jueves, 26 de mayo de 2011

El día inútil



Amiga,

Son las cinco de la tarde y llevo todo el día tratando de escribir algo que no sale. Se supone que debe ser el cuento de este mes. Es una historia que creo saber cómo empieza pero que no sé cómo sigue ni cómo termina y por eso escribo tres líneas y me quedo en el aire. Tengo imágenes sueltas, tengo palabras, una cara definida y una especie de presentimiento de que ahí hay una anécdota. Pero la historia no quiere aparecer. Es como si me hubiera quedado sin los vínculos entre una cosa y otra, entre los retazos, esos vínculos que hacen que una intuición vaga, un color, el sonido lejano de un pájaro, la hora imprecisa de un día se junten para volverse un cuento.

Desisto de mi búsqueda inútil de palabras que no llegan y me voy a caminar al parque, aunque sé que me va a llover encima y que los caminos van a estar embarrialados y medio intransitables. Ha estado lloviendo por una semana o más y hace dos días hizo un viento con impulso de huracán que tumbó árboles y dejó gente sin luz por horas. Me he resignado a salir a caminar en medio de la lluvia. Tengo unos pantalones a los que no les entra el agua y un impermeable con capucha que me mantiene seca. Mis zapatos están también sellados contra la humedad, así que no tengo por qué preocuparme.

Voy oyendo a Bob Dylan. En estos días en que se celebran sus setenta años lo he redescubierto y voy a todos lados escuchando sus canciones. Mientras camino entre ramas caídas y miles de hojas verdes que cubren el piso como si un otoño falso se hubiera abalanzado sobre el mundo, me viene a la mente una idea que me sigue dando vueltas por toda la hora en que camino: estoy en un limbo emocional y por eso no puedo contar ninguna historia.

Estoy en ese estado de ataraxia del que hablaban los griegos, ahora que decidí renunciar a la nostalgia y porque prometí que no iba a quejarme más. Sin quejas y sin memoria me he quedado muda. No tengo tema, amiga, no tengo diégesis. Por eso las anécdotas se me mueren antes de terminar de nacer. Por eso sólo tengo imágenes sueltas que no hacen click por ninguna parte. Tal vez debería dedicarme a escribir poesía en vez de empeñarme en seguir contanto historias. Pero tampoco puedo hacer eso, pienso mientras decido qué rumbo tomar cuando llego a una encrucijada en el medio del parque. Me decido por el camino largo que sube entre los pinos más allá del puente colgante.

Porque no sirvo, tal vez, o porque no creo. Me parece que ya lo escribí aquí una vez: soy un sacerdote que no cree en lo que predica. La fe que debería tener en lo que hago se me desvaneció hace mucho tiempo. Sólo sigo escribiendo porque no sé qué más hacer con mi tiempo. Cuando he limpiado la casa, lavado la ropa, hecho la compra, cocinado la cena, servido la comida y el agua al gato, no me queda nada más que sentarme frente al teclado para justificar mi existencia. Pero mientras trato de escribir siento la soledad que me rodea. El silencio. La falta de sentido que tiene todo. Y entonces me enfundo los zapatos de caminar y la ropa impermeable y me vengo al parque.

Mientras cumplo con mi ritual de una hora de marcha apurada en medio de los árboles intensamente verdes escucho ladrar unos perros allá abajo en el río. Parece que se acercan y yo me saco los audífonos y aprieto el paso. En un par de segundos entro en una especie de pánico y miro hacia atrás cada dos o tres pasos. Siento como si una fuerza invisible me persiguiera. Casi rompo a correr cuando oigo el estruendo de un avión que entra o sale del aeropuerto. Pero me doy cuenta de que estoy reaccionando como los locos. Porque uno se puede volver loco cuando pasa el día entero hablando solo y para escapar de la soledad no tiene otra salida que caminar en medio de un bosque solitario y tupido.

Regreso bajo la lluvia escuchando a Dylan. Una canción que me gusta mucho y de la que he encontrado en itunes veinte versiones diferentes. La canción se llama "You're gonna make me lonesome when you go" y la versión que oigo en este momento la canta Maria Muldaur. Cuando me acerco al campo sembrado que está al lado del parque veo una liebre saltar veloz para esconderse entre las ramas, con su cuerpo marrón grisáceo y su cola de reverso blanquísimo. Me paro a mirarla y ella también se para. Me mira con el rabillo del ojo un segundo antes de saltar lejos de mi vista.

Al llegar al callejón que está detrás de la casa la llovizna se hace densa y me apuro para no empaparme más de la cuenta. Al acercarme veo nuestro pote de basura solito. Todos los demás vecinos ya recogieron sus potes y el nuestro está huéfano en la esquina, como esperando amparo. Lo agarro con las dos manos y lo arrastro hasta su puesto. Después de estacionarlo le doy una palmadita en el lomo y le deseo buenas tardes.

Gussi me espera adentro con su cara de dónde estabas y por qué te tardaste tanto. Le muestro el pedacito de pino que le traje del parque. Siempre se alegra por estos regalos medio inútiles y juega a arrastrarlos por el pasillo por un minuto, como si se apiadara de mí por ser tan boba. Después entra en la sala y me muestra que vomitó una gran bola de pelo y yo me agacho a limpiarla mientras le converso para que no piense que ha hecho nada malo.

Me tomo un vaso de agua y subo a contarte que me estoy quedando sin anécdotas por falta de nostalgia y por carencia de quejas. Y así está por terminar este día inútil del que sólo me queda este recuento ocioso que te dejo aquí para que sepas que sigo intentando creer, aunque de otra manera.

Te mando un abrazo sin más,

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