sábado, 26 de febrero de 2011

Pendiente


Amiga,

No ha terminado febrero y ya hemos tenido, en una sola semana, dos días primaverales. Hace sol y los termómetros suben a quince grados al menos por unas horas durante el día. Abro las ventanas de la casa para que entre el aire y el ruido de la calle. Escucho a los niños y a los perros, a los carros que pasan y a los pájaros que hacen nidos en los techos. Todo vuelve.

En estos días he estado enfrentándome a la idea de volver a la tierruca. Faltan apenas un poco más de dos semanas y me he estado distrayendo con compras de cosas que necesito: medias livianas, un sueter que tape pero que no abrigue, cremas para protegerme del sol, encargos de mi mamá, regalitos para las amigas. Pero en medio de ese trajín de preparación sé que escondo una especie de susto. Tengo y no tengo ganas de volver.

Para prepararme he estado escuchando en mi iPod la radio de la tierruca. He escuchado noticias y entrevistas. En las mañanas oigo los reportes del impensable tráfico de Caracas y hasta he soportado por más de media hora a la vez a Marta Colomina. Y cuando apago el radio respiro hondo. Qué lejano se me hace ya ese mundo y, al mismo tiempo, lo entiendo tan bien que no puedo negar mi cercanía, mi pertenencia. Tal vez lo peor del exilio es esta ambivalencia.

No he vivido el tiempo suficiente afuera como para sentir que ya no pertenezco. Y he estado viajando demasiadas veces a la tierruca como para desentenderme del todo. Y la verdad es que no quiero desentenderme. Quiero seguir pendiente. Extraña palabra esa: pendiente. Es estar colgada y al mismo tiempo atenta. Así me siento con respecto a la tierruca: colgada como un sentenciado a la horca; atenta como quien escucha voces lejanas que cada vez le dicen menos, que ya intenta descifrar sin éxito.

En este día soleado y tibio, la tierruca se me hace más cercana. El azul del cielo, nítido y brillante, es exacto al nuestro. Y se me hace un nudo en la garganta cuando mido la distancia. Lo lejos que me estoy yendo aunque se acerque la hora de volver.

Sé que va a llegar un día en el que ya no voy a entender nada y no voy a querer entender. Va a llegar un día en que las cosas que le preocupan a todos allá se van a volver para mí insignificantes. Sé que he tratado de retrasar ese día, como cuando mantenemos viva la memoria de alguien que amamos y que nos ha dejado, sólo para sentirnos menos culpables con su ausencia, con nuestra ausencia.

Pero también sé, por dolorosa experiencia, que llega un día en que esa memoria se desvanece y el sentimiento de pérdida se acaba. Todo vacío se llena, tarde o temprano. Y mi vacío de raíces, de pertenencia, se me está acabando, se me está llenando con otras cosas. Con deseos de lo que está por venir. Tal vez por eso este viaje se me hace tan duro. Porque siento que es mi viaje de despedida. Voy a la tierruca a decir adiós.

Te mando un abrazo colgado, pendiente,

r

sábado, 19 de febrero de 2011

León el Africano

Amiga,

Esta mañana, mientras desayunaba, contemplando el cielo blanco que crecía afuera y considerando la inclemencia del termómetro que apenas llegaba a los cinco grados, tocó la puerta el cartero. Me trajo un paquete de libros que me envió desde Barcelona mi amiga María Teresa. Un soplo de brisita cálida, un rayito de sol.

Entre los libros está uno de Amin Maalouf. Una novela que se llama León el Africano. No puedo resistir el impulso de copiarte las primeras líneas. La novela de Maalouf empieza así:

A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África ni de Europa ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.

Mis muñecas han sabido a veces de las caricias de la seda y a veces de las injurias de la lana, del oro de los príncipes y de las cadenas de los esclavos. Mis dedos han levantado mil velos, mis labios han sonrojado a mil vírgenes, mis ojos han visto agonizar ciudades y caer imperios.

Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el beréber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna. No soy sino de Dios y de la tierra, y a ellos retornaré un día no lejano.

Y tú permanecerás después de mí, hijo mío. Y guardarás mi recuerdo. Y leerás mis libros. Y entonces volverás a ver esta escena: tu padre, ataviado a la napolitana, en esta galera que lo devuelve a la costa africana, garrapateando como mercader que hace balance al final de un largo periplo.

