas y conocer las ciudades, hay que ir en primavera y/o en otoño, cuando el clima es más benigno. Pero a cuarenta grados a la sombra es imposible disfrutar nada que no sea la playa, y eso si tienes una buena sombrilla o -como nosotros- una super carpa playera que te proteja del sol inclemente. Si pretendías visitar los lugares importantes, lo único que logras un día tras otro, es acumular un sentimiento de culpa horroroso, porque mientras más lees las guías turísticas más reconoces que es una especie de pecado de lesa cultura estar en un lugar con tanta historia y no tener energía ni para acercarte a las ruinas que tienes a la vuelta de la esquina.

2. El mar de Sicilia es hermoso, para verlo de lejos y tomarle fotos, pero las playas son horribles. Incluso la única playa de arena en la que pudimos bañarnos –en Portopalo– era poco más que una franja de tierra rojiza llena de basura de principio a fin. Suena terrible, pero es la pura verdad. Los sicilianos no cuidan las playas, al menos no las que están entre el extremo sur-este y el estremo nor-este de la isla, que fue la zona que recorrimos. No hubo un solo lugar que visitáramos que no estuviera lleno de basura.

3. Nos quedamos en cuatro campamentos. Ninguno tenía la calidad o la limpieza de los campings de Córcega. Todos los baños estaban sucios o apenas limpios. Sólo uno de los lugares tenía unas duchas decentes. En el primero que nos quedamos el espacio para la carpa no estaba delimitado y no se podía dejar el carro adentro, lo que resultaba bastante incómodo. El segundo camping era tan malo que lo bautizamos “la poceta”. No creo que esto requiera más explicaciones. El tercer camping –en Marinello– era bastante bueno y lo mejor que tenía era el restaurant: excelente. El último camping tenía la ventaja de estar muy bien ubicado sobre una playa de arena, pero el olor de los baños era tan fuerte que hasta hoy lo tengo todavía pegado a la nariz.

4. Sólo visitamos tres ciudades: Catania, Taormina y Siracusa. Catania es una ciudad desordenada y ruidosa; sucia a más no poder; con muy pocos atractivos más allá de las plazas y uno que otro edificio imponente. Taormina es un centro comercial al aire libre, con todo lo bueno y lo malo que eso implica. Es una zona peatonal a la que sólo se puede llegar en autobús y tal vez eso le da un encanto particular. Siracusa es, al menos en su parte vieja, mucho más acogedora y fue el único lugar en el que sentí que la gente era genuinamente amable. Se podía caminar a pleno mediodía por las calles angostas y no había hordas de turistas como en Taormina.

5. La comida es excelente. No importa si te comes una pizza en el aeropuerto o una cena con tres platos en un restaurant medianamente decente, siempre se come bien. Yo me quejé un par de veces por el exceso de sal en algunos platos, pero de resto, sólo puedo decir que comimos rico. El gran descubrimiento fueron los canollis (unos dulces espectaculares que son como unas torrejas rellenas de ricotta) y el helado de pistacho, que aunque lo hacen en todas partes, el helado siciliano es la perfección en pasta. En Taormina nos comimos el tiramisú más rico que hemos probado y en un restaurancito perdido de Oliveri, el almuerzo más delicioso que es posible imaginar.

6. Sigo pensando que hay que volver a conocer el resto de la isla y darle el beneficio de la duda. Pero no creo que quiera regresar en verano y definitivamente no quiero viajar haciendo escala en Londres. De ida nos dejaron las maletas y pasamos un día entero dando vueltas y haciendo nada porque nuestro alojamiento estaba embalado en el equipaje que llegó 24 horas después. De regreso tuvimos que dormir tres horas en un hotel cerca del aeropuerto de Gatwick y fue una tortura china.

Creo que este es el mejor resumen que puedo hacerte del viaje. No es muy amable ni entretenido, pero refleja mi estado de ánimo. ¿Qué le vamos a hacer? Estuve toda la semana con gripe y con una diarrea que no se me quitó nunca. Dormí terriblemente mal casi todas las noches, el calor me tenía aturdida durante el día y apenas disfruté algunas horas de la mañana o de la tarde. De resto, sentí que lo único que hice fue esperar a que Lyo hiciera las miles de cosas que había ido a hacer en la isla: remar, nadar, subir al monte Etna, escalar, remar, nadar... Yo no tengo esa energía y quisiera imaginarme las vacaciones como un tiempo de descanso, de no hacer nada. Pero si estás acompañando a un deportista incansable esa idea se vuelve absurda y tus vacaciones terminan convirtiéndose en una larga e inútil espera.

