miércoles, 21 de septiembre de 2011

Recordar las casas 6



Amiga,

Acabo de darme cuenta de que en diciembre del año pasado fue la última vez que escribí sobre las casas en las que he vivido. No sé por qué uno se asombra con el paso del tiempo, pero ese susto de ir andando sin darse cuenta ni cómo es algo que siempre está ahí y se vuelve un lugar común cada vez que lo anunciamos: ¡Qué rápido pasa el tiempo!

Debería haberte contado hace meses sobre la sexta casa en la que viví, la penúltima que iba a compartir con mi familia. Sé que he empezado a escribir sobre ese lugar varias veces, pero por alguna razón no encuentro el archivo, así que me toca empezar de nuevo. El último lugar en el que viví en Caracas con toda mi familia era un apartamento en Terrazas del Club Hípico que quedaba frente a un colegio de monjas donde estudió mi hermana Renée. No me acuerdo cómo se llamaba el colegio ni la calle ni el edificio en el que vivíamos. El apartamento quedaba, si mal no recuerdo, en un séptimo piso. Desde el ventanal de la sala, que daba al estacionamiento, sólo se veía el enorme muro de contención que mantenía en su sitio la colina que estaba atrás, donde se alineaban las casas de la urbanización en la que vivía gente más acomodada que nosotros.

Esa sala con su ventanal sin vista era tal vez el espacio que mejor definía ese lugar al que habíamos ido a parar por algún revés del destino, que supongo que tenía que ver con el inminente cambio de gobierno. Mi papá debe haber tenido que dejar el cargo en el Ministerio y la familia tuvo que reducir gastos, porque me imagino que ya no era posible pagar el alquiler de la casa de La California. Así que, por primera vez en nuestra existencia, tuvimos que mudarnos a un apartamento. Hoy en día puede parecer difícil de imaginar, pero vivir en un apartamento por primera vez a los 16 años no es un ejercicio cómodo.

Uno se acostumbra a las casas, a sus amplitudes y recovecos, a la posibilidad siempre presente de apartarse de todos y meterse en un agujero donde nadie moleste. Las casas tienen patios y jardines y, si hay suerte, balcones. Las casas están pegadas de la tierra y para escapar de ellas basta abrir una puerta. Pero los apartamentos son esos espacios colgados en el medio del aire donde uno se siente como en una jaula y de los que escapar es más difícil, porque hay escaleras y ascensores y muchas llaves y rejas de por medio y se pierde el impulso de la huida en el camino. Y acostumbrarse a ese encierro y a esa falta de espacio es complicado si uno está en medio de una adolescencia más bien explosiva.

Aunque puedo describir el apartamento de Terrazas, no creo que se diferencie mucho de los cientos de miles de apartamentos –o tal vez millones– que existen en Caracas. Se entraba a un pasillo que tenía la cocina a la izquierda. Pasando la cocina había un lavandero y creo que un baño de servicio, pero no estoy segura. Al final del pasillo estaba la sala comedor, con su ventanal por donde se veían las casas de gente que no tenía que pasar las apreturas de espacio por las que nosotros estábamos pasando. En medio de la sala, hacia la izquierda, se abría un pasillo donde estaban alineadas las puertas de los cuatros. Tres cuartos, dos baños, uno dentro del cuarto principal.

Los muebles que habíamos tenido en la casa de la California se apiñaban en este espacio mínimo, haciéndolo más incómodo y opresivo. Los inmensos materos que habíamos tenido desde que vivíamos en Guanare y que nos habían acompañado en la California habían desaparecido. Ya no había nada verde dentro de la casa y creo que no hubo nunca más un matero, ni grande ni pequeño, en las casas en las que vivieron mis padres después. El equipo de sonido todavía ocupaba un lugar en la sala, donde ya no se sentaba nadie sino para ver la tele o cuando había visitas. Mi mamá se había encargado de regalar a Nevado, no sé a qué vecino o familiar. Así que estábamos nosotras cuatro, solas y encerradas en aquel lugar minúsculo, con dos padres que parecían cada vez más furiosos el uno con el otro.

El refugio natural era el cuarto. Como siempre, yo dormía con mi hermana Ruth, y Rebeca y Renée dormían en el otro cuarto, que estaba al fondo del pasillo. Las ventanitas de cada habitación parecían más un filo que una ventana y el aire circulaba apenas o así me parecía. Teníamos unas camas con copetes de mimbre que en un espacio más grande apenas se notaban, pero en aquel huequito resaltaban como una extravagancia descolocada. Había una mesa de noche, también de mimbre, entre las dos camas. Y creo recordar una mesita muy pequeña que servía como de escritorio, pero es posible que esté imaginando un mueble que en realidad sólo tuve más tarde, cuando vivía sola. Como sea, mi recuerdo de ese cuarto es oscuro, opresivo.