¿Pero no es esto, en cierto modo, lo que estoy haciendo: qué he ganado, qué he perdido, qué he de decirle al supremo Acreedor? Me ha prestado cuarenta años que he ido dispersando a merced de los viajes: mi sabiduría ha vivido en Roma, mi pasión en El Cairo, mi angustia en Fez, y en Granada vive aún mi inocencia.


Hasta aquí el inicio de León el Africano, de Amin Maalouf.

Hoy me voy a embarcar en ese viaje. Tal vez leyendo me sienta menos sola, mientras navego entre culturas e idiomas, con ese León sin patria y sin raíces.

Te mando un abrazo africano!

r

jueves, 10 de febrero de 2011

De perros y ranas

Amiga,

Ayer me avisaron que mi libro Narrar en Dictadura, el que ganó la Bienal Ramos Sucre de Ensayo en el 2009, acaba de ser editado por la editorial del Estado en Caracas. Nunca jamás debe haber habido sobre la faz de la tierra una editorial con un nombre más horroroso: “El Perro y la Rana”. Solamente por eso habría razones suficientes para quejarse si un libro de uno sale en una editorial como esa.

Pero tengo muchas otras razones para sentirme incómoda, frustrada y hasta furiosa con esta edición. Para empezar, nadie me preguntó nunca si quería que mi libro saliera bajo el sello de la revolución bolivariana. Pero, además, nadie tuvo la decencia de enviarme el montaje final para que hiciera correcciones y le diera el visto bueno. Así que no tengo idea de cómo luce, qué letra tiene, qué portada le pusieron. No sé si respetaron la dedicatoria que escribí en memoria de mi hermana Rebeca. Ni siquiera sé si salió con mi nombre completo. En fin, amiga, no es del todo una buena noticia.

Esta mañana me metí en la página de la editorial de nombre impronunciable y me horroricé de entrada ante el despliegue de propaganda típico de todas las empresas gubernamentales. Como no han actualizado la página desde diciembre, los libros nuevos no salen, así que al menos sigo sin estar en el catálogo. Pero me di un paseo por los libros que han editado hasta el año pasado y la verdad es que da lástima. Aparte de los libros de Monte Ávila, que se siguen editando bajo el nuevo sello, y de los libros para niños y los de poesía, todo lo demás es burda propaganda política. Y en esa compañía va a estar mi pobre obrita premiada.

Tengo un consuelo, sin embargo, y es que el libro habla de narradores en dictadura. De autores que, a su manera y en su campo, rompieron con la tradición precedente y ampliaron el horizonte de los cuentos que nos contamos a nosotros mismos para seguir adelante. Que es como decir que se rebelaron contra el autoritarismo y contra toda forma abierta o velada de antidemocracia. Entre esos libros que analizo está una novela de Úslar Pietri —que no es precisamente santo de mi devoción, todo hay que decirlo— donde cuenta las peripecias del tirano Aguirre. Yo hice un resumen de esa representación en unas líneas que fueron citadas recientemente, y algo fuera de contexto, en el blog de un colega.

En un fragmento en el que se analiza la novela El camino de El Dorado (1948), mi texto dice:

El tirano y la multitud amenazante que lo rodea se configuran así como los dos lados de un mismo drama histórico. Drama en el que el letrado sólo puede ser amanuense o bufón de corte. (…) La fuerza de los hechos consumados está por encima de la capacidad de los agentes y, fundamentalmente, del letrado que intente alterarlos. Desde este relato del desvarío de la historia, el letrado parece surgir lavado de culpas. La tiranía, tanto de la multitud como de su más temible producto, el caudillo irredento, no puede ser contrarrestada con la letra. Al caudillo sólo puede vencerlo la naturaleza implacable —la fuerza de los hechos— o la traición de las masas, que es como un cataclismo natural, como una avalancha indetenible. De ahí que Aguirre esté condenado desde el principio a la derrota y que ésta sea producto de la base misma sobre la cual se sustenta su liderazgo, la condición insostenible de su empresa. A fin de cuentas, lo que Aguirre realiza es una ficción de revolución de la que nadie está enterado hasta muy avanzada la aventura, y son estas ficciones de revolución las que parecen ponerse aquí en escena, en una vuelta de tuerca que permite observar, por su reverso trágico, las incursiones atrabiliarias de los caudillos espontáneos. Siempre temerosos de sus pies de barro, atentos al murmullo de los traidores que amenazan su precaria estabilidad, luchando incansables contra sus propios delirios. Porque si en un primer momento esta ficción presenta al tirano como una fuerza natural indetenible, hacia el final del relato su caída resultará tan inevitable como lo fue, en un principio, su emergencia.
Lo que me interesa tal vez destacar aquí con más énfasis es el hecho de que (…) en ningún caso la intervención del letrado puede desviar el curso de esta fuerza telúrica. Lo único que el letrado puede hacer es recuperar esta historia como lección en negativo. El archivo, aquí, es el lugar de los fracasos, de los extravíos de la norma, de las propuestas fallidas, de los recorridos circulares y alucinados. Y son estos extravíos los que permiten construir una lección en negativo. La función del letrado sería reconstruir ese pasado para mostrar, desde la luz de la razón, desde la distancia del evaluador desapasionado, los excesos de un poder que el letrado no puede alterar. Pero al que puede intervenir como amanuense, en un tiempo otro, en el que la función didáctica le permite construir una posición de autonomía y distanciamiento, que al mismo tiempo implica una clara legitimación de la voz que enuncia. Denunciar los extravíos del poder en la historia se vuelve equivalente a la denuncia de los excesos del poder en el presente.


