domingo, 10 de julio de 2011

Volver a Cabral


Amiga,

Hoy, mientras navegaba por la red en busca de un dato que necesitaba para terminar un artículo que me empeño en escribir sobre la literatura del exilio venezolano, me encontré con la noticia del asesinato de Facundo Cabral. ¡Lo mataron a tiros en Guatemala!. Dicen que fue un error, que lo confundieron con otra gente. Como sea, la noticia me paralizó. Todos los que hemos perdido a algún ser querido de un modo violento sentimos una muerte así en el centro del pecho, como si fuera una bala perdida.

Y a esa tristeza repentina y aguda se sumó una nostalgia empozada por ese ser que fui, al que le gustaban las canciones de Facundo Cabral. Porque cuando me hice adolescente y perdí la fe –o una de las formas de la fe– necesité un profeta de otro tipo: un trovador que me cantara otras verdades. Y ahí estaba Cabral con su voz de trueno, con sus letras medio recitadas medio cantadas, con sus irreverencias manchadas de un machismo irredento y muy argentino.

Me acordé del concierto “Lo Cortez no quita lo Cabral” al que asistí en el Teresa Carreño, en una época en la que mis gustos ya se habían mudado a otra parte y algunas de las fanfarronadas de Cabral me resultaban francamente cursilonas, cuando no pasadísimas de moda. Me acordé de que, a pesar de eso, lloré a moco tendido escondida en mi asiento con alguna canción que me sabía de memoria y me atreví a tararear por lo bajo, moqueando. Me acordé de que, cuando pude, compré el disco del concierto y lo escuché hasta aprendérmelo casi completo, aunque estaba lleno de larguísimas peroratas en las que Cabral parecía disfrutar más que nada del sonido de su propia voz.

Es verdad que algunos de mis gustos de adolescente me dan un poco de vergüenza. Pero he ido aprendiendo a reconciliarme con esas penas que a estas alturas me resultan casi ajenas. Así que hoy, antes de salir a caminar al parque, me metí en iTunes y bajé algunas de las canciones que me parecieron conocidas de la larga lista que aparece bajo el nombre de Facundo Cabral. Me puse los audífonos y el impermeable y salí bajo la lluvia a hacerle un homenaje de vida y resistencia a esa voz que me acompañó tantísimas veces.

Y me sorprendí cantando –como si no hubiera pasado el tiempo– las canciones que creía que se me habían olvidado. No soy de aquí ni soy de allá, Vuele bajo, Señora de Juan Fernández, El día que yo me vaya... Y mientras oía esa canción en la que Facundo Cabral mencionaba nombres de ciudades y objetos encontrados o dejados en distintas partes del mundo –un par de botas tejanas, una cerveza en Holanda, una hoguera junto al Nilo, un poema en Casablanca, una vieja gorra griega, un turbante del Negueb, dos máscaras, una quena– descubrí que mi destino de desterrada tal vez estaba desde el principio anunciado en esas canciones recitadas que escuchaba con una devoción de peregrino.

Cuando regresé a mi casa, empapada y llorosa, me saludó un rayo de sol terco.Y entonces recité de memoria, como si rezara, como siempre lo hago cuando veo salir en esta tierra oscura un rayo de sol, esa parrafada que dice: “El sol, el amado sol que enciende toda la vida, esa fiesta permanente por la que mi alma camina”. Y pensé que había hecho lo justo con estas memorias. Revisitarlas, sacarlas a caminar conmigo por un lugar tan ajeno, sin sentir vergüenza.

Te mando un abrazo hondo como una vieja canción,

r

No hay comentarios: