viernes, 6 de mayo de 2011

Colocar los rostros... donde no les pegue el sol



Amiga,

Me traje unos libros de la tierruca para escribir un artículo que me pidieron sobre la narrativa venezolana en el exilio. Compré otros en España y vía internet que he estado leyendo en mi lector electrónico. He estado semanas tratando de entrarles y hasta he terminado algunos. Pero te confieso que si no fuera por el compromiso que tengo hubiera dejado de leer la gran mayoría de ellos en las primeras veinte páginas.

Trato de ser una lectora disciplinada y constante. No acostumbro abandonar un libro, como no me he salido nunca de una película. Tengo esa especie de fijación con las historias que tal vez sólo se da en las mentes que construyen ficciones. Ningún cuento me parece desaprovechable. Todas las formas de contar me parecen interesantes, aunque sea para criticarlas, para aprender cómo no se hace. Pero con cierta narrativa venezolana contemporánea me pasa algo que es ya superior a mí. Se me atraganta.

No puedo con esas largas parrafadas que simulan un tono poético en las que los personajes no tienen caras sino “rostros” (de hecho, no voltean la cara sino que ¡“giran el rostro”¡); no esperan sino que “aguardan”; no caminan como todo el mundo de aquí para allá sino que “realizan paseos”; no se pierden sino que se “extravían”; y —colmo de colmos—no ponen la mesa como es natural sino que la “colocan”. Esto último tiene horribles variantes que sé que te van a poner los pelos de punta: en apenas unas páginas de una misma novela encontré personajes “colocándose” al lado de otros y “colocando” en palabras algún pensamiento escondido. Incluso encontré unos seres “colocándose” entre la gente, lo que me parece que es el uso más extremo de tu adorado verbo “colocar”.

Para colmo, las cosas no pasan sino que “ocurren”; los objetos no se agarran sino que se “toman”; no se buscan sino que se “procuran”. Los niños no chupan tetas o teteros, sino que los “succionan”; no se oye el ruido del mundo porque lo que hay que hacer siempre es “escucharlo”, del mismo modo que no se mira sino que se “vislumbra”. La gente no se mete las cosas en los bolsillos sino que se las “introduce” y no usa los zapatos o la ropa sino que los “utiliza”. Y así… la lista es larguísima y desesperante.

Confieso que me he entretenido bastante marcando estas extrañas “florituras” que usan nuestros autores en sus textos, como si sacaran a pasear el vocabulario dominguero, como si pensaran que en un libro está prohibido decir las cosas como las dice uno todos los días. ¿De dónde vendrá esa idea de que hay que escribir como nuevos cultos? ¿Será que algunos de nuestros escritores están convencidos, sobre todo cuando salen de las fronteras patrias, de que hay que “pulir” el vocabulario para que les crean que son escritores de verdad-verdad?

Por suerte existen los Alberto Barrera, los Federico Vegas y los Francisco Suniaga, gente que echa el cuento de la mejor manera posible, que conmueve y maravilla, sin necesidad de decir “coche” o “vehículo” en vez de carro o “césped” en vez de grama. Pero pareciera que, salvando las excepciones, a los autores venezolanos les diera pena usar nuestros modismos o nuestras formas particulares de llamar las cosas. Mientras la literatura mexicana o argentina o peruana se vanagloria de sus modos y sus tonos específicos, y con ellos crece y se multiplica y se da a conocer por el mundo, oronda y orgullosa, nosotros barremos debajo de las alfombras nuestra grama y nuestros carros, nuestros cambures y nuestras chancletas. Porque tenemos el típico complejo del primo pobre que se pone los mejores zapatos cuando sale de visita, aunque le molesten y no lo dejen caminar largo y lejos.

Ningún buen lector necesita un diccionario para entender las particularidades de nuestra habla, para entender que el español tiene variantes, entre las cuales hay unos cuantos venezolanismos. Y no se trata de ponernos vernáculos como si fuéramos trasnochados Gallegos y anduviéramos por ahí rescatando modismos propios de campesinos analfabetos. Se trata de reconocer, simple y llanamente, el modo como nosotros mismos nos contamos las historias que nos gustan o nos molestan. El modo cotidiano que tenemos de llamar las cosas que nos rodean. Es tan simple como eso. ¿Qué tan difícil puede ser? Basta con poner el oído y repetir en voz alta una frase que no suena bien, para darse cuenta de cómo lo diríamos nosotros.

Alguien debería escribir un manifiesto de esos que se hacían antes, cuando era necesario hacer borrón y cuenta nueva. Un documento en el que, entre otras cosas, se haga un listado de las palabras rimbombantes, altisonantes o solemnes que no deberían usarse nunca en un cuento o en una novela si quien escribe nació en Caracas o en Barquisimeto. Una carta abierta que circulara en las revistas electrónicas y en Facebook y a la que se pudieran ir sumando adeptos por los siglos de los siglos. Un manifiesto que terminara diciendo:

¡No más bananas! ¡No más césped!
¡No más coches! ¡No más rostros!
¡Queremos caras y las queremos YA!

Te abraza atormentada,

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