Tal vez algo de esto valga también para mi pobre libro. Tal vez, dentro de muchos años, cuando algún estudiante de literatura desempolve mi texto para ver qué estábamos diciendo en los inicios de este triste siglo nuestro, encuentre en esta cita una clave. Una clave de lectura de un período en el que un poder arbitrario lo acaparaba todo y los que escribíamos teníamos pocas opciones. Pero también un período en el que, por querer abarcarlo todo, las instituciones del régimen publicaban incluso textos —como el mío, como tantos otros— animados por un impulso libertario y democrático.

Que mi libro sea, pues, una espinita en el zapato. Un hueso duro de roer para el perro. Y una estaca en la que la tal rana se ensarte, como dice la canción, que habla más bien de un sapo.

Te mando un abrazo sin sapos ni perros ni ranas!

r

martes, 8 de febrero de 2011

Batallas perdidas


Amiga,

Aquí va la cita que te quedé debiendo ayer. Es del Capítulo V de La piel del tambor, de Arturo Pérez-Reverte (Barcelona, Random House, 1995). Quien habla es una monja, Gris Marsala, que trabaja restaurando una iglesia que parece a punto de ser demolida. Una iglesia en la que han ocurrido un par de muertes sospechosas. Su interlocutor es el protagonista, el padre Quart, que investiga las muertes por órdenes de Roma. La escena sucede en Sevilla:

—Cada uno tiene su propio tipo de fe —dijo por fin—. Algo muy necesario en este siglo que agoniza con tan malos modos, ¿no le parece?... Todas las revoluciones fueron hechas y se perdieron. Las barricadas están desiertas, y los héroes solidarios se han convertido en solitarios que se agarran a lo que pueden para sobrevivir —los ojos claros lo observaron, inquisitivos—. ¿No se sintió nunca como uno de esos peones de ajedrez pasados, que se olvidan en un rincón del tablero y oyen apagarse a su espalda el rumor de la batalla mientras intentan mantenerse erguidos, preguntándose si queda en pie un rey al que seguir sirviendo?


Hasta aquí la monja Gris de Pérez-Reverte. Tal vez, a simple vista, no tenga mucho que ver con mi estado de ánimo de estos días. Pero sí tiene. Se trata de la falta de fe, de la ausencia de batallas que ganar o perder. Y se trata de la soledad y el olvido. De eso se trata.

La foto es de los árboles rotos que encontré ayer caminando por el parque. Están podando los árboles que no sobrevivieron el invierno y a lo largo del camino hay montones de ramas apiladas. Cadáveres de guerreros que perdieron la batalla.

Te mando un abrazo solitario,

r

lunes, 7 de febrero de 2011

De Londres y sus alrededores



Amiga,

Desde que llegué de Londres he estado con intención de escribirte para contarte mis experiencias en la capital, pero la verdad es que me ha costado sentarme, porque no sé muy bien cuál es el balance de esta visita. Desde el punto de vista personal, de contacto con la gente y con la ciudad, fue un viaje productivo y enriquecedor. Pero desde el punto de vista académico quedé en una especie de limbo del que no logro salir.

