jueves, 7 de abril de 2011

Distancia


Amiga,

Siento que te debo un balance de mi visita a la tierruca. Pero no sé por dónde empezar. No sé qué decir. Llevo ya cinco días buscando distracciones para no sentarme a escribir y veo en esa evasión un síntoma preocupante. Porque sé muy bien cómo me sentí en cada momento de esas dos semanas de encuentros y desencuentros, pero no estoy segura de tener la entereza de hacer inventario.

Leí las entradas que había escrito el año pasado, cuando fui y volví en junio. Pensé que debía comparar de algún modo las dos experiencias. Escribí un primer borrador esta mañana que me pareció estirado y falso. Y ahora me siento a escribir por segunda vez, porque no estoy contenta con lo escrito. Pero también porque dudo, porque no sé dónde está ya el interés de lo que escribo, porque me fastidio tan rápido de mí misma que me quedo paralizada y sin ganas de seguir. Pero hay que decir algo, ¿no? Sino qué sentido tiene todo.

Lo primero que hay que decir es que Caracas me recibió con mejor ánimo esta vez. Creo que esa sensación se debe a que estuve en un encuentro académico en la universidad y eso siempre es reconfortante. Sobre todo cuando el evento es organizado por gente querida y admirada, y cuando es la mejor excusa posible para reencontrarse con amigos y colegas. Fueron tres días de risas y confidencias, de recuentos y de planes, de consultas y chismes, de carcajadas y sorpresas. Me encantó estar ahí y compartir con todo el mundo. Me gustó mucho sentir que todavía formo parte de una especie de comunidad que habla mi mismo idioma y que, a pesar de las diferencias sanas y necesarias, sigue en pie.

Después vinieron dos días de reencuentros fuera de la universidad. Fue divertido bautizar mi libro con ustedes, en familia y en la Factoría de Sere, que es como la casa de todas nosotras. Hubiera querido tener más tiempo de hablar largo contigo, pero la verdad es que no siento ya que nos debemos largas conversas, porque es como si nunca hubiéramos dejado de conversar. Sentí como si acabara de dejarte en una esquina y te reencontrara al día siguiente para seguir en lo que estábamos, sin que el tiempo hubiera pasado por el medio.

Fue un privilegio enorme reunirme con Mirtha Rivero el último día que pasé en Caracas. Nos pusimos al día en persona, aunque habíamos hablado ya largo por skype y hemos estado escribiéndonos emails desde que nos reencontramos hace unos meses gracias a facebook. Me encantó compartir con ella el pastel de chucho y la polvorosa de pollo entre risas y poses para las fotos. Me llenó de orgullo la dedicatoria de su libro que le escribió a mi padre y me fascinó el rebozo amarillo encendido que me trajo de Chiapas y que tengo aquí enfrente, alegrándome el día.

Pero sobre todo disfruté los días en casa de Gina, ese apartamento bendecido con una vista espectacular del Ávila, donde siempre me he sentido como en mi casa. Conversamos largo sobre las cosas de las que siempre hablamos: cosméticos y libros, amigos comunes y dramas personales, comidas y viajes. El último día Gina me enseñó a hacer una pizza que espero repetir este fin de semana para impresionar a Lyo. Espero que me quede tan rica como la que preparamos ese día.

La semana que pasé en Guanare fue distinta, pero al mismo tiempo igual de cargada de emociones y reencuentros. Me quedé en casa de mi tía Kenya. Visité a mi papá y a mi madrina. Anduve todo Guanare con mi prima Yuruani, haciendo distintas diligencias, como sacar la licencia de manejar. Le tomé fotos a las casas en las que viví en mi pueblo natal, para ilustrar las entradas en las que hablo de ellas. Conversé largo con mi mamá y con las vecinas de mi tía. Pero, sobre todo, comí todos los platos que me antojé de pedir y que me prepararon sin quejarse mis tías de un lado y del otro de la familia: bagre engalletado, cachapas con queso de mano, arepas con crema de búfala, buñuelos con miel y frijoles con dulce…

Tal vez por eso, por esa acogida generosa y cálida, me dió mucha tristeza despedirme de todo el mundo. Pero esta vez no sentí que me despedía para siempre. Esta vez sé que voy a volver, o más bien que ya no importa si regreso o no. Porque la pertenencia es algo que no se elige. Uno carga encima la casa, el origen, como se cargan los huesos y la piel. Y no hay nada que se pueda hacer para evitarlo.

Y al mismo tiempo, contradictoriamente, salí de la tierruca con la certeza de que ya no me voy a poder acostumbrar a vivir allá otra vez. Y ese fue uno de los comentarios que le hice a Lyo cuando le contaba mis impresiones del viaje. A pesar de la cercanía y del reconocimiento, es inevitable que vaya creciendo una distancia tal, que va a llegar un punto en el que no va a ser posible saltar al otro lado. Esta vez sentí la distancia en los zapatos, en la nariz, en el modo de mirar.

Ya no me siento cómoda con ciertas actitudes, con el modo como me miran mis paisanos, ni siquiera con ciertos olores. Es como si los desórdenes y las inmundicias, los abandonos y los descuidos, se me hubieran convertido en afrentas personales. No tengo paciencia ya para las aguas negras en las aceras, para los peatones que se atraviesan de cualquier manera en medio de la calle, para la basura sin recoger colgada en bolsas plásticas, para las vallas inmensas de propaganda política que anuncian obras nunca terminadas, para los terrenos baldíos y las casas derruidas, para la miseria en todas sus formas visibles e invisibles. Se me acabó la tolerancia frente a las mediocridades y el argumento de que las cosas han sido siempre así y así seguirán siendo ya no me funciona.

En fin, amiga, que este viaje me dejó una certeza que va más allá de la distancia que produce un océano entero. Ya no me siento bien en la tierruca, aunque esté rodeada de la gente que más quiero. Y si vuelvo, cuando vuelva, porque habrá que volver, sé que voy a sentirme cada vez más ajena y que esa ajenidad tiene sólo una ventaja clara: voy a tener cada vez más ganas de volver a casa. Y ésta es ya, sin remedio, mi casa.

Te mando un abrazo sin distancia,

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