Será la edad, amiga. Tal vez es tiempo de que admita que no estoy para esos trotes: que necesito un hotel con cama limpia y ducha cómoda cada tarde. Y, sobre todo, que necesito quedarme en sitios que no huelan mal y donde sea posible descansar a la sombra, con al menos un ventilador enfrente, cuando el calor apriete. ¿Será mucho pedir?

Te mando un abrazo agotado!

r

miércoles, 24 de agosto de 2011

Gabriel con Nagasaki


Amiga,

Las noticias de la tierruca me llegan cada vez más tarde. Con casi un mes de atraso me estoy enterando hoy que mi amigo -y antiguo alumno- Gabriel Payares ganó el concurso de cuentos de El Nacional.

Le escribo una línea para felicitarlo y después busco el cuento en la red y lo leo apurada y curiosa. Siempre leo los textos de gente conocida con una especie de susto, por no saber qué hacer si el texto no me gusta. Pero éste me gusta, y mucho. Por eso aquí va un fragmento y aquí está el link por si quieres leerlo entero.

"Hay algo de Ulises en su cuerpo lampiño, una cierta curtimbre que me hace preguntarme si seré Calíope o Polifemo cuando llegue el final de la aventura. Aun así, escucho su recuento como a través de la portezuela de un submarino: lo he oído todo antes, en montones de rostros diferentes. Si la gente supiera lo parecidas que son nuestras vidas, lo indistintos que podemos llegar a ser al cabo de algunos años, como ondas similares sucediéndonos en un estanque, llegaría tarde o temprano a las mismas y exactas conclusiones: no existen buenas y malas iniciaciones, pero sí primeras y segundas veces, y entre una y otra puede mediar solamente el tamiz de la memoria. Es por eso que la vejez consiste en repeticiones: recuerdos de recuerdos, anécdotas contadas hasta el hartazgo. Una vida larga es como una enorme caverna: en ella todo hace eco."

Hasta aquí unas líneas de muestra del cuento de Gabriel. Me gusta tanto que hasta le pasé por encima a los "rostros" como si fueran un pecado venial.

Como sigo en mi traducción, es todo lo que puedo hacer en lugar de escribir: leer a los otros y aceptar la bendición de que haya gente querida que siga escribiendo y lo haga tan bien!

Un abrazo,

r

jueves, 11 de agosto de 2011

El reino en llamas



Amiga,

El reino está en llamas. Desde el sábado ha habido disturbios y saqueos en Londres y otras ciudades del sur. En Escocia no se ha encendido la mecha de la protesta y con un frío que ronda los doce grados y una lluvia insistente, no parece que la ola de violencia vaya a llegar hasta aquí. Pero las reacciones frente a los saqueos que aquí son calificados como “actos de protesta ilegítimos” han disparado, como era de esperarse, un debate sostenido en todos los medios.

La discusión comenzó con el asombro y con un lenguaje bastante depurado. Nadie quería hacer apología de la violencia y las palabras “delincuente” y “delito” quisieron imponerse desde el principio como la línea oficial para tratar la ola de saqueos. Pero cuatro días después ya la prensa y los demás medios habían comenzado a hablar francamente de protesta y a buscar las causas sociales y económicas de los disturbios.

El debate en los medios parece ahora incluso más encarnizado que las mismas protestas callejeras. Tiene que ver con la búsqueda de las causas, pero también con la necesidad de encontrar una explicación convincente de por qué están participando en el vandalismo niños de diez y once años, que deberían estar bajo el cuidado de sus padres. Ya han salido trabajadores sociales a hacer análisis de la decadencia de la estructura familiar en las zonas marginales e incluso en las clases medias de Inglaterra. Ya han aparecido historiadores explicando el fenómeno de los disturbios callejeros como una manera de hacer política más allá de los votos. Ya hay economistas y sociólogos puntualizando que ésta no es más que una primera ola de descontento frente a medidas económicas impopulares y advirtiendo sobre la desintegración de la sociedad si se desmontan los programas sociales a los niveles que el gobierno conservador aspira.

En fin, que el debate es largo y tal vez dure hasta finales del verano, que es mucho más de lo que duran aquí las preocupaciones esporádicas por casos de emergencia como éste. El parlamento, que había estado en receso, volvió a entrar en funciones. El primer ministro regresó de sus vacaciones en la Toscana. Todos los altos funcionarios que se habían ido a recibir el merecido rayito de sol más allá de las tierras húmedas del reino, tuvieron que regresar a meter el hombro para poner a los jóvenes en cintura. Y lo han hecho metiendo presos a más de mil jóvenes que en este momento están siendo juzgados por vandalismo.

