martes, 18 de diciembre de 2012

Voluntariado con caballos


Amiga,

Hace un par de semanas fuimos a entrenarnos en una granja de caballos para que nos acreditaran como voluntarios. Rodeados de adolescentes aburridos y silenciosos, pasamos la mañana limpiando bosta, levantando pasto, barriendo pisos, cargando carretillas llenas de desperdicios y rodeados del olor de los caballos y de sus relinchos, que es como decir, de vuelta a la infancia.

El trabajo voluntario es aquí una institución. Tengo la impresión de que los jóvenes que están terminando bachillerato tienen que trabajar algún número de horas en organizaciones de caridad y por eso la maquinaria del voluntariado está tan bien aceitada. En nuestro caso, nos ofrecimos para trabajar en una granja que presta servicio a niños discapacitados. Supimos del lugar por una alumna de Lyo que había trabajado antes ahí. Y la verdad es que al principio sólo queríamos estar cerca de los caballos. Después fue que nos enteramos del trabajo que hacían con los niños y nos entusiasmó la idea muchísimo más.

Escribimos hace meses para avisar que queríamos ofrecer unas horas a la semana. Nos avisaron que teníamos que ir al entrenamiento el primer sábado de diciembre. Para allá nos fuimos, con el sueño todavía encima, después de limpiar el parabrisas del carro de la nieve que lo había cubierto durante la noche. Cuando llegamos había poca gente. Nos reunieron en una especie de cabaña con una cocina y una sala con dos sofás y algunas sillas, calentada por dos destartalados radiadores de gas.

Ahí esperamos mientras fueron llegando uno a uno, traídos por sus padres, los niños casi dormidos que nos iban a acompañar en el entrenamiento. Supongo que la mayoría tendría entre 15 y 17 años, aunque hace rato que he dejado de calcular bien la edad de los adolescentes. Al principio pensé que en algún momento iban a llegar al menos dos personas de nuestra edad. Cristina, la muchacha que nos iba a entrenar, repetía cada tanto que estábamos esperando más gente. Cuando el grupo estuvo completo estaba claro que las únicas personas mayores de veinte años éramos Lyo y yo. Y tal vez una muchacha que ya había estado ahí antes y que más tarde nos enseñó a desarmar el pasto y ponerlo en las carretillas.

El entrenamiento comenzó después de un largo proceso preparativo, donde tuvimos que llenar planillas y ponernos en el pecho nuestros respectivos nombres en unas etiquetas que Cristina llenó con un grueso marcador negro. Pero primero vimos salir los caballos, que se fueron al pueblo con sus jinetes encima, a participar en el mercado que hacen en Balerno el primer sábado de cada mes. Nos sorprendió ver a los jóvenes subirse a los caballos usando un taburete. Al escuchar los cascos resonar en el cemento y después en la salida, sobre el hielo, me di cuenta de lo familiar que era para mí ese sonido, ese clap clap que he oído tantísimas veces y que sin embargo siempre me alegra el alma.

El entrenamiento consistía en comenzar desde lo más básico: limpiar los establos. Nos separaron en pares, nos dieron un cepillo, una pala y una carretilla y nos explicaron qué hacer. No tengo que contarte que no tenemos el más mínimo vocabulario en inglés para nombrar las cosas que hay en un establo. Así que entendimos lo que había que hacer por las señas.

Limpiamos los establos donde los caballos habían dormido toda la noche, llenando un par de carretillas de bosta. Yo hice mi trabajo junto con una niña que no tenía más de 16 años y que ya había estado antes en la granja. Le hice algunas preguntas y me respondió con mucha amabilidad, pero casi siempre con monosílabos, así que preferí no hablar mucho más. Había que llevar las carretillas hasta un contenedor donde la bosta se junta en un montón altísimo. El camino hasta allá estaba congelado, literalmente. Así que había que hacer equilibrio con la carretilla y las flamantes botas nuevas para no hacer el ridículo y caerse con bosta y todo en el hielo. Logré mantenerme en pie las dos veces que fui y vine.