Con excepción de la noche del martes, me quedé desde el domingo hasta el jueves en casa de mi amiga Elisa Sampson Vera Tudela. Compartí con ella y su familia las actividades diarias que implican alimentar, bañar, vestir, organizar y entretener a cuatro niños. Todos ellos inteligentísimos, hiperactivos y curiosos. Disfruté los viajes de ida y vuelta de Cambridge a Londres, a pesar del estrés de las horas pico y de los cambios de tren, metro y autobús. Y fue un gusto enorme asistir a las clases regulares de Elisa, en las que los estudiantes hablaban sobre literatura latinoamericana con una pasión tal vez digna de mejores causas.

El día que me quedé en Londres aproveché para conocer la nueva estación internacional de St. Pancras. Caminé por mi viejo vecindario, como hago siempre que voy para allá. (De ahí es la foto que aparece arriba: un grafiti que se podría traducir como "Cuidado: Dios"). Almorcé en uno de mis restaurantes favoritos, Hare & Tortoise, llenísimo de gente, con decoración renovada, pero siempre con unos platos inmensos de noodles que me recuerdan los domingos relajados de hace diez años. Fui a la Tate Modern a ver la exposición de Gabriel Orozco, un mexicano que hace extrañas cosas con objetos encontrados. Y me metí en el cine en Leicester Square a ver una película, porque no encontré entradas a buen precio para ver ese día Los Miserables, que estoy con ganas de ver desde hace siglos.

Pero más allá de los paseos y las actividades extras, en realidad fui a Londres a dar una charla sobre un trabajo que estoy armando alrededor de la novela histórica venezolana del siglo XXI. Hablé de las mismas novelas que trabajé con ustedes en Mérida en junio del año pasado: Falke, de Federico Vegas; El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga; y Rocanegras, de Fedosy Santaella. Tuve un público atento y entusiasta, pero me quedé con la sensación que siempre me atropella cuando hablo de literatura venezolana fuera de Venezuela: una profunda impresión de malentendido.

No sé cómo explicar esto, o más bien la explicación es tan larga y tan complicada que no sé por dónde empezar a darle vueltas. Tal vez lo primero sea que sigo inconforme y en abierta rebelión contra la costumbre que hay en este país de estudiar los idiomas extranjeros ¡¡EN INGLÉS!! No me conformo, no me acostumbro y me niego a dar mi brazo a torcer. Así que, de entrada, tengo que pedir permiso para hablar de la literatura venezolana en español y eso me predispone con la audiencia. La mayoría de la gente no ha escuchado hablar jamás a una venezolana y no importa con cuánta determinación me proponga hablar lento, es imposible, no puedo hablar despacio y la gente se pierde.

Pero más allá de la barrera del idioma, está esa sensación de que, no importa lo que digas, siempre explicas de más o explicas de menos. Nunca sabes realmente qué es lo que la gente conoce o debería saber o espera que le digas. Esa sensación no me asalta cuando hablo de mi trabajo en la tierruca, por razones obvias, supongo. Pero aquí tengo que explicar tantas cosas antes de empezar a decir lo que creo que es medianamente importante, que cuando me doy cuenta se ha terminado el tiempo que tenía para hablar, la gente cabecea y bosteza, y ya no puedo decir nada más.

Entonces vienen las preguntas y la sensación de extrañeza y malentendido se multiplica. Esta vez hubo preguntas interesantes, es la verdad. Pero igual, son preguntas que indican la distancia enorme entre este público y el tipo de público al que estoy acostumbrada. Que es más beligerante, está mejor informado, y no necesita que le expliques quién fue Juan Vicente Gómez. Y por eso he vuelto con una mezcla de inconformidad y vacío de esta experiencia. He vuelto a convencerme de que este no es mi lugar. Que no es aquí donde puedo trabajar, enseñando o haciendo investigación. Que tengo, de una vez por todas, que dedicarme a otra cosa.

Pero uno no puede evitar funcionar con una especie de inercia y es tan difícil desaprender. Así que ya estoy planeando la ponencia que voy a presentar en Caracas el mes que viene y armando un capítulo sobre literatura venezolana en el exilio que tengo que escribir antes de junio. También ofrecí dar un curso en el King´s en algún momento del otoño. En fin, amiga, soy una especie de sacerdote sin fe. Un oficiante de una religión extinta. Un soldado que no cree en la guerra. Creo que Pérez Reverte lo dice mejor en una de sus crónicas, pero no tengo ganas de levantarme a buscar citas, así que por pura falta de entusiasmo dejo esta historia hasta aquí.

Te mando un abrazo más bien a secas,

r