No tengo ninguna otra memoria particular del apartamento de Terrazas. No me acuerdo de los detalles de la cocina ni del baño. Ni siquiera me acuerdo de cómo era el cuarto de mis padres ni de los colores de las paredes o de ningún detalle de la decoración, aparte de los eternos cuadros pintados por mi mamá que ocupaban todas las paredes. Para mí ese espacio es un lugar del que sólo quería salir. Yo tenía entre dieciséis y diecisiete años. Había terminado de estudiar bachillerato y había aplicado para estudiar periodismo en la Universidad Central. En esa época no existían los exámenes de admisión ni todo el drama del cupo. Uno llenaba una planilla en la que hacía un listado en orden de preferencia de las tres carreras por las que quería optar. Mandaba la planilla a lo que se llamaba el CNU –Consejo Nacional de Universidades– y esperaba a que le asignaran el cupo.

Me atreví a llenar una sola opción, porque yo quería ser periodista o nada. Así de arrogante y así de segura de mí misma era yo en ese entonces. ¡Qué ingenuidad! Lo increíble es que la realidad no me contradijo y cuando salieron los listados ahí estaba mi número de cédula: me habían dado un cupo para estudiar periodismo en la Central. Pero, por uno de esos típicos reajustes de la UCV, las clases iban a empezar en enero de 1979 y estábamos en septiembre de 1978. Tenía cuatro larguísimos meses por delante. Y para una adolescente con ganas de salir a la calle y comenzar a vivir su propia vida eso era muchísimo tiempo. Así que me empeñé en que quería conseguir un trabajo para hacer algo mientras comenzaban las clases.

Mi papá habló con un conocido suyo, que tenía una imprenta, y este señor me dio un trabajo de aprendiz de todo, en el que me pagaron el primer sueldo que gané en la vida. Sueldo mínimo: mil doscientos bolívares mensuales. Como era todavía menor de edad, mi papá tuvo que acompañarme a que abriera una cuenta en un banco que estaba en el Centro Comercial Terrazas del Club Hípico, a unas tres cuadras de la casa. Ahí depositaba regularmente lo que me pagaban cada mes y sólo gastaba en transporte, libros y discos. Yo me sentía muy orgullosa de estar ganando mi propio dinero a una edad en que las niñas de mi edad andaban disfrutando de sus últimos años de libertad mantenida por los padres.

Así que fue en el apartamento de Terrazas donde empecé lo que yo llamo mi vida productiva. Me levantaba muy temprano, agarraba el autobús en la esquina y me bajaba en la principal de Las Mercedes. Desde ahí caminaba las cinco o seis cuadras largas que había entre Las Mercedes y la casa de tres pisos donde estaba instalada la imprenta, en una callecita que subía desde la Avenida Miguel Ángel y se perdía en un recoveco de la montaña. Creo que la calle se llamaba Minerva. Años y años después, siempre que pasé por el inicio de esa calle sentí un golpe de nostalgia. Esa zona de Bello Monte es para mí el lugar en el que me adueñé definitivamente de la ciudad y me acostumbré a su ritmo, a escuchar sus ruidos y a soportar sus olores. Tal vez por eso, cuando viví en Bello Monte, casi treinta años después, sentí que había regresado a casa.

Estoy consciente de que me alejo del apartamento de Terrazas del Club Hípico. Pero es que así era, amiga, mi vida en ese tiempo. Yo apenas quería estar en aquel lugar donde se respiraba un aire de encierro y resignación, donde el ambiente se hacía cada vez más insoportable. Pero la verdad es que sí tengo recuerdos del lugar, más del edificio que del apartamento. Rebeca había empezado a estudiar en la USB y se iba a la universidad en el Maverick morado de mi mamá, porque le habían sacado un permiso especial para que manejara, aunque no había cumplido los reglamentarios 18 años. Mi hermana Ruth se había empatado con un muchacho que vivía en el edificio. Se llamaba Carlos Cámara, o al menos ese es el nombre que me viene a la mente. Tenía un hermano mayor y varias hermanas menores, así que con ellos armamos una especie de grupo, que no sustituía al grupo grande y bullanguero que teníamos en la California, pero hacía las veces. Creo que mi hermana Renée se unía a veces a ese grupo porque se hizo amiga de la hermana menor de Carlos.

Con ellos íbamos a pasear al Concresa y al Humboldt, jugábamos bowling en un sitio que se llamaba algo así como Pin 18 o 21, que quedaba en el CC Terrazas del Club Hípico, y veíamos todas las películas que podíamos. Estos nuevos amigos eran hijos de un diplomático y habían vivido en Alemania y en otros lugares. Hablaban en inglés y en alemán con sus padres y a mí me parecían el colmo de lo exótico. Nos pasábamos horas conversando en la entrada del edificio y hacíamos loqueras como si no quisiéramos que la infancia se terminara. Me acuerdo que con la patineta de alguno de ellos me lancé por la loma de la avenida que daba al Club Hípico y, por supuesto, terminé en el asfalto, con las rodillas rotas y las manos reventadas.