Y uno no puede evitar recordar cómo durante el caracazo, en Venezuela, guardando todas las distancias, se dieron los mismos debates y se repartieron las mismas culpas. También la clase media comenzó a mirar con asombro alrededor y a pensar en qué tipo de sociedad estaban viviendo. Los políticos del gobierno hablaron de delincuencia, los de la oposición de graves problemas sociales. Los periodistas comentaron los sucesos escogiendo con precisión las palabras, pero mostrando imágenes que hablaban por sí mismas. Todo, todo me regresa a la memoria. Porque ante la violencia generalizada de una masa anónima, los que estamos del lado de acá, mirando los toros desde la barrera, actuamos también como una masa. Una masa que se defiende y se encierra en el terror.

Cuando el caracazo yo vivía en Parque Central, es decir, prácticamente en el medio de los acontecimientos. Decían que las turbas venían a saquear las tiendas y las oficinas y todo el mundo estaba encerrado, mirando por las ventanas lo que pasaba abajo. Pero yo me acuerdo haber paseado por los pasillos vacíos. Las santamarías estaban bajadas y los largos corredores parecían el escenario de una película apocalíptica, de esas en las que todo el mundo se ha ido después de un cataclismo universal. Todo estaba pasando, pero no pasaba nada. A veces llegaba una ráfaga de viento que traía el olor de los cauchos quemados que ardían a apenas un par de cuadras de distancia. Nada más.

Me acuerdo que en esos días se desató también un debate que tenía muchas ramificaciones. En la Simón Bolívar, donde yo estaba comenzando a estudiar una Maestría en Literatura, conversábamos antes y después de clase sobre lo que estaba pasando. El sentimiento más generalizado era el asombro. El segundo, creo, era el miedo. Había gente realmente angustiada por la posibilidad de que los vándalos entraran en sus casas y les quitaran todo lo que tenían. Si tuve algún tipo de miedo en esos días, no era por las cosas que podían quitarme. Era un miedo más bien a la agresión física. Pero no me daban miedo los que protestaban, sino los que estaban tratando de reprimirlos.

Como seguramente te acuerdas, yo había estado trabajando un año en la Televisora Andina de Mérida y durante ese tiempo cubrí como reportera más de un disturbio. En Mérida, como sabes bien, cuando hay protestas la ciudad entera se vuelve una zona de guerra. Nosotros teníamos unos chalecos que decían, por delante en letras amarillas y en mayúscula, PRENSA. Y por detrás, en una letra más pequeña: ¡no dispare! Me encantaban esos chalecos y cuando me ponía uno y salía a la calle a cubrir las protestas me sentía como un personaje de película. No sé si era por el chaleco, o por una especie de inconciencia colectiva de la que me contagiaba inmediatamente, pero el caso es que no me daba miedo estar en medio de las multitudes que rompían vidrios, lanzaban botellas, quemaban cauchos y se repartían potes de leche o latas de atún de algún camión saqueado.

Me asustaba mucho más estar delante de un batallón de policías, cuando disparaban sin mirar a quién balas de plástico o perdigones, o cuando lanzaban en seguidilla diez, quince, veinte bombas lacrimógenas haciendo que todo el mundo se retirara corriendo a todo lo que daban las piernas. Una vez, en la esquina de la plaza Bolívar, saliendo apenas de las oficinas de la TAM, una bomba lacrimógena me cayó en los pies. Me acuerdo que la miré por dos segundos antes de patearla con todas mis fuerzas calle abajo, hacia donde estaban los policías. Es lo más cerca que he estado de convertirme en delincuente.

Todas esas imágenes me han vuelto a la memoria viendo en la televisión a los jóvenes británicos –ingleses, diría Lyo, porque aquí en Escocia no ha pasado nada– destrozar vidrieras y asaltar joyerías y tiendas de ropa y zapatos, enfrentando desafiantes a la policía. Dicen que se comunicaban dónde sería el próximo asalto a través de la mensajería de texto de los celulares. Y no ha faltado el incauto que ande por ahí culpando a los nuevos medios de la facilidad con que se dispararon y extendieron los disturbios. Pero en 1987, cuando yo trabajaba en Mérida, no había celulares. Y el comportamiento de los jóvenes en las calles incendiadas era exactamente el mismo.

Como era igual la reacción de los políticos que estaban en el gobierno y la de los políticos que estaban tratando de ganar puntos desde la oposición. En estos casos, sea en el primero o en el tercer mundo, parece que alguien hubiera escrito un manual para uso de la especie humana con un capítulo escrito para cada uno de los actores que participan en la contienda. Y todos parecen siempre haberse leído sólo el capítulo que les corresponde.

