Amiga,
Te debo lo feo. ¡Qué feo suena!
Cuando regresé de Venezuela te prometí
escribir en tres partes mis impresiones sobre la tierruca. Escribí
dos: lo bueno y lo malo. Te debía lo feo. He intentado escribir este
texto varias veces y me he quedado trancada en el camino, porque me
cuesta un mundo explicar lo que se siente cuando tu país te muestra
su lado más horroroso.
Pero en estos días en los que he estado viendo
en los medios y en las redes la euforia que ha causado en Venezuela
el resultado del referendo en Colombia, me parece que estoy en el
estado de ánimo perfecto para regresar a esa memoria de lo feo.
La escena sucede en el aeropuerto de Maiquetía.
¿Dónde más puede mostrarse en toda su crudeza lo peor de lo que
somos? El aeropuerto es el lugar donde se encuentran frente a frente
los que se van y los que se quedan. Es el día del regreso. Mi amiga
Katie y yo nos acercamos al mostrador de Air France para chequearnos.
Llegamos temprano, no hay cola. En la entrada de la zona de chequeo
nos detienen dos guardias nacionales y un funcionario de la
aerolínea. Los uniformados son un hombre y una mujer que nos exigen
mostrar nuestros pasaportes y pasajes. El funcionario de la
aerolínea, muy joven, algo nervioso, se queda con los pasajes. Los
uniformados revisan los pasaportes.
Mejor dicho, el guardia mira los pasaportes
apenas y se los pasa al funcionario de la línea aérea mientras
observa detenidamente a Katie y le pregunta por qué está temblando.
El diálogo que sucede a continuación solo es posible representarlo
como si estuviéramos leyendo una novela o una obra de teatro de esas
en las que la tensión aumenta en cada réplica.
–¿Por qué está temblando? ¿está nerviosa?
–pregunta el guardia, con cara de pocos amigos.
–Mi amiga tiene una enfermedad que hace que
tiemble todo el tiempo, no está nerviosa ni nada parecido –digo yo
en un tono duro, antes de que Katie responda.
–Tengo una carta de mi médico explicando en
qué consiste mi enfermedad –dice Katie sin entender lo que está
pasando.
En ese momento, la mujer uniformada que está
parada frente a mí interviene y comienza a interrogarme para que
deje de responder las preguntas dirigidas a Katie.
–¿A dónde se dirigen? ¿Viajan juntas? ¿Qué
relación tienen?
–Vamos a París. Sí, viajamos juntas. Ella es
mi estudiante y está escribiendo una tesis sobre Venezuela –voy
respondiendo mientras escucho como puedo lo que el guardia le
pregunta a Katie y trato de responder también lo que a ella le
corresponde.
Las preguntas se repiten varias veces, siempre
iguales. Respondemos más o menos lo mismo, hasta que el funcionario
de la aerolínea decide que es hora de tomar la iniciativa del
interrogatorio.
–¿Usted vive fuera del país? –me pregunta
con mi pasaporte en la mano.
Le respondo que sí. Me pregunta desde cuándo.
Le digo que desde el 2008. Entonces me hace una pregunta que nunca
antes, en todos los años que tengo viajando a Venezuela, me había
hecho ningún funcionario, uniformado o no.
–¿Tiene una prueba de que vive fuera del
país?
Mi primera reacción es responderle que no tengo
por qué probar que vivo fuera del país. Pero estoy en Venezuela, y
estoy rodeada por dos guardias nacionales que están sin duda alguna
buscando el modo de intimidarnos, así que respondo con la única
prueba posible. Saco del bolso mi pasaporte británico y se lo
entrego al funcionario. El hombre revisa mi pasaporte con
detenimiento como si no pudiera creer lo que ven sus ojos.
Finalmente nos dejan pasar y hacemos el chequeo
en el mostrador, temblando las dos de rabia y de miedo. Mientras
entramos le voy explicando a Katie por qué reaccioné con tanta
agresividad y respondí sus preguntas y las mías como si me
estuvieran atacando. Hace unos años, en uno de mis viajes de
regreso, había escuchado a un joven americano contrar una historia
que me hizo avergonzar de mi propio país. No voy a repetir la
historia, porque se puede leer aquí. Pero es lo suficientemente
espeluznante como para mantener el susto por todos los viajes por
venir. Cuando le conté a Katie aquella vieja historia ella entendió,
una vez más, lo peligroso que es para un extranjero viajar sin
compañía por Venezuela.
Nos hemos convertido en un país delincuente. En
un país en el que hay que tenerle miedo a los policías, a los
guardias nacionales, a todos los uniformados. Y ahora hasta tenemos
que cuidarnos de los funcionarios de las líneas aéreas que le hacen
el juego a los guardias. En ningún otro país del mundo te interroga
un militar antes de salir de tu propio país y, que yo sepa, en
ninguna otra parte tienes que demostrar que vives afuera. En ningún
país civilizado los funcionarios encargados de proteger al viajero
intimidan y acosan a los extranjeros para ver si pueden sacarles unos
dólares.
Ya en la zona de embarque, el susto y la rabia
se repitieron dos veces más. Cuando le dijeron a Katie que tenía
que bajar a abrir su maleta, algo por lo que yo había pasado también
muchas veces antes. Y cuando al abordar el avión nos hicieron dejar
el equipaje de mano en el piso para que lo oliera un perro entrenado
para detectar drogas y nos sometieron a uno de esos chequeos
corporales que solo deberían usarse contra posibles delincuentes.
Durante todo el proceso traté de calmar a Katie y le di
instrucciones sobre cómo debía reaccionar en caso de que volvieran
a interrogarla. Le dije que, en último caso, dijera que no hablaba
bien español y que yo era su traductora. Por suerte, el susto no
pasó de ahí.
Como siempre que salgo de Venezuela, esta vez
también me despedí por un largo rato. No puedo decir que no voy a
volver, porque tengo demasiados afectos en la tierruca. Pero en Mayo
de este año le dije un largo adiós a ese país que siento cada vez
más ajeno. Y ese sentimiento ha regresado en estos días en los que
he leído miles de mensajes en las redes celebrando la victoria del
no en el referendo colombiano.
No logro entender cómo puede nadie estar
contento con el triunfo del no en Colombia. Decirle no a la paz no
puede ser motivo de celebración en ninguna parte. He leído los
razonamientos de los que creen que el tratado de paz propuesto por
Santos es demasiado blando con la guerrilla. Que tienen que pagar por
los crímenes cometidos, dicen. Como si no fuera suficiente aceptar
la derrota, dejar las armas y sumarse a la vida civil. Que los
crímenes no pueden quedar impunes, dicen, sin tomar en cuenta que en
las zonas más devastadas por la guerra, donde están los familiares
de la mayoría de las víctimas, ganó el sí. Porque los más
afectados prefieren esta paz, aunque sea imperfecta, por encima de
una justicia sanguinaria que sólo va a traer más odio.
Y eso es lo feo, amiga. ¡¿Qué puede ser más
feo que ese espíritu de venganza?! Me horroriza esa alegría frente
al odio encarnizado. Me aterra ese frotarse las manos frente al
futuro que vendrá, en el que los que hoy están luchando por el
poder van a encarnizarse contra los que hoy ostentan el poder. Me
entristece el panorama de un país en el que todo el que tiene una
pizca de poder, desde el guardia nacional que te pide que te
identifiques hasta el presidente de la república, lo ejerce con saña
y sin contemplaciones para su propio beneficio. Se me arruga el
corazón frente al futuro, amiga.
Eso es lo feo.
Te abrazo aterrada,
r
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