Después llenamos de pasto todas las cestas de los establos y las cestas que están afuera, donde los caballos comen cuando no están encerrados. Para esta tarea Cristina me puso a trabajar con tres niñas, todas muy hacendosas, serias y monosilábicas. Al principio traté de meter la mano y ayudar, buscándoles conversación, pero me di cuenta de inmediato de que las dos niñas que se habían tomado el trabajo para ellas solas no querían hablar ni aceptaban interferencias de la viejita del grupo. Así que me limité a sostener la carretilla y a mirar cómo un par de voluntarias rompían la gruesa capa de hielo que se había formado en los bebederos durante la noche, sacaban los bloques helados y llenaban de nuevo las bateas con agua fresca.

El pasto se transporta en unas carretillas altas y cuadradas que, una vez que se vacían llenando los establos, hay que volver a llenar. Aprendimos cómo deshacer un rollo de pasto, de esos que hemos visto tantas veces aquí en los campos. Nos enseñó la única muchacha mayor de veinte años que estaba en el grupo. Mientras hacíamos esa tarea Lyo se nos unió y llenamos dos carretillas con pasto, conversando animadamente con nuestra instructora.

Después barrimos todo el patio que está frente a los establos. Terminamos justo a tiempo porque los caballos comenzaron a llegar del pueblo. Primero llegó uno que se había puesto nervioso con la música que estaban tocando en la plaza. Después llegó otro que nadie había querido montar, no logramos escuchar por qué. Al final fueron llegando todos y los jinetes desmontaron y desensillaron y pudimos ver a todos los caballos comiendo el pasto que les habíamos dejado en los establos. Vimos con más detalle a todos los caballos y nos paramos un rato a saludar a Paco, el caballo más amigable de todos, que según nos dijo la muchacha que lo estaba montando ese día, es el más rebelde y el más desordenado. Dejó que le acariciara el cuello y me olió la cara con su inmensa nariz. Se volvió, por supuesto, mi favorito.

Cuando recogimos las herramientas y las carretillas y dejamos todo en su sitio, nos preguntaron si queríamos desayunar y Lyo dijo inmediatamente que sí. Yo me anoté también. En mi mente pensé que había pedido un sánduche de huevo con tocineta. Pero resultó que, sin darme cuenta, lo que había pedido era uno de tocineta y otro de huevo. La joven encargada de la cocina, que según entendimos era la hija de la dueña de la granja, preparó los sánduches sin mucha ceremonia y quemando generosamente tanto la tocineta como el aceite en el que preparó los huevos. Lyo terminó comiéndose la mitad y más del segundo sánduche que pedí por error. Contentísimo, por supuesto.

Con la barriga llena y el ánimo bien alto por haber podido ver y oler caballos durante toda la mañana, nos despedimos y nos fuimos a Balerno a ver si podíamos llegar al menos al final del mercado en el que habían estado los caballos. Antes de irnos nos anotamos para volver la primera semana de febrero. Así que ya iremos avanzando en el entrenamiento. Nuestra esperanza es que nos enseñen a hacer cada vez más tareas relacionadas directamente con los caballos. Aunque para mí, sólo estar ahí en los establos es más que suficiente.

Llegamos al centro del pueblo cuando casi estaban recogiendo los puestos del mercado. Pero logramos comprar un pan riquísimo que nos dio para desayunar varios días, y un chutney de tomates verdes con el que hicimos una pasta que quedó buenísima. También descubrimos una bebida nueva que he vuelto a prepararme de tarde en tarde para desentumecerme del frío: jugo de manzana caliente, espolvoreado con canela. ¡Una delicia!

Ahora que lo pienso, amiga, tal vez ese es mi lugar en este lado del mundo. En vez de estar inútilmente buscando un espacio donde nadie me ha invitado, lo que debería hacer es ponerme a la orden de gente que necesita sólo de algo de mi tiempo y mi buena voluntad.

Te mando un abrazo voluntarioso,
r

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