Desde el reino todavía en llamas, te mando un abrazo contagioso como un disturbio callejero,

r

miércoles, 27 de julio de 2011

De traiciones y odios


Amiga,

¡Te tengo abandonada! He estado trabajando en una traducción que me quita ocho horas al día y por eso este blog nuestro se ha quedado huérfano. Quería escribir una nota sobre el escándalo de los teléfonos intervenidos, que estuvo semanas en todas las noticias, porque me parecía de lo más curioso que se armara semejante escándalo por una práctica que es tan vergonzosamente común en nuestros países, y especialmente en Venezuela, donde no hay un sólo dirigente, periodista o abogado de renombre que no tenga el teléfono intervenido. Pero se me pasó el momento oportuno y no lo hice.

Después vino la matanza en Noruega y no se me ocurrió nada que decir ante una atrocidad como esa. Aunque tuve el vertiginoso presentimiento de que algo así podía pasar en la tierruca con el primer loco que se le ocurriera llevar al extremo cualquiera de las muchas posiciones fundamentalistas que se están volviendo moneda común entre los venezolanos.

Y casi al mismo tiempo encontraron muerta a Amy Winehouse y quise comentar el asunto porque me pareció un triste desperdicio de talento. Pero también se me pasó el impulso y aquí estoy, haciendo una pausa en mi trabajo para contarte que sigo aquí, que el fin de semana pasado fuimos a una playa hermosa y soleada –arriba está una foto de las muchas que tomé– que hay luz a chorros y que el clima está tibio en el reino, por lo que tal vez adoptemos la costumbre de pasarnos al menos un día a la semana en la playa durante lo que queda del verano.

Pero también para compartir contigo una de esas trivialidades que hacen la vida menos amarga –más allá de las muertes y los escándalos. Como mi cerebro en estos días no es más que una máquina de pasar palabras de un idioma a otro, tal vez en las próximas semanas lo único que logre compartir contigo sean fragmentos de cosas vistas/ oídas/ leídas. Así que tenme un poquito de paciencia y permíteme este paseo por el extraño mundo de las palabras prestadas.

Esta vez, se trata de una lista de las veinte cosas que más “odian” los británicos cuando salen de vacaciones fuera de su país. Fue publicada por el periódico i , el martes 19 de Julio, y es una lista basada en entrevistas hechas a dos mil británicos que estaban viajando en ese momento.

Los británicos de vacaciones en el extranjero odian:

1. No dormir en su propia cama.
2. Sentir que el viaje no se termina nunca.
3. No poder tomar agua directamente del chorro.
4. Tener que competir por espacio en las playas.
5. No encontrar un té decente para tomar.
6. No poder conectarse a internet.
7. No poder tener un carro a su disposición todo el tiempo.
8. Encontrarse con otros británicos.
9. No tener una ducha decente o una bañera para uso particular.
10. La falta de leche “normal”.
11. No poder cocinar en la propia cocina.
12. No poder llevarse a las mascotas.
13. Gastar dinero en cosas inútiles.
14. El costo de las llamadas internacionales.
15. Sentir nostalgia por la familia.
16. La comida “extraña”.
17. El calor (!).
18. No entender los idiomas extranjeros.
19. No saber manejar las monedas extranjeras.
20. No tener la rutina de todos los días.

A la vista de semejante listado lo único que uno puede hacer es preguntarse ¡¿por qué carrizo salen de vacaciones?! ¡Quédense en su casa y disfruten de su nicho, su idioma, su moneda y su rutina sin incordiar al resto del planeta y sin competir con nadie por un espacio bajo el sol! Sería una solución espléndida.

Pero, más allá de las bromas fáciles que se pueden hacer con un listado como éste, hay algo en ese odio por lo “raro”, lo “extraño” o lo “extranjero” que me hace parar los pelos de punta. Tal vez esa es la razón por la que guardé el periódico durante todos estos días y decidí compartirlo contigo. Porque me dio la impresión de que, entretejido en medio de esa lista de quejas, está un hilo que es primo hermano de alguno de los hilos que forman el tejido de la personalidad del hombre que mató a todos esos niños en la isla noruega.

La falta de tolerancia por lo que es distinto de nosotros puede comenzar en algo tan trivial como la incomodidad frente a un idioma que no entendemos, y luego tomar caminos inesperados. Sobre todo cuando las incomodidades simples –típicas tal vez de todo desplazamiento– comienzan por enumerarse como “hate”. Normalmente esa palabra me parece horrible y trato de traducirla con algún sinónimo más benevolente. Pero la triste verdad es que con demasiada frecuencia, cuando aquí se dice que alguien “odia” algo, lo que se quiere decir no es que no le gusta o que le molesta o que le incomoda. Lo que se quiere decir es, literalmente, que lo ¡odia! Y precisamente por ahí se empieza...

Te mando un abrazo imposible de traducir,

r