jueves, 9 de junio de 2016

Lo bueno, lo malo, lo feo (parte 2)


Amiga,

Me acaban de mandar las pruebas del ejemplar de la revista Cuadernos de Literatura en el que van a salir publicadas varias entradas de este blog nuestro. Leyéndolas me he dado cuenta de que en mi último viaje, allá por el año 2010, ya había asomado las mismas cosas que me vienen hoy a la mente como el lado menos agradable del viaje a la tierruca. Y caben enteras en dos lugares reiterados: la queja y los aeropuertos.

La queja no es un lugar, me dirás con razón. Pero, si me permites la licencia poética, un lugar es todo espacio que elegimos para instalarnos en él. Y los venezolanos se han instalado en la queja como quien coloniza un territorio salvaje. La novedad, si es que la hay -seis años después- es que la queja está ahora acompañada por dos sentimientos que parecen contradictorios: la resignación con todo lo que está pasando y las ganas hondas de que todo cambie.

La resignación es ese espacio que habitan los que te cuentan una y otra vez lo mismo (lo que no hay, lo que no se consigue, lo que sólo se puede comprar a precios imposibles) y al final te dicen que no hay nada que hacer o que hasta dónde vamos a llegar y acto seguido miran al cielo implorando clemencia. La rabia que busca el cambio pero no sabe dónde encontrarlo comienza igual pero termina despotricando, alzando la voz, mentando madres.

Y no es que la queja no esté justificada. Lo está. Es el producto de haber vivido demasiado tiempo bajo los efectos de dos tipos de discurso que al mismo tiempo se cancelan y se retroalimentan. Por un lado, el discurso -y las acciones, porque no hay que olvidar que no hay nada virtual en esta debacle- de un gobierno que prometió un mundo mejor después de la destrucción de todo lo existente. Y se dedicó a destruirlo todo con saña, sin construir nada a cambio. A menos que tomemos en cuenta las fortunas que construyeron para su propio beneficio.

Por otro lado, las palabras y los hechos cumplidos de una oposición que apenas ahora parece estar encontrando el rumbo, pero que por mucho tiempo no ofreció nada más que sueños vagos y esperanzas vacías. Marchas y más marchas, consignas redentoristas, golpes, paros. Plazas tomadas en una mezcla implosiva y paralizante de voluntarismo con marianismo. (¿Te acuerdas de las ofrendas a la virgen en la Plaza Altamira?). Una oposición inmediatista y vociferante que elaboró su programa político alrededor del insulto, como si descalificar al oponente fuera una forma válida de construir el futuro.

Entre esas dos formas de girar en el vacío se entiende que la defensa sea la queja perpetua. Quienes sufren el día a día, literalmente en carne propia, no tienen otra arma real o simbólica que la queja. Y es ese estado permanente de infelicidad el que uno encuentra en todas partes. Incluso cuando hay razones para celebrar, para agradecer lo que se tiene aunque sea en un instante, incluso ahí se atraviesa la queja. Como una flecha, si me permites la imagen gastada: como una flecha con la punta untada de un curare que lo envenena todo.

Porque ese estado de queja tiene derivas inesperadas que desembocan a veces en furias que se desatan sin razón, en malentendidos y maledicencias, en miradas furtivas de desprecio, en frases preñadas de rencor que se susurran entre dientes. Y esa furia solapada es lo que para los pelos de punta. Entonces el que viene de afuera, con ganas de disfrutar los mangos y los plátanos, las conversaciones intrascendentes al lado de una parrilla que arde en la noche, el sonido del hielo en los vasos de papelón con limón, se ve obligado a escuchar y callar.

Porque todo lo que digas puede ser usado en tu contra. Y eso es lo malo. Eso resume todo lo malo de viajar hoy a la tierruca. Todo lo demás -lo que no hay, lo que no se consigue, lo que hay que pagar a precios astronómicos, la simple y llana pobreza de todos todos- es soportable, manejable. Lo que no se puede controlar es la furia del malentendido. Sentirte en falta porque la simple distancia te ha convertido en otra persona.

Y hasta aquí lo dejo, amiga, porque hablar de lo malo me obliga a entrar justo en ese terreno en el que todo lo que diga puede ser usado en mi contra.

(Hablaré de los aeropuertos otro día, cuando termine este tríptico contándote lo feo. Desde que Marc Augé los declaró no-lugares, hay quienes tienden a imaginar que todos los aeropuertos son iguales. Pero, como dijo una vez Liliana Lara, eso es porque no han tenido que llegar o salir de Maiquetía: ese lugar donde todo lo feo es posible.)

Te dejo aquí un abrazo sin quejas,
r

No hay comentarios: