martes, 18 de enero de 2011

Conversa sin ton ni son


Amiga,

Hoy estoy con ganas de escribirte una de esas viejas cartas en las que te ponía al día de todas mis cosas al mismo tiempo, sin mucho orden y sin pensar demasiado qué tiene que ver con qué. Una de esas cartas largas y desordenadas que se parecen tanto a una conversación con café y cigarros en la alta noche, como tú dices.

Primero, el clima, porque no se puede comenzar en este lado del mundo una conversación sin mencionar el clima. Como puedes ver en la foto de arriba (con una hermosa luna diurna) tenemos cielos despejados en estos días. Los vientos del norte se han apiadado de nosotros y nos han dejado en paz por unos días. La nieve y el hielo se derritieron ya casi por completo y tenemos tres o cuatro horas de sol cada día. Sólo quedan montoncitos mustios de hielo en alguna esquina, esperando que la lluvia los termine de disolver. Por eso me reconcilié con el parque y ayer hice mi primera larga caminata del año, a paso redoblado, sin nieve, escuchando la pista sonora de Glee y disfrutando el aire todavía helado. Como es debido, pues.

Gracias a estos días en que sale el sol al menos unas horas, aunque llueva después y antes, he estado con buen ánimo, haciendo planes. Ya está todo listo para mi viaje a la tierruca. No voy a Mérida esta vez. Tendremos que vernos en Caracas. Ojalá puedas acercarte. Siempre es bueno tener una excusa para viajar, ¿no? También estoy planeando viaje para visitar a mis hermanas en verano, así que este fin de semana ha estado todo lleno de fechas y consultas trianguladas entre mis hermanas, mis sobrinos y mi mamá. Espero que todo salga como lo estamos planeando.

Planear un viaje es divertido, imaginarlo, construir itinerarios para deshacerlos después, manejar todas las opciones, incluso aburrirte de antemano en las diez horas de vuelo es divertido. Pero viajar en sí, no tanto. Sobre todo si el viaje implica cruzar el Atlántico. Ya sé que no me toca quejarme. Al menos no en este momento en que estoy en la etapa más divertida. Cuando vuelva, cansada y furiosa con los males de la tierruca o con el incordio de las aduanas gringas, ya me quejaré. Con razón o sin ella.

Aparte de planear viajes, pensando desde ya que el año que viene no quiero viajar, estoy también ejercitando mi músculo académico. Además de la ponencia que voy a presentar en Caracas, que ya está medio armada, estoy haciendo apuntes para una charla que voy a dar en el King’s College. Creo que ya te conté sobre eso. Estoy dándole los toques finales a esa charla que espero que se convierta pronto en un artículo. Así que mi escritorio está otra vez lleno de libros y papeles —lo había limpiado para comenzar el año, pero no duró mucho vacío— y yo estoy contenta porque no he olvidado el oficio. Como dicen, es como montar bicicleta, una vez que lo aprendes no se te olvida.

El mundo académico puede parecerle aburrido a la gente que no lo conoce por dentro. Y tal vez lo es. Somos bichos insufribles, que creemos saberlo todo —al menos en nuestras respectivas parcelitas de saber— y que para colmo pretendemos que los demás se interesen en lo que hacemos. Pero la verdad es que yo me divierto horrores preparando una charla, un curso, un artículo. O tal vez es ahora que me estoy dando cuenta de eso, porque casi lo estoy haciendo por amor al arte. Es como cuando uno cocina por gusto y no por obligación o por rutina. La rutina le quita la gracia al asunto, pero cuando presentas tu trabajo de investigación y le dices a un grupo de gente “esto es lo que estoy pensando y estas son las herramientas con las que lo pienso y así es como llegué a esta conclusión” es un lujo enorme.

Fuera de nuestro mundo, poca gente sabe que dar-clases es lo menos importante que hace un académico. Lo que nos gusta a los que nos gusta este trabajo no es dar clases, lo que nos gusta es que nos paguen por pensar, por inventar teorías, por reimaginar el mundo. Y claro, nos gusta mostrar lo que estamos pensando. Y nos gusta pensar con los demás. Así que ya ves, amiga, me estoy reconciliando en estos días con el lado divertido de mi oficio. Aunque no sé hasta cuándo voy a seguir considerando el mundo académico como “mi oficio”. Si sigo desempleada, ¿será que puedo seguir considerándome una “profesora”? La nuestra es una de esas profesiones que se define por su ejercicio, como ser músico o ser escritor. Si no tocas un instrumento regularmente, en público, aunque tengas un saber, ¿sigues siendo músico? Es posible que no. Pero desaprender no es fácil, así que aquí sigo ejerciendo de profesora virtual, imaginándome que mi carrera académica está viva todavía.