En el patio de ese edificio adquirí la segunda –perdón, la tercera– cicatriz que tengo en el cuerpo (sin contar operaciones quirúrgicas). Cuando nos mudamos, por falta de mejor entretenimiento o por alguna razón que ahora se me escapa, consideramos que era divertido escalar el muro de contención del estacionamiento. Hacíamos competencias a ver quién subía más alto. Cuando dominamos el arte de llegar hasta arriba y esa meta ya no fue suficiente, el reto comenzó a ser pasar al otro lado. Al final del muro había una pared con esa fila de vidrios rotos que son tan usuales en Caracas y que se supone que sirven para mantener afuera a los intrusos. Si queríamos ir más allá del muro teníamos que superar esa trampa para bobos. Yo lo intenté, segura de que una fila de vidrios rotos no era un obstáculo suficiente. Pasé mi brazo derecho por encima de la pared para agarrarme de la reja que estaba atrás y tomar impulso. Pero hasta ahí llegó mi valor: un vidrio transparente y filoso se me clavó en el lado interior del brazo y al instante la piel se me abrió en una zanja profunda. No me acuerdo qué pasó después, no recuerdo la sangre ni el dolor, pero sé que esa fue mi última incursión en el muro. Y tal vez la última vez que jugué a ser una niña.

Una vez que empecé a trabajar mi interés cambió radicalmente, porque me enamoré de un señor bastante mayor que yo que trabajaba en la imprenta del amigo de mi padre, y a donde me habían dejado ir a trabajar porque se suponía que estaría a salvo de los peligros del mundo exterior. La historia de ese romance llega hasta la época en la que nosotras nos conocimos, y no viene al caso contarla aquí, pero sólo te lo cuento para explicarte por qué mi lugar era ya otro cuando vivíamos en Terrazas. Yo tenía una excusa perfecta para salir de la casa: iba a trabajar. Y en efecto eso hacía de lunes a viernes. Pero trabajaba con el hombre que se iba a convertir en mi primera pareja adulta y durante esos meses yo entré aceleradamente a un mundo al que no había tenido acceso hasta entonces y me sentía dueña de mi destino.

Salía del trabajo a las cuatro y media, pero siempre me las arreglaba para llegar a la casa apenas antes de que oscureciera. En la familia había una regla no escrita que indicaba que todos los miembros menores de edad debían estar recogidos cuando comenzara a anochecer. Yo aprendí temprano a respetar esa regla. Pero también aprendí bastante pronto que todo lo que se puede hacer en la noche se puede hacer también durante el día. Así que mis encuentros con el compañero de trabajo se hicieron todos a la clara luz de las tardes después del trabajo, justo antes de que se hiciera de noche. Y el tráfico de Caracas sirvió de excusa perfecta para justificar las dos horas largas que pasaban entre la hora en la que yo salía del trabajo y la hora en la que llegaba. Y hay que ver lo que se puede hacer en dos horas.

También usaba los fines de semana para escaparme. Pero en ese caso utilizaba la excusa de que iba a visitar a mi amiga Efigenia. Ella vivía en El Marqués. Mi mamá la conocía desde que estudiamos juntas en bachillerato, así que no resultaba demasiado sospechoso que yo dijera que quería ir a pasar una mañana de sábado o una tarde de domingo con mi amiga, en su casa. Nunca me negaron el permiso y entre Efigenia y yo había un código que siempre respetamos. Yo la llamaba y le decía “no me llames hoy, que voy a ir a visitarte”. Y esa era la clave para tener una mañana entera o una tarde toda para dedicársela a mis emocionadas incursiones en el mundo “verdadero” de los adultos, al que había entrado de la mano de aquel compañero de trabajo, que era 14 años mayor que yo, periodista, argentino y casado. Nos sobraba el tiempo en esas tardes de domingo y yo llegaba siempre puntual a mi casa antes de que se ocultara el sol, sintiéndome como la heroína de una canción de Serrat.

Cuando comenzaron mis clases en la Central, en enero de 1979, mi familia ya se había mudado a Barquisimeto. Me buscaron una residencia de señoritas en Las Acacias, donde viví un poco menos de un año, o tal vez un poco más. Mientras tanto mi familia vivía en la segunda casa que tuvimos en Barquisimeto, donde se casó mi hermana Rebeca, en la iglesia que quedaba literalmente cruzando la calle. Con esa casa, que espero que me acompañes a recorrer pronto, se cierra el primer ciclo de las casas en las que he vivido.

Después vienen los apartamentos, cuartos, cuarticos y cuartuchos en los que viví por mi cuenta, sola o acompañada. Pero tú conociste la mayoría de esos lugares y ya no sé si vale la pena que te siga echando el resto de ese cuento. Pero, quién sabe, tal vez resulte un buen ejercicio de memoria, ahora que todo ese mundo me resulta tan increíblemente lejano.

Te mando un abrazo para el que hoy no encuentro adjetivos,

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