martes, 26 de abril de 2011

Permiso indefinido


Amiga,

La semana pasada nos estamparon en nuestros pasaportes el permiso de residencia permanente en el Reino Unido. Es la primera vez que tengo permiso indefinido de vivir en un país que no sea el mío y la verdad es que lo que se siente, más que nada, es un inmenso alivio. De ahora en adelante, mientras estemos aquí, no vamos a necesitar ningún otro trámite de visado. El único trámite pendiente va a ser, más bien pronto, sacar el pasaporte británico y dejar atrás nuestra preocupación eterna con el pasaporte de la tierruca.

No se trató, sin embargo, de un trámite simple. Pero para alguien que estuvo un año atrapada entre los límites geográficos de su lugar de origen, en espera de un pasaporte, todo fue más bien expedito. Sabíamos que el requisito indispensable era que Lyo cumpliera cinco años como residente con permiso de trabajo. Esos cinco años se cumplieron el año pasado. Así que desde enero empezamos a leer con detalle qué había que hacer para pedir la residencia permanente. Después de leer todas las instrucciones disponibles en la página oficial de la Home Office —algo así como el miniserio del interior aquí— descubrimos que sólo se trataba de llenar una planilla, anexar algunos documentos y listo.

Podíamos mandar todo por correo y sentarnos a esperar que los pasaportes nos llegaran de vuelta estampados —o no— con nuestro nuevo estatus de residentes permanentes. Pero como tenemos una agenda complicada de viajes este año decidimos utilizar el servicio expedito que, aunque cuesta más, te garantiza una respuesta inmediata y en persona. Así que hicimos nuestra cita, llenamos las planillas, fotocopiamos todos lo documentos —incluyendo cada una de las páginas de nuestros atestados pasaportes—, nos tomamos las fotos siguiendo todas las normas establecidas y nos fuimos a Sheffield que queda a cuatro horas de viaje en tren. Se dice fácil, pero cuando es un viaje que sabes que vas a hacer de regreso el mismo día la cosa se vuelve más pesada.

Llegamos temprano a la ciudad, que resultó mucho más grande de lo que nos imaginábamos. Ubicamos el edificio donde teníamos que hacer los trámites. Nos comimos algo antes de entrar e hicimos un poco de tiempo para llegar a la hora exacta de nuestra cita, que era a la una y media. No era necesario, pero eso lo supimos cuando estábamos ya adentro y vimos que la gente iba entrando sin hacerle mucho caso a las horas preestablecidas. El procedimiento de entrada al edificio sigue el mismo protocolo de seguridad que se usa para entrar a cualquier embajada: detector de metales, apagado de celulares y revisión de líquidos. Lyo tuvo que tomarse un trago de la botella de agua que llevábamos para probar que no era un explosivo.

Una vez adentro nos dieron un número, el 62, por el que nos llamarían a lo largo de toda la tarde. A mí me pareció un buen augurio, porque es mi año de nacimiento. Pagamos las dos mil libras que cuesta el trámite en persona y nos sentamos a esperar. Fue una espera larga, pero yo estaba segura de que íbamos a salir de ahí con nuestro permiso de residencia permanente. Cada vez que llamaban a alguien y le decían que no había ningún problema, que su petición había sido aprobada, yo le comentaba a Lyo por lo bajo que eso era exactamente lo que nos iban a decir a nosotros.

Pero Lyo, para algunas cosas, tiene un temperamento más fatalista que el mío. Y cada vez que llamaban a alguien para explicarle por qué le habían negado la visa —mucha gente estaba renovando visas y no pidiendo el permiso residencia— Lyo se ponía alerta y escuchaba todas y cada una de las explicaciones. Se estaba preparando para responder a cualquiera de las preguntas que le hicieran, incluso las preguntas más inesperadas como por qué viajaba tanto o cómo resolver una complicada ecuación para probar que en realidad se dedicaba a eso de las matemáticas.

Una hora después de que nos dieron nuestro número una joven delgada y amable nos llamó para avisarnos que ella se encargaría de nuestro caso. Y luego se perdió entre los pasillos donde se alineaban las computadoras de los funcionarios que chequeaban cada solicitud. Cada tanto la veíamos levantarse, caminar con nuestros papeles de aquí para allá, y sentarse otra vez delante de una pantalla. Tres horas duró el suplicio.

Esperamos tres horas entre llantos de niños aburridos o hambrientos, rodeados de inmigrantes de todas partes del mundo que esperaban mirando la pantalla de la tele, que estaba puesta en el canal de noticias, o escuchando música con los audífonos clavados en las orejas o conversando bajito en su idioma materno. Esperamos tres horas en una torre de Babel en miniatura donde las madres se dedicaban a entretener a sus criaturas y los padres ordenaban papeles en carpetas ajadas y disparejas. Esperamos las tres horas más largas de nuestra vida hasta que escuchamos otra vez el número 62 y la misma joven delgada nos anunció sin más ceremonia que nuestra solicitud había sido aceptada y que estaban imprimiendo en nuestros pasaportes el permiso de residencia permanente. Yo respiré aliviada. Pero Lyo se quedó con todas las respuestas a todas las preguntas probables e improbables atragantadas entre el pecho y la espalda.

El resto de la espera fue breve. Menos de diez minutos. Cuando nos llamaron y nos entregaron finalmente nuestros pasaportes lo único que queríamos era salir corriendo. El funcionario nos dijo que verificáramos que todos los datos estaban correctos, pero estábamos tan contentos que en realidad sólo los verificamos después. Recogimos todos nuestros peroles, incluyendo los cerros de fotocopias que nunca nos pidieron, y salimos a una tarde soleada y fresca. Nos esperaban cuatro horas de viaje de regreso. Pero no lo sentimos. El regreso nos pareció un suspiro. Un largo suspiro de alivio.

Así que aquí estamos, amiga, legalmente autorizados a vivir a perpetuidad en este reino. Y yo no puedo evitar sentir una alegría tristona o tal vez sea una tristeza regocijada. No sé. En todo caso es una mezcla agridulce. Como son mezclados siempre los sentimientos de todos los desterrados que en el mundo han sido.

Te mando un abrazo aliviado,

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