Y hablando de pensar con los demás, te quería contar que terminé de leer hace unos días Blanco nocturno, de Piglia. Qué envidia, amiga. Es como descubrir a Onetti otra vez. Y sabes lo mucho que me gusta Onetti. Siempre que me preguntan cuál es mi escritor favorito —en medio de una de esas conversaciones medio inútiles con gente que uno apenas conoce, gente que sabe que enseñas literatura y quiere ser amable contigo— digo que Onetti, y nombro a continuación algunas de sus novelas o cuentos y hago un comentario sobre lo fácil que resultaría traducirlo, porque es universal y eterno, etcétera. Es una respuesta que fabriqué hace tiempo, sólo para evitar tomar una decisión de última hora cuando me preguntan una cosa tan abominable como esa y que para mí es simplemente imposible de responder. Bueno, pues ahora me voy a cambiar a Piglia.

No que yo no haya admirado y leído a Piglia con la boca abierta antes. Es que ahora lo voy a convertir en mi respuesta por defecto a toda pregunta impertinente sobre que autor me gusta más. Y mi libro favorito hasta nuevo aviso: Blanco nocturno. Es tanta mi pasión que me leí las primeras páginas en PDF y, por no esperar, compré el libro electrónico. Lo empecé a leer varias veces pero no quería terminarlo. Así que hice lo que hago con los libros que quiero leer con calmita sin que se me acaben: lo fui leyendo dos veces, es decir, cada cincuenta páginas o así volvía para atrás y releía. La verdad es que un par de veces me salté la relectura obligada, porque quería saber qué pasaba después. Aun así, me duró más de un mes y tiene escasas doscientas páginas. Pero todo se acaba, ¿no? Es una lástima que Piglia no escriba larguísimas novelas de 700 páginas como las que escriben los gringos o los británicos. ¡Sería un lujo enorme!

El asunto es que ahora necesito el libro en papel. Porque aunque leer en el lector electrónico es comodísimo y liviano, y tiene miles de ventajas de las que ya hemos conversado, cuando un libro te parece imprescindible y lo vas a andar ponderando por ahí como El-libro-que-más-te-gusta, no te queda otra que tenerlo en papel. Así que ya me tocará comprarlo otra vez. ¿No será esa la trampa del libro electrónico?

Hablando de aparatos varios, te cuento que nuestra última adquisición es un iPod touch. Bueno, más bien un par de ellos. Nos llegaron de regalo de navidad de parte de los papás de Lyo y hay que decir que un perolito de esos le cambia los hábitos hasta al ser más resistente a las novedades tecnológicas. No es ninguna novedad lo del iPod en sí, pero éste no es un iPod común y corriente, sino una mini computadora con la que —si tienes WiFi— puedes hacer casi cualquiera de las cosas que harías con una laptop. Escribir es lo más incómodo, pero todo lo demás está, literalmente, al alcance de los dedos.

Por supuesto ya bajé los apps de lectura y tengo unos cuantos libros ya en mis bibliotecas virtuales (sí, el plural es necesario aquí). Me ha costado acostumbrarme a leer en una pantallita tan chiquita y sólo lo hago cuando viajo en autobús o estoy esperando alguna cosa. Por ejemplo, me leí un cuento de Margaret Atwood —¡en algún momento debo empezar a responder que ésa es mi escritora favorita!— mientras esperaba que me atendiera el dentista la semana pasada. Lo consideré todo un logro, porque no me distrajo el tamaño del perol y me gustó tanto el cuento que ahora lo quiero en papel. Es decir, ¡vuelta a empezar!

Pero no todo son libros y viajes, amiga. Si así fuera, la vida sería más bien de película. Y no lo es. También están las cosas de todos los días. Por ejemplo, desde hace una semana me he estado obligando a hacer dieta. Ya sé que ése es el propósito de todo el mundo los primeros días de cada año. Y que sin falta un par de meses después la mayoría termina abandonando los buenos propósitos y manda la dieta a donde no le pegue el sol. No sé si esta vez la voluntad me va a durar, pero lo estoy intentando. Durante mucho tiempo mantuve la voluntad de hacer dieta, porque tengo una especie de disposición genética a engordar, pero la perdí en algún lugar del camino. Creo que cuando murió Rebeca. Porque cada vez que tengo unas ganas enormes de comerme algo que me gusta, y que no puedo comer si estoy a dieta, me acuerdo del gusto con que mi hermana comía y del sacrificio inmenso que era para ella mantener a raya los kilos. Y me enfurece que no haya disfrutado todas las tortas, todas las empanadas, todos los tequeños de los que se antojó en la vida …y la voluntad se me pone chiquitica. Pero ya es hora. No puedo seguir acumulando kilos de más. Así que estoy otra vez a pan y agua, amiga, hasta nuevo aviso. O más bien, hasta que viaje a la tierruca. Aunque retome el castigo al regreso.

Bueno, ya son la una y media de la mañana en este lado del mundo. Creo que es hora de que trate de dormir. (Estoy solita, porque Lyo viene esta noche en camino desde Londres —en un tren nocturno, de esos que tienen camas para dormir mientras el tren avanza en el medio de la noche— y por eso estoy con la compu en la cama escribiendo. Gussi está mirándome fijo para que lo acompañe a comer… es una de sus manías de media noche). Te subiré esta entrada mañana porque hoy no doy más.

Te mando un abrazo enorme y desde ya estoy anticipando las conversas que tendremos en marzo,

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